ESTAN VIVOS PERO ETA LOS ANIQUILO

25-06-06



GUARDIAS CIVILES / «DEJARNOS MATAR IBA EN EL SUELDO»

ESTAN VIVOS PERO ETA LOS ANIQUILO


ESTOS 24 HOMBRES de la foto son guardias civiles que sobrevivieron a dos coches bomba hace 20 años. Por primera vez, se reúnen y permiten que un periodista asista a lo que parece una terapia psicológica en voz alta. Menos uno, todos llevan en sus bolsillos pastillas para combatir secuelas de los atentados. Uno cree que vio a Lucifer, otro sueña que no tiene rostro. Testimonios escalofriantes


ANIBAL MALVAR

Muchos de ellos no se veían desde hace 20 años. Las mesas se han montado como para una boda, pero corre menos vino. La medicación está contraindicada con el alcohol. Veinticinco guardias civiles, víctimas de dos atentados que ETA perpetró en Madrid a mediados de los 80, se reunieron el sábado 17 de junio en un restaurante madrileño. Cuarenta fueron los guardias civiles heridos por los coches-bomba del 9 de septiembre de 1985 en la plaza de República Argentina y el 14 de julio de 1986 en la plaza de República Dominicana.Doce uniformados fallecieron.
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Veinte años más tarde ninguno de ellos lo ha superado. Ni física ni psicológicamente. En los bolsillos de todos ellos -miento: uno, sólo uno, asegura que su única medicina es el deporte- brincan las pastillas coloreadas de orfidal, prozac, ludiomil, tryptizol, alción, rohipnol... A pesar de lo festivo de la reunión, muchas caras se ven cansadas, envejecidas por lustros de miedo y pesadillas.J.C. ya no patrulla en moto las carreteras. En 2001, por fin, lo jubilaron: : «A veces no me atrevía a parar un vehículo infractor porque pensaba que eran ellos, que volvían a por mí para rematarme.El psicólogo me explica: "No van a ir a por ti, quítate esa idea de la cabeza". Pero no puedes. Cuando duermes, cuando el cerebro se relaja...».

J.C. apenas recuerda nada del atentado. «Sé que salí disparado por el pasillo. Cuando me levanté, no veía ni oía nada. Me eché la mano a la cara y tenía trozos de carne de mi compañero Jesús Jiménez Jimeno. Él murió en el acto. Salí del autobús como pude, pistola en mano, convencido de que los etarras estaban esperando fuera para ejecutar a los supervivientes».

El 14 de julio de 1986 a las ocho de la mañana un autobús, un microbús y un Land Rover de la Guardia Civil atravesaban la calle madrileña de Príncipe de Vergara -como cada día desde hacía 10- para salir hacia la carretera de Burgos. Su destino era Venta de la Rubia, donde los 70 agentes que viajaban en el convoy, con una media de edad de 23 años, realizaban cada mañana prácticas de moto para incorporarse a la agrupación de tráfico. En la plaza de República Dominicana esperaba una furgoneta Sava -con matrícula de Ciudad Real y comprada en el Rastro- que contenía 50 kilos de goma-2 y gran cantidad de metralla.

Los terroristas activaron el detonador a distancia y no acertaron de lleno. La explosión levantó la trasera del autobús. Ocho agentes murieron en el acto y 32 personas resultaron heridas, entre ellos seis civiles.

Nadie le ofreció a J.C. tratamiento psicológico en la Guardia Civil tras sobrevivir a la barbarie. Aunque él tuvo suerte. Por alguna razón, eludió el premio que los mandos de la Benemérita otorgaron a otras de las víctimas de República Dominicana: un año de servicio obligatorio en Euskadi. Él sirvió primero en Teruel y después completó su carrera en la localidad andaluza donde sigue residiendo tras su jubilación en 2001: «No des más datos. Me da miedo ver mi nombre en el periódico».

J.C. ni siquiera identificaba sus miedos, sus ataques de ansiedad, su aislamiento irracional o sus pesadillas recurrentes como secuelas del atentado. Además del pánico en la carretera, sufría pérdida de memoria, trastornos de sueño y misantropía. A veces, haciendo la patrulla, tenía que detener la moto y sentarse en el arcén, con las manos cubriendo la cara. «Vaya imagen daba a los conductores», recapacita.

En su casa, en cualquier sitio, de vez en cuando, sufre ataques de terror y no puede relacionarse con nadie. Ni con su mujer ni con sus hijos. Se encierra en una habitación y llora cuando sufre estos accesos de misantropía. Él creía que era un bicho raro y no decía nada a nadie para no perder su trabajo. Hasta que 12 años después de los sucesos se convocó el juicio y conoció al etarra José Ignacio de Juana Chaos, detenido en 1987 en Francia.Sólo entonces, pagándolo de su bolsillo, comenzó el tratamiento psicológico. No ha conseguido mitigar del todo sus padecimientos: «Yo voy a estar en este estado toda la vida». De día controla sus rarezas algo más que antes de recibir tratamiento. «Pero cuando duermes, cuando el cerebro se relaja...».

