Un tipo modesto
16-02-07
A SANGRE FRIA
Un tipo modesto
David Gistau
A SANGRE FRIA
Un tipo modesto
David Gistau
Más allá del perímetro policial, había corredores en chándal y paseantes con perro. El simulacro de una mañana cualquiera en la Casa de Campo, rota por el zumbido del helicóptero y por el trasiego de los furgones celulares que aún preservaban el misterio de los rostros. Sobre todo, rota por la procesión de los dolientes. Las víctimas caminaban como si desde la avenida de Portugal hasta la puerta del búnquer de ladrillo hubieran de atravesar como funambulistas un fino alambre anímico: los psicólogos, los botiquines, eran la red tendida para amortiguar el golpe de los que fueran cayendo. Dentro, a los 29 de la infamia, Pilar Manjón los recibió a portagayola, con una mirada que acaso sea la más viva de las que le quedan y que intentaba decir lo que James Stewart en un Western: «Cada vez que te des la vuelta, ahí estaré yo, persiguiéndote». Una mota de polvo que se agranda.
Oscar Wilde decía que él sólo necesitaba un público.
(.../...)
En la medida en que también puedan tenerlo y necesitarlo los autores de una masacre celebrada en la rapsodia de su ambiente, resulta que Rabei Osman El Sayed, El Egipcio, decepcionó al suyo. No le pudo el ego, como en esas conversaciones telefónicas intervenidas por la policía italiana en las que se ufanaba del atentado como si hubiera dejado impresa la primera huella en la Luna. Tampoco se comportó como los etarras que patean el cristal del habitáculo, cargados de orgullo de ser y entregados a su público.
Hubo de reparar mediante un receso de cinco minutos, una descoordinación con su abogado defensor. Pero, cuando por fin se avino a responder a sus preguntas, fue para retratarse, metido en su abrigo que le quedaba grande e impostando cortesías y respetos, como un paria cualquiera de los que descubren en las luces de costa europeas una oportunidad de mejorar. Como un náufrago social, piadoso, negado a cualquier habilidad, incapaz incluso de enviar sin ayuda un correo electrónico -no digamos, entonces, de aportar conocimientos sobre explosivos a un plan criminal-, que habría malvivido en las calles amparándose en la caridad. Se puso a condenar las acciones de la yihad, 11-M y 11-S incluidos, y si le dejan habría condenado incluso la toma de Jerusalén por Saladino antes de desear la paz mundial igual que una reina de la belleza.
Por más que El Egipcio se pretendiera incapaz hasta de colarse en el Metro, sobre esa silla estaba sentado el presunto organizador del más cruel atentado de nuestra Historia. Que según las escuchas, por cierto, habría sido tramado dos años y medio antes del 11-M: antes, por tanto, de esa fotografía en Azores que tanto ha servido como coartada y como justificante. Al observarle, uno se preguntaba por qué El Egipcio no es para la sociedad española lo mismo que Bin Laden para la estadounidense: un rostro en un cartel de Wanted. Por qué los corredores en chándal y los paseantes con perro vivían una mañana cualquiera llena de desdén por el asesino, y eso si es que les suena.
Ocurre que todo el odio alentado por aquella jornada terrible se volcó en Aznar: contra él tuvo lugar la catarsis colectiva. Aliviada así la ira, cabe preguntarse si a alguien le importa todavía si El Egipcio es algo más que un vendedor de bolsos que tenía discusiones con su mujer y problemas para llegar a fin de mes. Gente de la que viajaba en los trenes.
Oscar Wilde decía que él sólo necesitaba un público.
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En la medida en que también puedan tenerlo y necesitarlo los autores de una masacre celebrada en la rapsodia de su ambiente, resulta que Rabei Osman El Sayed, El Egipcio, decepcionó al suyo. No le pudo el ego, como en esas conversaciones telefónicas intervenidas por la policía italiana en las que se ufanaba del atentado como si hubiera dejado impresa la primera huella en la Luna. Tampoco se comportó como los etarras que patean el cristal del habitáculo, cargados de orgullo de ser y entregados a su público.
Hubo de reparar mediante un receso de cinco minutos, una descoordinación con su abogado defensor. Pero, cuando por fin se avino a responder a sus preguntas, fue para retratarse, metido en su abrigo que le quedaba grande e impostando cortesías y respetos, como un paria cualquiera de los que descubren en las luces de costa europeas una oportunidad de mejorar. Como un náufrago social, piadoso, negado a cualquier habilidad, incapaz incluso de enviar sin ayuda un correo electrónico -no digamos, entonces, de aportar conocimientos sobre explosivos a un plan criminal-, que habría malvivido en las calles amparándose en la caridad. Se puso a condenar las acciones de la yihad, 11-M y 11-S incluidos, y si le dejan habría condenado incluso la toma de Jerusalén por Saladino antes de desear la paz mundial igual que una reina de la belleza.
Por más que El Egipcio se pretendiera incapaz hasta de colarse en el Metro, sobre esa silla estaba sentado el presunto organizador del más cruel atentado de nuestra Historia. Que según las escuchas, por cierto, habría sido tramado dos años y medio antes del 11-M: antes, por tanto, de esa fotografía en Azores que tanto ha servido como coartada y como justificante. Al observarle, uno se preguntaba por qué El Egipcio no es para la sociedad española lo mismo que Bin Laden para la estadounidense: un rostro en un cartel de Wanted. Por qué los corredores en chándal y los paseantes con perro vivían una mañana cualquiera llena de desdén por el asesino, y eso si es que les suena.
Ocurre que todo el odio alentado por aquella jornada terrible se volcó en Aznar: contra él tuvo lugar la catarsis colectiva. Aliviada así la ira, cabe preguntarse si a alguien le importa todavía si El Egipcio es algo más que un vendedor de bolsos que tenía discusiones con su mujer y problemas para llegar a fin de mes. Gente de la que viajaba en los trenes.
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