CARTA DEL DIRECTOR El Favorito PEDRO J. RAMIREZ
27-05-07
CARTA DEL DIRECTOR
El Favorito
PEDRO J. RAMIREZ
CARTA DEL DIRECTOR
El Favorito
PEDRO J. RAMIREZ
Cuenta John Elliot que en septiembre de 1625, cuatro años después de la subida al trono de Felipe IV, en la Sala de Alcaldes de Casa y Corte se organizó un gran revuelo al recibirse la denuncia de que una mujer llamada Leonor había practicado «ciertos hechizos» sobre la persona del coletero -artesano especializado en prendas de ante- Antonio Díaz, suministrándole brebajes o filtros amatorios. Lo extraordinario del caso es que, al ser interrogada, la tal Leonor había manifestado que esas mismas sustancias eran las que administraba al Rey el Conde Duque de Olivares «para asegurarse de conservar la influencia sobre sus afectos».
Una década despué, cuando Calderón representó en los jardines del nuevo palacio del Buen Retiro su obra de reminiscencias clásicas El mayor encanto, el amor, no faltó quien asociara la figura del monarca a la de Ulises y la del valido a la de la seductora Circe que le retenía adormecido en una isla, construida para la ocasión en medio del estanque.
Al desplegar ante las cámaras de la televisión pública la imagen de la atractiva Montserrat Corulla, vinculándola a un presunto tráfico de influencias sobre el alcalde de Madrid, el candidato socialista Miguel Sebastián estaba instando a la ciudadanía a preguntarse -y responderse- qué es lo que le habría dado ella a Alberto Ruiz-Gallardón a cambio de las supuestas recalificaciones. La insinuación era tan malévola, el golpe tan bajo y mezquino, que casi parecía una chusca invocación al refranero: «Tiran más dos tetas, que dos carretas».
(.../...)
Planteadas así las cosas, lo que resulta inevitable tratar de averiguar ahora es cuál es el origen del extraordinario ascendiente que el propio Miguel Sebastián ejerce sobre el presidente del Gobierno -¿qué le da este señor a Zapatero?-, pues la verdadera sede del poder no está en España en la Plaza de la Villa, sino en el palacio de La Moncloa y son mucho más flagrantes y sustanciosos los arbitrarios premios y castigos repartidos por el asesor presidencial desde su zahúrda con moqueta de la Oficina Económica que las imaginarias ventajas obtenidas por Corulla en las covachuelas municipales para sus patronos de la operación Malaya.
En un país desarrollado como el nuestro, en el que nadie debate ya el modelo de sociedad y en el que la integración en la UE y otros condicionantes internacionales dejan muy poco margen a la innovación política, casi podría decirse que el verdadero programa de un candidato es su carácter. Por eso resulta tan interesante centrar la mirada en la personalidad de este economista en quien el jefe del Gobierno ha puesto todas sus complacencias, hasta el extremo de obligar al PSOE a nominarle para un cargo tan emblemático como el de alcalde de Madrid. ¿Y cómo es él? ¿A qué dedica el tiempo libre?
Entre los centenares de entrevistas concedidas por Miguel Sebastián durante la campaña, muy pocas personas habrán reparado en la que le hizo la tenaz e inteligente activista Carla Antonelli en su Diario Digital Transexual. Inmediatamente antes de autodefinirse como un hombre «honesto», además de «comprometido, dialogante y apasionado», Sebastián se vio en la tesitura de tener que responder a una pregunta formulada en estos exactos términos:
«Pertenece usted a un partido concienciado con los derechos civiles de la ciudadanía, pero ¿ha habido algo determinante que le haya hecho concienciarse con la problemática de la realidad transexual y homosexual?».
Y su respuesta literal fue:
«No estoy afiliado al Partido Socialista, aunque tengo un compromiso demostrado con el socialismo, que es evidente política y personalmente. Y, como supongo que le ocurre a una gran mayoría de los madrileños, tengo amigos y amigas homosexuales y transexuales a los que he escuchado muchas veces contar episodios de discriminación que viven en Madrid y que demuestran que todavía queda por hacer para lograr la igualdad real».