Estamos sentados a la mesa y algunos compañeros escuchan con atención ligeramente disimulada el relato de J.C. El más atento es Ciriaco -nombre supuesto-, algo mayor que los demás y víctima del atentado en República Argentina un año antes. Un Peugeot 505 aparcado cerca de la Embajada de la Unión Soviética estalló al paso del relevo de la guardia. Diez kilos de goma-2 en el primer coche-bomba que la banda terrorista utilizó en Madrid.Dieciséis guardias heridos y un ciudadano norteamericano muerto.

Desde un Seat Ritmo, los heridos fueron tiroteados al salir del microbús. Pero respondieron con fuego y los etarras se dieron a la fuga. En el suelo agonizaba Eugene Ken Brown, empleado de Johnson&Johnson que practicaba footing en las aceras. Ciriaco lo recogió del suelo y lo subió a un vehículo particular que lo trasladó al Hospital de la Cruz Roja.

Dos días después, el guardia civil se presentó en la sala de urgencias del Hospital Gómez-Ulla. Necesitaba atención médica para que las manos dejaran de olerle a muerto. Aunque Ciriaco, por la prensa, sabía que Brown todavía estaba vivo. El americano no moriría hasta el día siguiente.

Ciriaco no quiere hablar más. Se acerca su amigo y compañero en aquel microbús Alfonso Sánchez. El único de los entrevistados que no tiene reparo alguno en que su nombre sea reproducido.Quizá porque la insensibilidad de la Guardia Civil le curó los miedos hace ya muchos años. Tres meses y medio después del atentado le dieron el alta médica. Se reincorporó a la Embajada. En abril de 1986 su unidad sufrió otro atentado en las inmediaciones: «En la calle Juan Bravo murieron otros cinco guardias, tres de ellos de mi promoción». Antes de que se cumpliera un año de haber visto a Lucifer humeante con un tridente en la mano dentro del maldito microbús, le destinaron a Éibar (Guipúzcoa). Por si no había tenido bastante ETA.

-¿Dices que viste a Lucifer?

-Sí, eso pensé. Tras la detonación, vi a un tío humeante delante de mí, mirándome, con un tridente en la mano. Era mi compañero Corchado. Estaba ardiendo como una tea.

Corchado murió dos años después. Según su familia, como consecuencia del atentado. Aunque nunca se le ha reconocido y no ha recibido indemnización alguna.

La de Lucifer/Corchado no fue la única aparición que avistó Alfonso aquellos días. «Estaba vistiéndome en mi habitación del Hospital Gregorio Marañón y sin avisar entró un tío y me preguntó qué tal estaba. Yo estaba en bolas y lo mandé a tomar por el culo.Cuando salí, el compañero de puerta me preguntó: "¿Qué le has dicho al ministro?».

Era Ernest Lluch, después asesinado por dos disparos de ETA en el aparcamiento de su domicilio el 21 de noviembre de 2000.

DE PREMIO, DESTINO ÉIBAR

Pero tanta amabilidad ministerial no iba acompañada de hechos.A los pocos días de llegar con la baja a su domicilio, empezó a recibir llamadas de su capitán: «A ver si nos espabilamos, que hace falta la gente». Al fin y al cabo, Alfonso apenas tenía algo de metralla en la cabeza -que aún conserva-, el tímpano derecho reventado, el brazo derecho con numerosas incrustaciones...«Pero no era sólo el capitán. Para que veas cómo es la Guardia Civil, mi padre, que también era del Cuerpo, andaba metiéndome prisa y achuchándome».

-Hijo, hombre, que te van a echar de la empresa.

Así que cuando llegó a Éibar, en una de las zonas calientes del abertzalismo violento, Alfonso estaba curado de espantos. «Cuando salía de copas con mi compadre llevábamos un retrato enorme de Franco y nos metíamos en la herriko taberna. Nos sentábamos nosotros y sentábamos al retrato, con las pipas bien visibles. Nosotros pedíamos dos Dyck con coca-cola y para el General, les decíamos, un coñac, que él es más español».

-Oye, si cuento esta anécdota te tengo que hacer una pregunta...¿Tú no serás un poco facha?

-¿Yo? Qué va. Era una provocación -se ríe-. Como cuando volvía cargado al cuartel y colgaba la ikurriña del balcón. Por la mañana nos despertaban los mandos para que la retiráramos, pensando que era una audacia de los batasunos. «No, hombre, capitán, que he sido yo».

Entre los mandos que tuvo en Euskadi estaba el general Enrique Rodríguez Galindo, cabeza visible de la trama benemérita de los GAL y condenado a 71 años de cárcel por el secuestro y asesinato de los presuntos etarras José Antonio Lasa y José Ignacio Zabala.

