CARTA DEL DIRECTOR Informe a Philip Pettit sobre el estado del puente de Tacoma PEDRO J. RAMIREZ

03-06-07




CARTA DEL DIRECTOR

Informe a Philip Pettit sobre el estado del puente de Tacoma



PEDRO J. RAMIREZ

Admirado profesor Pettit:

Por conductos que, naturalmente, no puedo revelarle han llegado a mis manos los 23 folios del texto de la conferencia que en los próximos días o semanas tiene previsto pronunciar en una universidad madrileña, respondiendo a la mezcla de invitación y desafío que un recién nombrado presidente Zapatero le hizo a usted para que evaluara, hacia el final de la legislatura, el balance de su gestión desde la óptica de esos valores del «republicanismo cívico» que usted ha desarrollado teóricamente y él dice haber adoptado como brújula política.

Siguiendo la propia pauta que usted marca en ese escrito, permítame hacer un par de consideraciones previas, antes de entrar en materia. Dice usted que no es «amigo personal ni asesor del presidente Zapatero», que sólo se ha reunido con él en dos ocasiones y que «ambos encuentros fueron publicados en la prensa». Pues bien, yo no soy enemigo personal -ni político- del presidente, como director de periódico he tenido la oportunidad de reunirme con él en bastantes ocasiones y de la mayoría de ellas no ha quedado testimonio público alguno: mi mirada es la del observador informado, no la del adversario.

En cuanto a usted, debo decirle que he leído, releído y subrayado ese mismo libro suyo que a finales de los 90 tanto impactó a Zapatero -Republicanismo (Una teoría sobre la libertad y el Gobierno)- y que, percibiendo su doctrina política como algo planteado desde posiciones ideológicas que no son las mías, entiendo que se trata del esfuerzo más inteligente e interesante de acercar a la izquierda a los postulados del liberalismo progresista que se ha producido dentro del pensamiento contemporáneo. De hecho, aunque usted trata de situar su teoría de la «no dominación» en un terreno intermedio entre las nociones de «libertad negativa» y «libertad positiva» -coincidimos en que, paradójicamente, la buena es la primera-, a la hora de la verdad sus diferencias con el credo de la «no interferencia» predicado por Isaiah Berlin -en cuyo nombre acaban de darme uno de los premios que más me han honrado nunca- son más de matiz que de sustancia.
(.../...)


Subrayo todo esto, respetado profesor, para que no perciba en este escrito otra intención que la de ayudarle a evitar el ridículo académico y político al que parece encaminarse y -puesto que su texto todavía tiene la condición de borrador- la de animarle a enmendar sus graves errores y clamorosas omisiones, anticipando así el ejercicio de esa democracia deliberativa que usted y Zapatero preconizan.

Pasaré tan de puntillas como lo hace usted sobre la política exterior, pero no sin advertir que aunque, como usted dice, «la España de Zapatero ha sido un destacado ciudadano del mundo», también se ha distinguido por su condescendencia hacia regímenes como los de Castro y Chávez, caracterizados por su sistemática e implacable vulneración de todo principio genuinamente republicano.

Pero, entrando ya en materia, es insostenible que usted haga en la página 4 de su conferencia certeras apreciaciones sobre cómo el Estado debe preservar los más elementales derechos de ciudadanía y, en cambio, despache usted en las páginas 12 y 13 con un leve cóctel de falsedades y banalidades la situación que se vive en una importante parte de España como consecuencia de la coacción de la banda terrorista ETA y de la mezcla de aquiescencia e impotencia que caracteriza la respuesta de Zapatero.

«¿Cuándo disfrutas tú, en relación a los demás, de la libertad como 'no dominación'?... Muy sencillo: cuando los recursos cívicos de los que dispones como ciudadano harían demasiado difícil o demasiado costoso para los demás el intento de interferencia sobre ti. Ellos no pueden dañarte u obstruirte. Ellos no pueden amenazarte eficazmente. Ellos no pueden ni siquiera obligarte a inhibirte. O al menos ellos no pueden hacer ninguna de esas cosas sin que existan serios riesgos para ellos».