Fue una oportunidad clara, e incluso cómoda, de contestar otra cosa, pero él optó por ese despegado circunloquio. Está en su derecho y merece el máximo respeto. Pero el hecho de que nadie haya puesto la menor objeción a que este brillante soltero de oro que, como «una gran mayoría de los madrileños», dice conocer los problemas de la discriminación fruto de la orientación sexual tan sólo por referencias, mantuviera su vida privada -incluyendo en ella hasta el coitus interruptus con el BBVA- férrea y contumazmente al margen de la campaña, hace aún más indigno su malvado comportamiento hacia Gallardón.
Afortunadamente la sociedad española ha desterrado hace tiempo el hipócrita puritanismo anglosajón según el cual toda relación sexual que se salga de la norma de esa «gran mayoría» en la que se apresura a cobijarse y diluirse Sebastián, debe ser considerada una liability, es decir una atadura inconveniente que hace a todo hombre público vulnerable al chantaje. Aquí nadie le pide a nadie ese tipo de matrícula antes de presentarse a las elecciones y por eso cualquier candidato al que un rival amenazara con revelar un affaire extraconyugal podría permitirse el lujo de sacarlo a patadas por la escalera, tal y como hace el Ciudadano Kane en la película, pero sin tener que pagar el precio de la derrota, como le ocurre a ese trasunto de William Randolph Hearst.
Tan celosos somos los españoles de este ámbito de libertad personal que, para que una denuncia como la que hizo Sebastián se considere justificada, el sentimiento generalizado exige que las pruebas de que se ha producido una desviación de poder sean mucho más contundentes, inequívocas y graves que si estuviéramos hablando de un caso de venalidad producto del cohecho. No en balde el derecho a la intimidad tiene uno de los más altos niveles de protección de nuestro sistema constitucional.
Pues bien, en este caso esas pruebas han brillado por su ausencia. Es más la insistencia en presentar como tales decisiones burocráticas de mínima e incluso nula relevancia práctica o elementos episódicos banales como que una persona profesionalmente dedicada a gestionar asuntos urbanísticos visite una y otra vez dependencias abiertas al público para preguntar qué hay de lo suyo, no ha hecho sino empeorar dramáticamente la situación de Sebastián a medida que transcurría la campaña.
Puestos a buscar pretextos para interrogarle sobre hipotéticos tratos de favor, seguro que un candidato del PSOE hábil y pejiguero podía haber encontrado cosas mucho menos vagas e inconcretas a propósito, digamos a modo de ejemplo, de Fernando Fernández Tapias. ¿Verdad que todos sabemos que en ese caso ninguno de sus homólogos, ni mucho menos el propio Sebastián, habría exhibido ante la cámara el retrato a la vez lustroso y curtido del legendario Fefé, gran púgil de todos los cuadriláteros empresariales? Y si esta vez ha ocurrido lo contrario y todos los televidentes pudieron fijar la mirada en los labios carnosos y la melenita lánguida de Montse Corulla la explicación es bien sencilla: consciente o inconscientemente, con mayor o menor premeditación y cálculo, lo que Sebastián quería denunciar no era la omisión de un trámite menor, tal vez preceptivo, en la instrucción del expediente de reforma del antiguo Palacio de Villagonzalo, sino que el alcalde de Madrid pierde la cabeza por las chicas guapas y vaya usted a saber qué malas consecuencias puede tener eso para los madrileños.
Aunque es probable que el propio Sebastián no se dé cuenta de ello, todo el episodio destila un tufo de misoginia y afán punitivo hacia el pequeño Don Juan que -ahora sí que sería bastante exacto decir «como la gran mayoría de los madrileños»- el alcalde de Madrid alberga entre las corcheas que adornan todos sus versos sueltos. ¿Pertenece esta manera de golpear al adversario al ámbito del carácter o al de la idiosincrasia? Nadie hubiera imaginado a Alfonso Guerra, el más feroce y afilado cuchillo de la izquierda, pero con su propia fama y aureola de seductor Mañara, atacando ese hígado a la altura de la entrepierna.
¡Qué fácil es pasar del rosa al amarillo! He aquí el ejemplo de cómo se ha pretendido revestir de servicio a la causa del interés público lo que se materializó como una necia canallada. Y la prueba de lo que digo es la naturaleza del daño causado. La presunción de integridad, honorabilidad y probidad de Gallardón como gestor público no se ha resentido un ápice y por eso su victoria será hoy mayor incluso de la que predicen las encuestas. En cambio es perfectamente presumible que su vida familiar, la tranquilidad de su esposa y de sus hijos, se habrá visto perturbada por esta gratuita intromisión, por esta insidiosa maledicencia en horario de prime time.
