Operación camuflaje
21-02-07
PREGUERIAS
Operación camuflaje
VICTORIA PREGO
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Operación camuflaje
VICTORIA PREGO
En la dirección de este sangriento crimen masivo puede que no los hubiera más fanáticos, pero lo que ya ha quedado claro es que los había mucho más listos que el considerado oficialmente como autor intelectual de la matanza. Entre el jueves pasado, en que pudimos ver y escuchar a Rabei Osman, 'El Egipcio', y el día de ayer, en que se produjo la actuación estelar del estudiante de ingeniería Fouad Morabit, hubo un abismo. El estudiante es muchísimo más inteligente, más agudo, más rápido, más entero y, puestos a ello, sería más líder que el egipcio detenido en Italia. No hay duda.
(.../...)
Pero ésta fue la conclusión final. No la única, claro, pero sí una de las más evidentes. En una jornada agotadora por la reiteración de las preguntas formuladas por los letrados de las acusaciones y de las defensas, vivimos la primera sorpresa del día nada más comenzar la sesión porque el hombre que se sentó en la silla de los acusados parecía talmente un ejecutivo de cualquier multinacional de la informática. Perfecto traje de corte occidental, modales del lado de acá de la Alianza de Civilizaciones y corbata de seda amarilla, como de pijo madrileño. Un impacto esa imagen, porque aquel señor era nada menos que el casero del piso-pensión-guarida de la calle Virgen del Coro de Madrid por el que pasó en su momento lo más granado de la banda de terroristas que perpetró los crímenes del 11-M, incluido uno de los suicidas de Leganés, que fue inquilino regular de aquel habitáculo. Tan occidental resultó el sirio Mohamed Almallah en sus maneras que hasta puso de vuelta y media a su ex mujer, que parece que ha testificado contra él en este proceso, de la que dijo eso tan clásico de «me quiere hundir, es una prostituta, se ha aprovechado de mí». Pero es que, a pesar de que sus explicaciones fueron relativamente precisas y bien formuladas, resultaron demasiadas veces increíbles y, en ocasiones importantes, contradictorias. El tribunal determinará.
Fue después cuando entró a declarar el sujeto más brillante que ha comparecido en la sala hasta este momento. Contestó con energía, introdujo matices del tipo «Rifaad era más que un conocido pero menos que un amigo» y lanzó al final un mitin en reclamación de un europeísmo garantista que produjo auténtico estupor en la sala. Un camuflaje perfecto si no fuera por lo imposible que resulta explicar y creer cosas tales como que un joven, hijo de un notario marroquí, que estudia primero ingeniería aeronáutica y luego lo deja para iniciar ingeniería electrónica, un señor políglota al que sus padres financian con largueza los gastos de estudios y estancia en España, deje su carrera, se meta a albañil ocasional y vaya a alojarse en un cuartucho del agujero de la calle Virgen del Coro -cuyas ventanas de la planta baja estaban tapadas con papel de periódico- para ir a relacionarse con gentes de nula formación y escasa actividad laboral. Lo que sucede es que ésta, que no es ni mucho menos decisiva, fue la duda más clara que destiló su declaración porque, del resto de preguntas y respuestas escuchadas, no apareció ningún signo llamativo ni escandaloso que dejara en evidencia su auténtico papel en el atentado. Quizá haya pruebas sólidas que lo incriminen, pero eso ayer no se vio.
La intervención cansina y espesa del último de los comparecientes, el marroquí Otman Gnaoui, fue un desastre. Si no fuera porque estamos hablando de una tragedia espantosa, habría que reconocer que sus idas y venidas en torno al «clavo» [pistola] que 'El Chino' -uno de los asesinos que se suicidaron en Leganés- le había pedido, estuvieron a la altura de aquel magistral episodio de la empanadilla de Encanna, de Martes y Trece. Fue incapaz de dar una explicación coordinada, no digamos ya solvente, sobre sus estancias en la casa de Morata de Tajuña o sobre su participación en la caravana de coches que vinieron de Asturias cargados de explosivos el mismo día en que una segunda caravana de la muerte, ésta de ETA, se dirigía también a Madrid. Se escabulló con extraordinaria torpeza y sus murmullos se estrellaron contra el silencio de la sala y quedaron ahí desnudos, flotando en el aire. En el aire y en las muchas pantallas de plasma que cuelgan de las paredes del recinto, que demostraban, una y otra vez, que había vuelto a mentir. Éste, como los dos anteriores, quiso pegarse al terreno. Pero carecía de capacidad para confundir ni al más lego.