Si usted pronuncia esta elemental pregunta en Madrid y la acompaña de tan rotundas y estimulantes respuestas, no puede dejar de añadir a continuación -tratándose de una conferencia plagada de alusiones a la actualidad política- que todo esto que de ninguna manera puede ocurrir es exactamente lo que está ocurriendo en el País Vasco y en Navarra, unos lugares en los que la interferencia de los violentos es fácil y sale muy barata, unos lugares en los que se daña y se obstruye a quienes no piensan como ellos, unos lugares en los que las amenazas son eficaces y en los que la inhibición amedrentada de buena parte de la ciudadanía empieza a ser un dramático hecho cultural, unos lugares en los que los riesgos que corren los responsables directos de tal estado de cosas han ido perdiendo toda su seriedad disuasoria como consecuencia de la errónea política de apaciguamiento abrazada por este pupilo suyo al que ahora pretende usted aprobar con nota.

Pida que le enseñen, antes de venir a España, las imágenes de lo ocurrido el pasado domingo en el interior de decenas y decenas de colegios electorales en los que las autoridades permitieron que grupos organizados de energúmenos increparan a los candidatos de los partidos democráticos, intimidaran a los ciudadanos de a pie -convirtiendo la participación política en un acto de heroísmo- e incluso protagonizaran peleas tabernarias, rodando por el suelo enzarzados con los escoltas que protegían a los dirigentes. Comprenderá que nadie -y menos alguien con sus convicciones cívicas- puede amortizar a beneficio de inventario estos episodios y su significado profundo. Porque, como dice usted en la página 6 de su texto, «el Gobierno tiene la obligación de proporcionar protección a los individuos contra quienes recurren a las tácticas del terror». Pues bien, eso no está sucediendo o no sucedió al menos durante un día tan emblemático como la jornada electoral.

No es cierto, profesor Pettit, que Zapatero esté «tratando de afrontar la cuestión de ETA en los mismos términos en los que lo intentó el Gobierno de Aznar». Hay diferencias sustanciales y una de las más graves es la erosión del principio de legalidad -tan caro a sus ojos-, fruto de la complicidad del ministerio público con el mal llamado proceso de paz, que permite a ETA recuperar espacios de control social, mientras mantiene impunemente sus infames mecanismos de coacción y dominación. ¿Qué seguridad jurídica puede haber cuando al último caballo de Troya de los proetarras se le permite introducir medio cuerpo en el interior del recinto de nuestra legalidad, prohibiendo un centenar y medio de sus listas pero autorizando otras tantas? ¿O cuando un individuo incontrito por cuyos dedos chorrea aún la sangre de sus 25 víctimas logra eludir el cumplimiento de su condena por amenazas mediante el órdago de un chantaje?

Las cosas están sucediendo de tal manera que cualquiera diría que uno de mis párrafos favoritos de su libro fue escrito pensando en la conducta que Zapatero y el Fiscal General Conde-Pumpido están adoptando en relación a ETA: «Si algunos agentes creyeran poder maximizar la no dominación transgrediendo su prontuario de obligaciones, andarían seguramente muy equivocados. Cualquiera que sea el grado de no dominación que esperen de su conducta transgresora -y a diferencia de millones de compatriotas yo no dudo de la buena voluntad de esta extraviada pareja-, no es verosímil que sea mayor que la apabullante dominación que acabarán perpetrando sobre el conjunto de la población».

Tampoco es cierto que «la oposición esté intentando hacer el país ingobernable», que mantenga «una actitud histérica» o que, como ha dicho Polanco, «crea que cualquier cosa sirve con tal de recuperar el poder». Si usted conserva esta última cita en su versión definitiva debe saber, por cierto, que una parte muy notable de los españoles considera al presidente del grupo Prisa como el paradigma de esa ansia de «dominación privada» que su doctrina considera abominable y que completó sus imputaciones al PP, acusándole nada menos que de querer impulsar «una nueva guerra civil».

Tampoco es cierto que Zapatero practicara siempre lo que usted define como una «oposición tranquila». Nadie describiría así las algaradas y asaltos a sedes del PP estimuladas -por activa o por pasiva- por el PSOE a raíz del accidente del Prestige, la guerra de Irak o los atentados del 11-M. Calificar además «la respuesta de la policía, los tribunales y el Gobierno» frente a esa masacre como «un modelo para el mundo» sólo puede llevar a su desprestigio ante cualquier observador mínimamente ecuánime e informado. ¿Sabe usted que esta semana ocho peritos de muy diversa opinión y procedencia han coincidido en que será imposible determinar qué explosivo estalló en los trenes y que ello es consecuencia del incumplimiento de los protocolos de actuación policial, de la desidia del juez instructor y del absoluto desinterés del Gobierno de Zapatero por averiguar la verdad tan pronto como alcanzó el poder?