Cuando, aludiendo a sus problemas conyugales con Cecilia, Sarkozy dijo -en el mitin de presentación de su candidatura al que tuve la suerte de asistir- que había aprendido lo que era el sufrimiento, concitó la empatía humana de unos cuantos millones de franceses. Ignoro si Sebastián es capaz de ponerse ahora en el lugar de Gallardón, como sí que lo habrán hecho sin duda alguna esa «gran mayoría de los madrileños», pero su tardío esbozo de arrepentimiento alegando que volvería a hacer la pregunta pero no a sacar la foto -la pregunta no fue nada, la foto lo fue todo- demuestra que, tal y como advirtió EL MUNDO a las pocas horas, él sólo tenía dos salidas honorables: haber pedido disculpas de inmediato o haber abandonado la campaña al no poder demostrar con pruebas indiscutibles un flagrante caso de tráfico de influencias.
No ha hecho ni lo uno ni lo otro y serán los electores los que le pondrán hoy en su sitio. A partir de ahí la gran incógnita será si Zapatero se dará por enterado o no. Aunque Carmen Calvo nos comentó una vez que una de las claves del éxito del actual presidente es que atrae físicamente por igual a los hombres y a las mujeres, no estoy, naturalmente, refiriéndome a ese tipo de lazos, pero si después de una severa censura popular y de todos los escándalos que han jalonado sus actividades como conseguidor de favores y ajustador de cuentas desde su plataforma de Moncloa, Zapatero vuelve a llamar a su lado a Sebastián -no digamos nada si lo promociona al rango ministerial-, habrá que concluir que nuestro reino tendrá un problema como el que tenía el de Inglaterra cuando en el siglo XIV el débil Eduardo II devolvía una y otra vez el poder a su adorado Piers Gaveston.
Insisto: aunque en La Favorita de Donizetti la amante del rey de León también se llame Leonor, en la España de Felipe IV a nadie se le pasó por la cabeza que ni la fabricante de filtros amorosos de tal nombre estuviera liada con el Rey ni tampoco que el Conde Duque de Olivares practicara con Su Majestad lo que la cultura inquisitorial de la época anatematizaba como «vicio nefando». Pero era tan incomprensible para el común de los súbditos de aquella monarquía absoluta de derecho divino el grado de delegación de poder que terminó recayendo en el valido, que sólo podía atribuirlo a las artes de la hechicería y el encantamiento.
Y eso que don Gaspar de Guzmán y Zúñiga, como sus antagonistas contemporáneos Richelieu y Buckingham -a quien, por cierto, Jacobo I denominaba «mi dulce niño y esposa»-, figurará siempre entre los más dotados especímenes que jamás ejercieron la institución de la privanza. Lo que se cuestionaba no era tanto el monje como el propio hábito.
Ya en el ocaso del reinado, el mismo Felipe IV justificaría ante su confidente Sor María de Agreda su decisión de tomar un nuevo valido tras la caída de Olivares: «En ninguna monarquía ha dejado de haber un ministro principal o criado confidente de quien se valen más sus dueños». Ésa era la clave, en efecto, del valimiento. En la práctica los validos eran percibidos por esos dueños más como criados que como ministros, pues recurrían a ellos para puentear a la maquinaria de su propia Administración y establecer un sistema más ágil de clientelismo en el que una especie de vicario repartía las mercedes por directa delegación del Rey.
«El valimiento puede contemplarse como una forma de desinstitucionalización, de politización: el instrumento de la Corona para retomar el control del gobierno de una administración que se considera ineficaz», ha escrito con gran precisión y lucidez el hispanista I.A.A. Thompson. «De hecho la fuerza (y la debilidad) del valimiento estribaba precisamente en el hecho de que no era un cargo, siendo por ello extralegal, no regulado por normas y ordenanzas, sino gobernado por... la razón de Estado».
