Están entre nosotros
17-02-07
A SANGRE FRIA
Están entre nosotros
David Gistau
A SANGRE FRIA
Están entre nosotros
David Gistau
Ese habitáculo en el que por momentos se propaga una chispa de jarana encendida por algunos acusados que se comportan como si estuvieran en el autobús de una despedida de soltero, indiferentes al rigor de su destino y a cualquier escándalo de la conciencia. Ese habitáculo en el cual Rafá Zouhier rotula mensajes merengosos que son como un S.O.S. arrojado al mar dentro de una botella. El cristal no era lo único que establecía una distancia terapéutica entre nosotros y ellos. También lo hacía el idioma. Ese árabe hirsuto, áspero como si cada palabra se despegara de un velcro, que evoca los «desiertos lejanos» y los vídeos montaraces de Al Qaeda, con el atrezo de un AK-47.
(.../...)
Como antes ocurrió con 'El Egipcio', la traducción simultánea nos hizo ajenos a Yusef Belhadj, el que impresionaba a sus sobrinos con hazañas afganas que acaso debían servir como modelo de iniciación, y a Hasan Haski, éste tan tenso durante el interrogatorio sin respuestas de la fiscal Olga Sánchez que para encauzar la cólera jugaba con la batería del traductor como con una PSP. Pudo haber desautorizado el concepto de yihad: eso habría convenido a la imagen calculada de hombre sencillo y familiar cuyo único paraíso anhelado no es el de las huríes, sino el de un permiso de trabajo y un coche en el garaje. Pero no lo hizo, y si ahora el abogado defensor le pregunta por qué le picó cuando le ayudaba a cruzar el río, podrá responderle lo mismo que el escorpión a la rana: «Es mi naturaleza». Es mi credo.
El idioma y la catadura lombrosiana nos hicieron lejanos a Belhadj y Haski. Pero Jamal Zougam, uno de los presuntos autores materiales que metieron la mano en un barril de sangre, que rozaron y miraron sin compadecerse a los que iban a morir reventados, se nos hizo cercano hasta el asco con un castellano algo chulapón y sobrado como el que se aprende en el barrio de Lavapiés que lo mismo le sirvió para ponerse altanero que para urdir tramas que le vincularían con el CNI. Es posible imaginarle hasta un banderín del Atleti en el locutorio, a éste que era de los nuestros por adopción y que en la mañana del 11-M debió de ser el único madrileño que al subirse al coche para ir al curro circuló con fluidez a través de un barrio colapsado por el martirio, sin reparar siquiera en que sus habitantes no buscaban dónde aparcar, sino que se subían la manga para dar su sangre: tremenda capacidad de abstracción.
Si en verdad, como dicen cuatro testigos, Zougam depositó en los trenes una de las mochilas mortíferas, resultaría que él encarna la perfección de los durmientes, de los que están entre nosotros y no en los vídeos del AK-47, integrados en apariencia hasta en el cafelito de media mañana, pero a la espera de que un correo electrónico o un susurro en la mezquita dé la orden. No siempre la convivencia y la prosperidad del negociete rebajan la tentación letal de los iluminados. A veces ocurre que la cercanía no hace sino alimentar aún más el deseo de «castigar a los incrédulos». En su propio barrio, y después de repararles los teléfonos.
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Como antes ocurrió con 'El Egipcio', la traducción simultánea nos hizo ajenos a Yusef Belhadj, el que impresionaba a sus sobrinos con hazañas afganas que acaso debían servir como modelo de iniciación, y a Hasan Haski, éste tan tenso durante el interrogatorio sin respuestas de la fiscal Olga Sánchez que para encauzar la cólera jugaba con la batería del traductor como con una PSP. Pudo haber desautorizado el concepto de yihad: eso habría convenido a la imagen calculada de hombre sencillo y familiar cuyo único paraíso anhelado no es el de las huríes, sino el de un permiso de trabajo y un coche en el garaje. Pero no lo hizo, y si ahora el abogado defensor le pregunta por qué le picó cuando le ayudaba a cruzar el río, podrá responderle lo mismo que el escorpión a la rana: «Es mi naturaleza». Es mi credo.
El idioma y la catadura lombrosiana nos hicieron lejanos a Belhadj y Haski. Pero Jamal Zougam, uno de los presuntos autores materiales que metieron la mano en un barril de sangre, que rozaron y miraron sin compadecerse a los que iban a morir reventados, se nos hizo cercano hasta el asco con un castellano algo chulapón y sobrado como el que se aprende en el barrio de Lavapiés que lo mismo le sirvió para ponerse altanero que para urdir tramas que le vincularían con el CNI. Es posible imaginarle hasta un banderín del Atleti en el locutorio, a éste que era de los nuestros por adopción y que en la mañana del 11-M debió de ser el único madrileño que al subirse al coche para ir al curro circuló con fluidez a través de un barrio colapsado por el martirio, sin reparar siquiera en que sus habitantes no buscaban dónde aparcar, sino que se subían la manga para dar su sangre: tremenda capacidad de abstracción.
Si en verdad, como dicen cuatro testigos, Zougam depositó en los trenes una de las mochilas mortíferas, resultaría que él encarna la perfección de los durmientes, de los que están entre nosotros y no en los vídeos del AK-47, integrados en apariencia hasta en el cafelito de media mañana, pero a la espera de que un correo electrónico o un susurro en la mezquita dé la orden. No siempre la convivencia y la prosperidad del negociete rebajan la tentación letal de los iluminados. A veces ocurre que la cercanía no hace sino alimentar aún más el deseo de «castigar a los incrédulos». En su propio barrio, y después de repararles los teléfonos.
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