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Pero ésta fue la conclusión final. No la única, claro, pero sí una de las más evidentes. En una jornada agotadora por la reiteración de las preguntas formuladas por los letrados de las acusaciones y de las defensas, vivimos la primera sorpresa del día nada más comenzar la sesión porque el hombre que se sentó en la silla de los acusados parecía talmente un ejecutivo de cualquier multinacional de la informática. Perfecto traje de corte occidental, modales del lado de acá de la Alianza de Civilizaciones y corbata de seda amarilla, como de pijo madrileño. Un impacto esa imagen, porque aquel señor era nada menos que el casero del piso-pensión-guarida de la calle Virgen del Coro de Madrid por el que pasó en su momento lo más granado de la banda de terroristas que perpetró los crímenes del 11-M, incluido uno de los suicidas de Leganés, que fue inquilino regular de aquel habitáculo. Tan occidental resultó el sirio Mohamed Almallah en sus maneras que hasta puso de vuelta y media a su ex mujer, que parece que ha testificado contra él en este proceso, de la que dijo eso tan clásico de «me quiere hundir, es una prostituta, se ha aprovechado de mí». Pero es que, a pesar de que sus explicaciones fueron relativamente precisas y bien formuladas, resultaron demasiadas veces increíbles y, en ocasiones importantes, contradictorias. El tribunal determinará.
Fue después cuando entró a declarar el sujeto más brillante que ha comparecido en la sala hasta este momento. Contestó con energía, introdujo matices del tipo «Rifaad era más que un conocido pero menos que un amigo» y lanzó al final un mitin en reclamación de un europeísmo garantista que produjo auténtico estupor en la sala. Un camuflaje perfecto si no fuera por lo imposible que resulta explicar y creer cosas tales como que un joven, hijo de un notario marroquí, que estudia primero ingeniería aeronáutica y luego lo deja para iniciar ingeniería electrónica, un señor políglota al que sus padres financian con largueza los gastos de estudios y estancia en España, deje su carrera, se meta a albañil ocasional y vaya a alojarse en un cuartucho del agujero de la calle Virgen del Coro -cuyas ventanas de la planta baja estaban tapadas con papel de periódico- para ir a relacionarse con gentes de nula formación y escasa actividad laboral. Lo que sucede es que ésta, que no es ni mucho menos decisiva, fue la duda más clara que destiló su declaración porque, del resto de preguntas y respuestas escuchadas, no apareció ningún signo llamativo ni escandaloso que dejara en evidencia su auténtico papel en el atentado. Quizá haya pruebas sólidas que lo incriminen, pero eso ayer no se vio.
La intervención cansina y espesa del último de los comparecientes, el marroquí Otman Gnaoui, fue un desastre. Si no fuera porque estamos hablando de una tragedia espantosa, habría que reconocer que sus idas y venidas en torno al «clavo» [pistola] que 'El Chino' -uno de los asesinos que se suicidaron en Leganés- le había pedido, estuvieron a la altura de aquel magistral episodio de la empanadilla de Encanna, de Martes y Trece. Fue incapaz de dar una explicación coordinada, no digamos ya solvente, sobre sus estancias en la casa de Morata de Tajuña o sobre su participación en la caravana de coches que vinieron de Asturias cargados de explosivos el mismo día en que una segunda caravana de la muerte, ésta de ETA, se dirigía también a Madrid. Se escabulló con extraordinaria torpeza y sus murmullos se estrellaron contra el silencio de la sala y quedaron ahí desnudos, flotando en el aire. En el aire y en las muchas pantallas de plasma que cuelgan de las paredes del recinto, que demostraban, una y otra vez, que había vuelto a mentir. Éste, como los dos anteriores, quiso pegarse al terreno. Pero carecía de capacidad para confundir ni al más lego.
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