El inciso entre paréntesis no podría ser más oportuno pues el denominador común de la biografía de la gran mayoría de estos privados, validos, mignons o simplemente favoritos que dominan por delegación casi cuatro siglos de política europea es su amargo final, antes o después de perder el favor y la protección real. A Gaveston lo decapitan los barones del reino, a su sucesor Hugh Despenser le arrancan públicamente los testículos antes de darle muerte, a don Alvaro de Luna lo ejecutan en la Plaza Mayor de Valladolid -«De tu resplandor ¡oh Luna!, te ha privado la fortuna», escribirá su archienemigo el Marqués de Santillana-, a don Rodrigo Calderón le conducen al cadalso a lomos de una borriquilla por la Calle Ancha de San Bernardo, a Buckingham lo fulmina el puñal de un puritano, a Lerma y Olivares se les envía al destierro, a Essex y Strafford directamente al patíbulo. «Parece que subió tan alto, sólo para que la caída fuese tan grave», advertirá el padre Mariana a modo de epitafio político del cardenal Carranza.
El error fatal de todos ellos fue olvidar, aunque fuera por un breve instante, que su dominio y facultades durarían, según la fórmula vigente en la corte de Isabel Tudor, «mientras plazca a la Reina». Eran los fusibles de un circuito esencialmente basado en el uso abusivo del poder. Cuando el soberano detectaba que la paciencia de los distintos estamentos del reino había alcanzado un cierto límite, la caída de los tan esplendorosamente encumbrados se producía con ejemplar estrépito. Y si era necesario con sangre.
En nuestra democracia parlamentaria no ha sido preciso nunca llegar a tanto. En su primer Gobierno Adolfo Suárez camufló a su valido Fernando Abril bajo el disfraz de ministro de Agricultura, pero apenas adquirió su verdadero rango vicepresidencial, terminaron tarifando y ello entrañó su cese. Lo mismo ocurrió entre Felipe González y Guerra, cuando éste se jactó de su estatus especial como un «oyente» con todo el poder y ninguna responsabilidad. Aznar nunca abrió a nadie su antecámara, pero cuando un amigo y compañero de pupitre actuó de forma que le pareció impropia, hizo cuanto estuvo en sus manos para acelerar su expulsión del Paraíso.
Ahora nos topamos con un particular al que Zapatero le puso Oficina en Moncloa para tenerlo muy cerca de sí -lo de Barea era otra cosa- y al que cubre de piropos, presentándolo nada menos que como «el ariete de la política económica y social del Gobierno». Será por sus embates contra el BBVA, Endesa y demás empresas insumisas. Olivares se ganó la confianza de Felipe IV besando su orinal en señal de pleitesía. ¿Cómo lo ha hecho Sebastián con Zapatero? Pues dándole siempre mejores proyecciones económicas que el cauto vicepresidente Solbes y acertando a menudo en los pronósticos. El problema es que El Favorito va más sobrado aún que su patrón. Lo que reveló Conthe resulta devastador y nadie duda que sea cierto. Lo sucedido en la campaña -la chulería de este Pichi de doble rasero dispuesto a saltarse cualquier norma, incapaz de decir «me he equivocado... lo siento»- es la gota que colma el vaso. Que se precinte su zahúrda con moqueta, que se lacren sus papeles, que se le invite a abandonar la Corte al amanecer. Puede, como el Duque de Lerma, entrar en religión o, como otras alegres comadres de Windsor, sentar plaza en Salsa Rosa.
Una década despué, cuando Calderón representó en los jardines del nuevo palacio del Buen Retiro su obra de reminiscencias clásicas El mayor encanto, el amor, no faltó quien asociara la figura del monarca a la de Ulises y la del valido a la de la seductora Circe que le retenía adormecido en una isla, construida para la ocasión en medio del estanque.
Al desplegar ante las cámaras de la televisión pública la imagen de la atractiva Montserrat Corulla, vinculándola a un presunto tráfico de influencias sobre el alcalde de Madrid, el candidato socialista Miguel Sebastián estaba instando a la ciudadanía a preguntarse -y responderse- qué es lo que le habría dado ella a Alberto Ruiz-Gallardón a cambio de las supuestas recalificaciones. La insinuación era tan malévola, el golpe tan bajo y mezquino, que casi parecía una chusca invocación al refranero: «Tiran más dos tetas, que dos carretas».
(.../...)
Planteadas así las cosas, lo que resulta inevitable tratar de averiguar ahora es cuál es el origen del extraordinario ascendiente que el propio Miguel Sebastián ejerce sobre el presidente del Gobierno -¿qué le da este señor a Zapatero?-, pues la verdadera sede del poder no está en España en la Plaza de la Villa, sino en el palacio de La Moncloa y son mucho más flagrantes y sustanciosos los arbitrarios premios y castigos repartidos por el asesor presidencial desde su zahúrda con moqueta de la Oficina Económica que las imaginarias ventajas obtenidas por Corulla en las covachuelas municipales para sus patronos de la operación Malaya.