En el año 2000, estando aún en activo, la Audiencia Nacional dictó sentencia por el atentado de República Argentina y a Alfonso Sánchez le ofrecieron la indemnización: 890.000 pesetas de las de entonces, menos de 5.500 euros. Meses después, le dan la incapacidad total para el servicio: «A veces se me va la pinza», reconoce.Y, por fin, en 2002, se revisa su indemnización y se le ofrecen 120.000 euros.

-¿Y si De Juana, si cualquiera de los etarras que participó en tu atentado, te pidiera perdón?

-Lo aceptaría y lo perdonaría. Pero el que posee el poder de perdonar no tiene por qué bajarse los pantalones.

-¿Te refieres a la negociación de ahora?

-No estoy de acuerdo con lo que se está haciendo...

-¿Y si Batasuna se legalizara?

-Si cumple las normas democráticas...

-¿Aceptarías el acercamiento de presos?

-Sí, pero no negociaría con el cumplimiento íntegro de las penas.Y abogaría por otra cosa: porque las víctimas del GAL sean también reconocidas como víctimas del terrorismo.

Tony no sabe si es un hombre con suerte o un malhadado. Las dos adjetivaciones se le pueden aplicar según se mire. Él sonríe tristemente al recordar que Antonio Sancharro Reyes le quitó el sitio en el autobús aquella mañana de julio de 1986. Los agentes malagueños, entre ellos Tony, acostumbraban a ocupar los últimos asientos, como niños traviesos en un transporte escolar. Daban la barrila al resto desde primera hora cantando canciones de los Chunguitos y de los Chichos. «Me puse de espaldas, unos asientos más delante, cabreado por no poder participar en la jarana de los míos. Y entonces vi el fogonazo y la onda expansiva. La onda expansiva se ve, como en las películas».

Él salió ileso. Sancharro, el que le quitó el sitio, falleció al instante. A su mejor amigo, José Fernández Pertierra, lo reconoció entre los restos a pesar de que no tenía cabeza ni brazos: «Su carnet de Guardia Civil estaba al lado de su cuerpo, intacto».

Al malagueño Tony no le llegaron a conceder ni un solo día de baja tras el atentado que no lo mató de casualidad: «Me amenazaron con meterme en un manicomio si la pedía. Así es como nos trataban los mandos».

Tony nunca ha podido dejar de medicarse para dormir. Siempre está en tensión, sudando. Su desparpajo malagueño se ha diluido en más serio e irascible. Todos los guardias entrevistados coinciden en reconocer su excesiva irascibilidad. Alguno confiesa, incluso, que le ha costado el matrimonio.

«Llevo tres días sin dormir a causa de esta reunión. Todo me altera», dice Tony. En 2005 le concedieron la baja por enfermedad.El parte dice que padece estrés postraumático. Pero los facultativos añaden que sus males tienen un origen previo a su ingreso en la Guardia Civil. ¿Qué trauma infantil pudo haberle provocado el estrés a Tony? Él no lo sabe. Sólo sabe que el Estado se ha ahorrado su indemnización. Y no le parece justo.

Tampoco M.M.G., destinado en Murcia y de baja desde hace un año, considera de ley que su caso se haya saldado económicamente hace ocho años con 150.000 pesetas. Ni que el Ministerio del Interior le haya denegado una ayuda de 3.000 euros para seguir tratamiento psicológico. Sigue teniendo miedo. Tanto que hace cinco años pidió, sin éxito, que le cambiaran la matrícula del coche particular.Hace 20 años, los mandos del Cuerpo le obligaron a calzarse el casco de motorista 14 días después del bombazo a pesar de las molestias que le provocaban los puntos de sutura con los que ETA le marcó el cráneo. Recientemente, sus mandos le han intentado retirar el permiso de conducción por supuesta incompatibilidad con la medicación que se le administra. «Por suerte los de la Jefatura de Tráfico dijeron que no procedía, pero mira cómo se portan con nosotros».

«No sólo hay víctimas de primera y de segunda. Ellos, por ser guardias civiles, son víctimas de tercera regional», explica el abogado Juan Carlos Rodríguez, de la Asociación de Víctimas del Terrorismo y encargado de la revisión de los casos. «Como si dejarnos matar fuera en el sueldo», añade M.M.G.

Su pesadilla recurrente -cada uno tiene la suya- es así: sale del autobús con la obsesión de que no tiene rostro bajo el amasijo de coágulos y trozos de carne que le cubren. Su paranoia es encontrar su reflejo para verse, pero todos los cristales de alrededor del autobús reventado están rotos. Y los espejos de los coches han visto a la Bruja y se han resquebrajado. Y él se arranca más coágulos y mas trozos de carne. Aún hoy, no está seguro de haber reencontrado su cara, porque nadie le ha ayudado a despertarse.

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