La chica del gángster

11-04-07



A SANGRE FRIA

La chica del gángster


DAVID GISTAU

Si 'El Chino' ingresará como monstruo en la memoria de Madrid, entonces Rosa vendría a ser como la niña ciega de Mary Shelley que intimaba con Frankenstein junto al estanque, porque no podía verle como en realidad era.


Sólo cuando reconoció en el vídeo de Leganés las manos «delicadas, sin un solo callo, manos de no haber pegado un palo en toda su vida», Rosa comprendió que el atentado por el que ella misma salió a manifestarse el día 12 lo había cometido ese hombre «feísimo», luego padre de su hijo, del cual estaba enamorada desde que en 1992 la socorrió en un banco cuando lloraba, triste, solitaria y narcótica, y le aguantó con paciencia los desplantes y las distancias hasta que al final se le entregó.

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Por un lado, la historia de amor, salpicada de separaciones carcelarias, de ausencias y de conspiraciones susurradas al teléfono. También de visitas al tutor en el colegio, de navidades en familia y de proyectos tan ajenos a una vocación mártir como excavar una piscina en la casa de Morata.

Por otro lado, el relato del suicidio colectivo en el piso de Leganés rememorado por un puñado de geos de los que Sábato habría dicho que tienen «el rostro tallado a cuchillo» y que, después de la explosión que pilló a 14 hombres apelmazados en apenas tres metros cuadrados y que les dejó «estampaos», quedaron tan dañados que hubo que otorgarles el reposo de una jubilación o de un destino menos feroz. Qué dos visiones de El Chino tan distintas. La de Rosa, ciega ante el monstruo aun cuando atendió una última llamada en la que se oían sollozos y cánticos yihadistas. Y la de los geos a los que dispararon y mentaron a la madre y desafiaron -«Entrad, mamones»- antes de desatar un infierno que acabó con Torronteras y con la carrera y el esplendor físico de algunos de los supervivientes. Esos geos, que cumplieron, desde luego, no merecían que algunos abogados intentaran acosarles para desmontar el prestigio de su actuación con argumentos tan peregrinos como relacionar la explosión con la carga de menos de 100 gramos que fue detonada para volar la puerta con el equipo puesto a salvo en el exterior del edificio.

Desde el banco en el que comenzó el romance hasta la explosión de Leganés media un tiempo durante el cual Rosa asistió a la transformación de El Chino. Le estaba esperando cuando, en julio de 2003, regresó de esa estancia en una prisión marroquí que convirtió al camello de barrio en un yihadista potencial. A partir de entonces, El Chino ya no le admitía la ropa de antes, ni la besaba en la calle, ni aprobaba que su hijo fuera educado al margen de la mezquita, ni le explicaba quiénes eran esos «chicos» que rezaban y llevaban una vida hermética en Morata, ni le aliviaba las presiones de 'El Tunecino', a quien una novia como Rosa se le antojaba intolerable para el canon islámico impuesto al grupo. El mismo día del atentado, Rosa recibió una llamada de El Chino en la que le anunciaba que huía a Francia. Acaso entonces cobrara sentido para ella esas advertencias de que España merecía un castigo por no haberse levantado «con metralletas» por la invasión de Irak. Para terminar de descubrir al monstruo, la niña ciega aún necesitó una última llamada de despedida y, sobre todo, identificar las manos delicadas en un vídeo protagonizado por los asesinos contra los que ella misma había salido a manifestarse ignorando que en la memoria trágica de Madrid iba a ingresar el padre de su hijo.

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