En un país desarrollado como el nuestro, en el que nadie debate ya el modelo de sociedad y en el que la integración en la UE y otros condicionantes internacionales dejan muy poco margen a la innovación política, casi podría decirse que el verdadero programa de un candidato es su carácter. Por eso resulta tan interesante centrar la mirada en la personalidad de este economista en quien el jefe del Gobierno ha puesto todas sus complacencias, hasta el extremo de obligar al PSOE a nominarle para un cargo tan emblemático como el de alcalde de Madrid. ¿Y cómo es él? ¿A qué dedica el tiempo libre?
Entre los centenares de entrevistas concedidas por Miguel Sebastián durante la campaña, muy pocas personas habrán reparado en la que le hizo la tenaz e inteligente activista Carla Antonelli en su Diario Digital Transexual. Inmediatamente antes de autodefinirse como un hombre «honesto», además de «comprometido, dialogante y apasionado», Sebastián se vio en la tesitura de tener que responder a una pregunta formulada en estos exactos términos:
«Pertenece usted a un partido concienciado con los derechos civiles de la ciudadanía, pero ¿ha habido algo determinante que le haya hecho concienciarse con la problemática de la realidad transexual y homosexual?».
Y su respuesta literal fue:
«No estoy afiliado al Partido Socialista, aunque tengo un compromiso demostrado con el socialismo, que es evidente política y personalmente. Y, como supongo que le ocurre a una gran mayoría de los madrileños, tengo amigos y amigas homosexuales y transexuales a los que he escuchado muchas veces contar episodios de discriminación que viven en Madrid y que demuestran que todavía queda por hacer para lograr la igualdad real».
Fue una oportunidad clara, e incluso cómoda, de contestar otra cosa, pero él optó por ese despegado circunloquio. Está en su derecho y merece el máximo respeto. Pero el hecho de que nadie haya puesto la menor objeción a que este brillante soltero de oro que, como «una gran mayoría de los madrileños», dice conocer los problemas de la discriminación fruto de la orientación sexual tan sólo por referencias, mantuviera su vida privada -incluyendo en ella hasta el coitus interruptus con el BBVA- férrea y contumazmente al margen de la campaña, hace aún más indigno su malvado comportamiento hacia Gallardón.
Afortunadamente la sociedad española ha desterrado hace tiempo el hipócrita puritanismo anglosajón según el cual toda relación sexual que se salga de la norma de esa «gran mayoría» en la que se apresura a cobijarse y diluirse Sebastián, debe ser considerada una liability, es decir una atadura inconveniente que hace a todo hombre público vulnerable al chantaje. Aquí nadie le pide a nadie ese tipo de matrícula antes de presentarse a las elecciones y por eso cualquier candidato al que un rival amenazara con revelar un affaire extraconyugal podría permitirse el lujo de sacarlo a patadas por la escalera, tal y como hace el Ciudadano Kane en la película, pero sin tener que pagar el precio de la derrota, como le ocurre a ese trasunto de William Randolph Hearst.
Tan celosos somos los españoles de este ámbito de libertad personal que, para que una denuncia como la que hizo Sebastián se considere justificada, el sentimiento generalizado exige que las pruebas de que se ha producido una desviación de poder sean mucho más contundentes, inequívocas y graves que si estuviéramos hablando de un caso de venalidad producto del cohecho. No en balde el derecho a la intimidad tiene uno de los más altos niveles de protección de nuestro sistema constitucional.
Pues bien, en este caso esas pruebas han brillado por su ausencia. Es más la insistencia en presentar como tales decisiones burocráticas de mínima e incluso nula relevancia práctica o elementos episódicos banales como que una persona profesionalmente dedicada a gestionar asuntos urbanísticos visite una y otra vez dependencias abiertas al público para preguntar qué hay de lo suyo, no ha hecho sino empeorar dramáticamente la situación de Sebastián a medida que transcurría la campaña.