Yo no voy a dejar de reconocer los avances en materia de derechos y protección frente a la dominación que implican leyes como las de Violencia de Género, Matrimonio Homosexual, Dependencia o Igualdad impulsadas por Zapatero. Pero sería de esperar que, junto a su entusiasta aplauso, en la conferencia que finalmente usted pronuncie cupiera la reflexión sobre si no se hubieran podido y debido dar tales pasos de forma menos ofensiva para una gran parte de la sociedad -tal y como ha ocurrido en Francia o Gran Bretaña al regular las uniones civiles al margen del matrimonio- y ahorrándonos paradójicos daños colaterales como convertir en presunto culpable a cualquier varón denunciado por su pareja o impedir que alguien concurra a unas elecciones si no encuentra suficientes acompañantes del sexo contrario.

Yo tampoco puedo negarle que la gestión de la economía y los servicios públicos -lo que usted llama en un feliz hallazgo «la infraestructura de la no dominación»- ha sido en líneas generales acertada y en todo caso bastante mejor de lo que muchos temían. Pero usted no puede soslayar a cambio, habiendo puesto tanto énfasis en la importancia de las comisiones independientes y demás órganos de contrapeso del poder ejecutivo, la dimensión del escándalo continuado que durante estos años ha tenido como polos la Oficina Económica del Presidente y la CNMV. Puesto que usted ha escrito que las comisiones son «la encima del cuerpo político» y que en ellas estriba «nuestra mejor esperanza de lograr decisiones tomadas sobre bases no arbitrarias», sería inaudito que pasara por España y no diera su opinión sobre la dimisión del presidente del órgano regulador de los mercados, Manuel Conthe, sobre su denuncia de que el dossier con el que se pretendía doblar la mano al presidente del BBVA se difundió desde el Palacio de la Moncloa y sobre la negativa del PSOE a abrir una investigación parlamentaria al respecto.

¿O acaso no fue usted quien escribió que «uno de los mayores retos planteados a la investigación de impronta republicana son las medidas que conducen efectivamente a separar los mundos del gobierno y de los negocios»? Pregunte en La Moncloa por un tal Miguel Sebastián y pida que le enseñen la zahúrda enmoquetada desde la que se intrigaba -a veces con éxito- para poner y quitar a los presidentes de las grandes empresas. ¿Y no fue usted quien previno -poco menos que como motivo de excomunión republicana- frente a toda legislación ad hoc y ex post, es decir, frente a toda norma cocinada contra alguien y a modo de respuesta? Examine, por favor, la reforma reglamentaria de la Comisión Nacional de la Energía -diseñada a la medida del asalto sobre Endesa- que la UE puso de inmediato en la picota.

Como usted no es un chisgarabís de esos que van dejando el camino sembrado de meras ocurrencias abandonadas a su suerte, también sería inaudito que después de haber alumbrado la doctrina de la «condición contramayoritaria», -según la cual, «desde el punto de vista de la no dominación no debería resultar fácil cambiar las leyes básicas más importantes y habría que exigir más que el mero hecho del apoyo de una mayoría en el Parlamento o incluso entre la población»-, diera una conferencia tan esperada como ésta y liquidara la cuestión de la reforma del Estatuto de Cataluña, rompiendo por primera vez las reglas del juego de la transición, con un bajonazo tan tosco como el incluido en la página 19 del texto de su conferencia.

Usted no es Pepiño Blanco ni el trasunto de ningún otro asalariado de la política. Usted no es un cantamañanas ni un vendedor de peines de esos a los que igual les da decir ocho que ochenta. Usted es el paladín de la «disputabilidad» de los actos del poder y, por lo tanto, no puede presentar el recurso de inconstitucionalidad del PP como una expresión de «agresivo centralismo» y menos aún preguntarse si «alguien piensa que la manera de preservar la unidad de España es recurrir a los tribunales con la esperanza de derogar una medida que ha sido aprobada por los parlamentos catalán y español y apoyada por casi un 75% en un referéndum catalán», sin tan siquiera tener la vergüenza torera de advertir que fue el primer Estatuto rechazado por más del 40% del Congreso de los Diputados y que en esa consulta popular ni siquiera participó el 50% del censo.

