When I'm sixty-four

18-06-06


CARTA DEL DIRECTOR

When I'm sixty-four


PEDRO J. RAMIREZ

Cuando en diciembre del 66 Paul McCartney la compuso y escribió como homenaje a su padre, no podía imaginar ni que aquella irónica canción con aires de clarinete y ritmo de music hall se convertiría en el trigémino sentimental de varias generaciones arrastradas por la suya, ni sobre todo que lo que en ella decía fuera a suceder jamás.

Pero a cualquiera en su lugar le hubiera ocurrido lo mismo. Nadie a los 24 años, y menos si cabalga sobre la guitarra eléctrica que le ha convertido ya en uno de los cuatro melenudos más ricos y famosos del mundo, puede de verdad ponerse a pensar en lo que ocurrirá «cuando me haga viejo y se me caiga el pelo», ni siquiera con la salvedad de precisar que eso ocurrirá «dentro de muchos años» y poniendo por delante la más ingenua de las pretensiones: «¿Seguirás enviándome una tarjeta el Día de los Enamorados?».

Sin embargo, cuando precisamente esta mañana del domingo 18 de junio de 2006 no haya podido evitar tararearla ante el espejo -When I get older losing my hair/ many years from now./ Will you still be sending me a Valentine?- el escarabajo de Liverpool transformado en caballero de la Orden del Imperio Británico, asesor del primer ministro y demás zarandajas también entonces inimaginables, se habrá hecho a sí mismo un guiño de resignación y habrá pensado, cual si George Orwell hubiera llegado vivo al 1 de enero de 1984, que todo aquello a lo que se le pone fecha termina por suceder y que cuando sucede, oye, tampoco es para tanto.
(.../...)

Recuerdo el día en que, a las pocas semanas de su aparición, me compré aquel long play del Sargento Peppers, que incluía When I'm Sixty-Four, en la tienda de discos que había en el quiosco de la plaza de mi querida capital de provincia, con la misma intensidad con que lo haría si unos años antes alguien me hubiera llevado de la mano a conocer el hielo. Claro que me entusiasmaban los Beatles, pero encontrar sus últimas canciones enfundadas en un álbum en el que alrededor de sus deslumbrantes uniformes circenses pululaban todos los mitos del siglo XX -desde Kennedy a Marilyn, desde Dylan a Juan XXIII, desde Elvis hasta Lawrence de Arabia-, y encima con la transcripción íntegra de cada letra sobre el esmaltado fondo rojo de la contraportada, era demasiado para un adolescente que ya quería ser periodista y al que sus padres habían regalado la entonces extravagancia de obligarle a aprender algo de inglés.

Seguro que a nadie que forme parte de mi quinta le extrañará que yo aún tardara algún tiempo en enterarme de que, en realidad, entre Kennedy y Marilyn no había existido espacio de separación alguno y que aquella Lucy in the Sky with Diamonds que daba nombre a la segunda canción que tocaba la Banda de los Corazones Solitarios del Sargento Pimienta no era una chica llamada Lucía que volaba por el cielo con un collar de diamantes, sino el acrónimo encriptado de la sustancia capaz de conducirte a los más estupefacientes viajes. La Ley de Prensa, aprobada el año anterior, a los pocos meses de que el ya atómico Fraga se diera aquel baño antirradiactivo en Palomares, no daba en España para tanto.

Pero en todas partes cocían habas porque, cual si 1967 fuera el año de la plaga, casi simultáneamente llegaron al poder Anastasio Somoza en Nicaragua, Nicolae Ceaucescu en Rumanía, el coronel Patakos en Grecia y el general Van Thieu en Vietnam del Sur, mientras el Sha de Persia se hacía coronar emperador, sin duda para demostrar que también entre los tiranos existen rangos y jerarquías. Por estos lares el almirante Carrero sucedía al capitán general Muñoz Grandes como vicepresidente del Gobierno y el príncipe Juan Carlos seguía haciendo méritos y soportando humillaciones para que Franco le designara sucesor, lo que me ha impulsado el otro día a preguntar al ministro Alonso si su pretensión de retirar de la Academia Militar de Zaragoza la estatua del que fue su fundador no debería de llevar aparejada también la poda de cualquier imagen del actual jefe del Estado anterior al 78.

Me ha parecido tan buena idea designar a este 2006 como año de la memoria histórica que estamos decididos a contribuir a recordarlo todo y, lo que es aún más importante, a meter la alarma en el cuerpo de los actuales gobernantes advirtiéndoles que un día todo será recordado. Encaramado aún al otro extremo del capicúa, bien conservado y pletórico de ilusiones a los 46, el presidente Zapatero debería reparar en que si hoy es McCartney el que alcanza esa edad que él mismo mitificó, hace apenas tres meses fue un enfurruñado Felipe González quien pasó por el aro de los 64.