Usted es un cráneo privilegiado y el respeto que se debe a sí mismo y a todos cuantos le hemos admirado hasta ahora debería preservarle de ligerezas tales como considerar a España -en base a una mal interpretada cita de Ortega- como la mera suma de unas partes «cuyos términos de incorporación están sometidos a una revisión y enmienda periódicas». Si de verdad le preocupa tanto la «estabilidad de la república», si de verdad es consecuente con su aserto de que «levantar una república inestable, una república de alfeñique, sensible al menor tropiezo de quienes mandan en ella, podría suponer tanto como empedrar el camino hacia el despotismo», usted no puede venir al cabo de los años a decirnos aquí, como al parecer pretende, que «la estabilidad de España no puede ser estática, sino que tiene que ser dinámica por naturaleza».

A menos, claro está, que, como los malos médicos, no esté sino disfrazando bajo la apariencia de receta el simple pronóstico de lo que sucederá, para así poder capitalizar al menos la crisis de toda profecía autocumplida. Ya que usted incluyó en su libro metáforas tan expresivas como la de aquel «anillo de Ciges» que permitía a su poseedor abusar del poder volviéndose invisible, permítame decirle que esa «estabilidad... dinámica por naturaleza» que ahora nos recomienda me recuerda la imagen del puente de Tacoma, cuando en la mañana del 7 de noviembre de 1940 comenzó a moverse levemente impulsado por un suave viento de poco más de 60 kilómetros por hora. Ante el estupor y espanto de los pocos testigos presenciales y de los millones de norteamericanos que pudieron contemplar la película rodada por un aficionado, esas leves oscilaciones laterales fueron adquiriendo paulatinamente mayor amplitud y convirtiéndose en torsiones sobre el propio eje en lugares claves de la estructura del puente, hasta que toda aquella imponente obra de ingeniería civil se desplomó sobre la bahía del estado de Washington, sin que el desastre obedeciera a causa aparente alguna.

La comisión investigadora de lo ocurrido, encabezada por una eminencia en mecánica de fluidos, concluyó que se había producido un efecto de resonancia equivalente al que origina el tenue contacto de la mano del adulto sobre el columpio en movimiento que impulsa a un niño. Las malas decisiones adoptadas durante la construcción del puente, destinadas a abaratar costes, habían permitido que sus pilares fueran lo suficientemente inestables como para esconder, tras su sólida apariencia, el germen de su autodestrucción.

Yo no estoy augurando ni la caída de Babilonia ni el colapso del templo de Jerusalén, pero me siento en la obligación intelectual de advertirle que la improvisada sustitución del bien encaminado proyecto de reforma constitucional, incluido por Zapatero en su programa electoral, por la sucesiva, desordenada y heterogénea modificación de los estatutos de autonomía, no ha sido sino un chapucero proceso de abaratamiento de costes políticos. Con tal de ahorrarse el siempre incómodo precio del consenso con la oposición, su pupilo ha producido no un «efecto arco iris», como usted beatíficamente apunta en su conferencia, sino un inejecutable concierto para instrumentos desafinados cuyos ruidos pueden transformarse un día, amplificando la disonancia de la nota más nimia, en un espantoso clamor maremagno.

Termino ya. Habría necesitado casi tanto espacio como el de su redactada disertación para agotar el temario de cuanto me gustaría conceder y disputar. No discuto su derecho a incluir entre sus conclusiones de la página 23 la de que «la administración de Zapatero ha sido fiel a una visión cívica o republicana del gobierno, estableciendo estándares ejemplares de honestidad, coraje y eficacia», pero mi admiración por su trayectoria como pensador me empuja a advertirle que para poder desembocar en tales ditirambos está primero obligado a argumentar su compatibilidad con todas estas objeciones que cualquier otro observador crítico endosaría. O con la circunstancia -¡oh buen profeta de la no dominación!- de que en una Cataluña gobernada por visires socialistas de Zapatero ningún padre pueda materializar su elemental derecho a educar a sus hijos en la lengua oficial del Estado.

Porque si usted tira finalmente por la calle de en medio y, eludiendo responder a todo esto, se empecina en conducirnos hasta esa prevista apoteosis en la que pretende proclamar que Zapatero «ha convertido a España en un modelo de cómo debe funcionar una democracia avanzada», será inevitable que la primera estructura que se derrumbe sea la de su prestigio académico y que aparezca usted ante nuestros ojos como uno de esos profesores tramposos que tienen decidida ya su nota antes de tan siquiera empezar a leer el examen.

pedroj.ramirez@el-mundo.es

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