Seguro que cuando dentro de otros 18 años, después de que la derecha haya vuelto a recuperar y perder el poder, tengamos un nuevo primer ministro socialista, será Zapatero, también prejubilado, quien farfullará cosas con tan mala uva como la que hasta el momento es sin duda la frase del año -«Hay que apoyar al Gobierno contra el terrorismo, incluso cuando se equivoca»-, pero no es baladí preguntarnos con Carlos Marx si esta vez la Historia se repetirá livianamente como farsa o gravemente como tragedia.

No seré yo quien haga un juicio exculpatorio del felipismo. ¡Menudas equivocaciones las suyas! Se vulneraron todos los límites morales y legales, se persiguió con saña y vileza al discrepante y, hasta que la información triunfó sobre el encubrimiento, se pretendió imponer como verdad oficial una sarta de sucias y sangrientas mentiras. El ex presidente a quien el Tribunal Supremo no quiso aplicar la Ley de Enjuiciamiento Criminal para no cubrirle de estigmas siempre llevará todo eso a sus espaldas. Pero al mismo tiempo nadie podrá dejar de reconocer que, al cabo de 13 años en el poder, devolvió una España intacta en su integridad territorial, plenamente incorporada a Europa y en condiciones de volver a ser próspera a nada que se continuara enderezando la nefasta política económica de Chiquito de Tafalla. Una vez que las urnas y los tribunales cumplieron su cometido, quedó claro que, salvo la inquietante erosión del principio de separación de poderes, el primer paso de la izquierda por el gobierno del Estado tras la Segunda República no legaba ninguna tara irreversible y sí un país razonablemente cohesionado y lanzado hacia la modernidad.

Me parece altamente improbable que, duren lo que duren, los años de Zapatero dejen una secuela equivalente de escándalos con resonancia penal, pero temo con creciente intensidad que, cuando le toque entregar el testigo a su sucesor, tampoco será capaz de presentar la España unida que cambió de manos en el 96 en aceptable estado de revista y que a él mismo le fue transmitida, recrecida y mejorada, en el 2004 bajo el síndrome del 11-M.

Soy consciente de que la jornada de hoy no pasará a nuestros anales como el día en que Paul McCartney cumplió los sixty-four, sino como la fecha del referéndum sobre el segundo Estatuto catalán de la democracia. Por eso mismo conviene preguntarnos cuál será el veredicto del paso del tiempo sobre este malhadado texto que quedará aprobado así que pasen unas horas, en ese terreno de nadie que media entre la abulia y el desafío.

«¿Se sentirá responsable si dentro de diez años Cataluña inicia un proceso de ruptura con el Estado?», le pregunté hace dos meses y un día al presidente del Gobierno. Zapatero me respondió con un contundente pronóstico: «Dentro de diez años España será más fuerte, Cataluña estará más integrada y usted y yo lo viviremos».

Por desgracia nada de lo que ha sucedido en tan breve lapso de tiempo parece corroborar tal optimismo. Es un hecho que el Estatuto se va a aprobar con mucho menor nivel de apoyo, tanto en Cataluña como en el resto de España, del que tuvo el texto al que sustituye. Es un hecho que el no de Esquerra Republicana pulveriza cualquier expectativa de estabilidad de la norma, no sólo por su propia presión para rebasarla sino por el efecto reflejo que ya está teniendo en Convergència i Unió, lo que garantiza que las muy inmediatas elecciones autonómicas volverán a ser una subasta en la que se competirá a ver quién exige más, dentro y fuera del nuevo tiesto. Y es un hecho que la falta de identificación popular con su contenido ha empujado a sus promotores a tirar por la calle de en medio del maniqueísmo y la demonización del PP, tocando a rebato contra el «enemigo de toda Cataluña», aun a costa de engendrar una grave espiral de violencia de inspiración política, hasta ahora desconocida fuera del País Vasco.

Al margen de que esta crisis haya servido para demostrar que mientras el ofuscado Maragall es mucho mejor persona que político, el atravesado Montilla todavía resulta peor persona que político, es Zapatero quien debería haberla abortado de raíz, haciendo caso a quienes le aconsejaron que desautorizara e impidiera la siembra de las vallas y carteles del PSC que implicaban poner al PP en la diana de los grupos radicales. Conste que estoy absolutamente en contra de la cada vez menos encubierta incitación a organizar la autodefensa que estos días circula en los ámbitos de influencia conservadora. Ya sólo nos faltaba tener que crear las falanges liberales para dar la batalla callejera a los maulets separatistas. Si es por ahí por donde van los tiros -a este paso terminará habiéndolos- que paren el tranvía, que yo me apeo.

Pocas veces ha estado en cambio tan justificada una interpelación parlamentaria como la que van a plantear Rajoy y Zaplana al Gobierno en la próxima sesión de control. ¿Estamos, señor presidente, en un proceso en el que a la oposición no sólo se la expulsa del consenso constitucional sino que también se la empuja a los pies de los leones del extremismo más agresivamente organizado sin que el paraguas de la seguridad del Estado garantice la protección de su actividad política? La Segunda República perdió el pie porque no fue capaz de garantizar ni el orden público ni la vida y hacienda de las personas. Por fortuna estamos aún muy lejos de todo eso, pero no es por otra razón por la que acabo de subrayar que hay determinados caminos que siempre se bifurcan entre la farsa y la tragedia.

En todo caso, puestos a pedir comparecencias, yo propongo interpelar también ante el foro de la opinión pública que tan saludablemente se ocupa a menudo de lo que hacemos y decimos los responsables de los propios medios de comunicación, a dos personas a quienes admiro y respeto. Me refiero a Javier Godó y José Manuel Lara, patrocinadores en todas sus fases de este calamitoso texto que entrará en vigor la próxima semana y arquetipos de esa clase dirigente catalana que da la impresión de tender a relativizar el entorno en el que se desarrolla su actividad, con tal de que la remuneración del esfuerzo empresarial le parezca justa y adecuada.

Cuando leí hace unas semanas las declaraciones en las que el propietario y editor de La Vanguardia decía que estaba «hasta el gorro del Estatut» y se declaraba heredero de «la tradición de lo que ha sido mi familia», al demostrar su capacidad de «amoldarse» para estar a bien con «el Gobierno de turno», yo traté de imaginar lo que hubiera significado que alguien con su nivel de responsabilidad hubiera dicho eso mismo de la Constitución Española en diciembre del 78 y recordé con nitidez lo bien amoldados que, en efecto, estaban su padre, el segundo conde de Godó, y él mismo cuando en las postrimerías del franquismo me concedieron una grata e interesante entrevista para una revista ilustrada en su sede de la calle de Pelayo.

¿Propondrá algún miembro del Gobierno, en este año de la memoria histórica, la eliminación de los espacios públicos de toda efigie de aquellos empresarios de cualquier sector que notoriamente colaboraron con la dictadura, e incluso el boicot de los ámbitos privados en los que se honre su recuerdo, o se rendirán al fin a la evidencia de que, por acción u omisión, activa o pasivamente, todos fuimos parte del franquismo en la medida de nuestra edad, sólo que unos, los mismos de siempre, se amoldaron mejor que otros?

Seguro que José Manuel Lara, tanto tiempo a la sombra de un titán, entiende lo que quiero decir. Ni siquiera su padre, ejemplar editor de rojos y azules, habría alcanzado el virtuosismo de impulsar como líder social el nuevo Estatuto y atacarlo simultáneamente desde La Razón por su disparatada desmesura y desde el Avui por su raquítica insuficiencia. Y luego nos asombramos de que Polanco venda banderas españolas cada vez que marca la selección...

Por lo menos del presidente de Prisa nadie podrá decir que se amoldó al aznarismo aunque, para su desgracia, Aznar terminara amoldándose a él. Lo verdaderamente notorio es que quienes hace dos años decían sentirse tan cómodos con la vigente concepción constitucional de la unidad de España, ahora tilden de «tremendista» a Rajoy con los mayores titulares de portada, a sabiendas de que están echando leña al fuego del linchamiento de los genuinos y más bien moderados representantes de un 40% de españoles. Por decirlo en sus propios términos: ¡Qué mal negocio está haciendo Cataluña!

Aunque todas las comparaciones con los nazis me parecen siempre exageradas, no puedo negar que la condescendencia de Zapatero y estos compañeros de viaje tan complacientes con el radicalizado nacionalismo catalán y vasco recuerda el engreimiento con el que Franz von Papen, Alfred Hugenburg, el hijo de Hindenburg y otros prohombres de la derecha alemana tranquilizaban a quienes se sentían incómodos con tan embarazosos aliados: «No os preocupéis, que los hemos alquilado».

Mucho me temo que, si hubiera que fiarse de ese cálculo arrogante, del Estado actual no quedarían en diez años ni las raspas. De ahí lo tranquilizador que resulta que ETA haya decidido declararle la guerra a Robespierre con dos siglos de retraso. Si de verdad pretende vérselas tiesas con la escuela republicana, la indivisibilité de la France y el espíritu jacobino, estamos salvados. Rajoy puede ser una vez más flexible y devolver su apoyo a Zapatero a cambio de que, además de aparcar sine die la reunión de la discordia con Batasuna, el presidente se comprometa a ir en todo lo que afecte a la soberanía al mismo ritmo que los franceses.

Entre tanto, que Arnaldo y Pernando se vayan leyendo lo que les pasó a los girondinos -tanto a los guillotinados como a los fugitivos devorados en el monte por las alimañas- y lo que ocurrió en lugares como Nantes, Burdeos o Lyon que, hablando de la represión de las señas de identidad, se quedaron hasta sin nombre con el que purgar sus pecados federalistas. Seguro que se les quitan las ganas de volver a escribir al Quai d'Orsay... al menos durante otros diez años.

(Y es en este momento cuando el fatigado lector interrumpe tanto abuso: «Oiga, por curiosidad, ¿por qué ha cogido usted esa perra hoy con el 2016?». Diantre: porque entonces seré yo -el chaval que compró aquel disco durante la oprobiosa- quien cumplirá los sixty-four).

pedroj.ramirez@el-mundo.es

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