Puestos a buscar pretextos para interrogarle sobre hipotéticos tratos de favor, seguro que un candidato del PSOE hábil y pejiguero podía haber encontrado cosas mucho menos vagas e inconcretas a propósito, digamos a modo de ejemplo, de Fernando Fernández Tapias. ¿Verdad que todos sabemos que en ese caso ninguno de sus homólogos, ni mucho menos el propio Sebastián, habría exhibido ante la cámara el retrato a la vez lustroso y curtido del legendario Fefé, gran púgil de todos los cuadriláteros empresariales? Y si esta vez ha ocurrido lo contrario y todos los televidentes pudieron fijar la mirada en los labios carnosos y la melenita lánguida de Montse Corulla la explicación es bien sencilla: consciente o inconscientemente, con mayor o menor premeditación y cálculo, lo que Sebastián quería denunciar no era la omisión de un trámite menor, tal vez preceptivo, en la instrucción del expediente de reforma del antiguo Palacio de Villagonzalo, sino que el alcalde de Madrid pierde la cabeza por las chicas guapas y vaya usted a saber qué malas consecuencias puede tener eso para los madrileños.
Aunque es probable que el propio Sebastián no se dé cuenta de ello, todo el episodio destila un tufo de misoginia y afán punitivo hacia el pequeño Don Juan que -ahora sí que sería bastante exacto decir «como la gran mayoría de los madrileños»- el alcalde de Madrid alberga entre las corcheas que adornan todos sus versos sueltos. ¿Pertenece esta manera de golpear al adversario al ámbito del carácter o al de la idiosincrasia? Nadie hubiera imaginado a Alfonso Guerra, el más feroce y afilado cuchillo de la izquierda, pero con su propia fama y aureola de seductor Mañara, atacando ese hígado a la altura de la entrepierna.
¡Qué fácil es pasar del rosa al amarillo! He aquí el ejemplo de cómo se ha pretendido revestir de servicio a la causa del interés público lo que se materializó como una necia canallada. Y la prueba de lo que digo es la naturaleza del daño causado. La presunción de integridad, honorabilidad y probidad de Gallardón como gestor público no se ha resentido un ápice y por eso su victoria será hoy mayor incluso de la que predicen las encuestas. En cambio es perfectamente presumible que su vida familiar, la tranquilidad de su esposa y de sus hijos, se habrá visto perturbada por esta gratuita intromisión, por esta insidiosa maledicencia en horario de prime time.
Cuando, aludiendo a sus problemas conyugales con Cecilia, Sarkozy dijo -en el mitin de presentación de su candidatura al que tuve la suerte de asistir- que había aprendido lo que era el sufrimiento, concitó la empatía humana de unos cuantos millones de franceses. Ignoro si Sebastián es capaz de ponerse ahora en el lugar de Gallardón, como sí que lo habrán hecho sin duda alguna esa «gran mayoría de los madrileños», pero su tardío esbozo de arrepentimiento alegando que volvería a hacer la pregunta pero no a sacar la foto -la pregunta no fue nada, la foto lo fue todo- demuestra que, tal y como advirtió EL MUNDO a las pocas horas, él sólo tenía dos salidas honorables: haber pedido disculpas de inmediato o haber abandonado la campaña al no poder demostrar con pruebas indiscutibles un flagrante caso de tráfico de influencias.
No ha hecho ni lo uno ni lo otro y serán los electores los que le pondrán hoy en su sitio. A partir de ahí la gran incógnita será si Zapatero se dará por enterado o no. Aunque Carmen Calvo nos comentó una vez que una de las claves del éxito del actual presidente es que atrae físicamente por igual a los hombres y a las mujeres, no estoy, naturalmente, refiriéndome a ese tipo de lazos, pero si después de una severa censura popular y de todos los escándalos que han jalonado sus actividades como conseguidor de favores y ajustador de cuentas desde su plataforma de Moncloa, Zapatero vuelve a llamar a su lado a Sebastián -no digamos nada si lo promociona al rango ministerial-, habrá que concluir que nuestro reino tendrá un problema como el que tenía el de Inglaterra cuando en el siglo XIV el débil Eduardo II devolvía una y otra vez el poder a su adorado Piers Gaveston.
Insisto: aunque en La Favorita de Donizetti la amante del rey de León también se llame Leonor, en la España de Felipe IV a nadie se le pasó por la cabeza que ni la fabricante de filtros amorosos de tal nombre estuviera liada con el Rey ni tampoco que el Conde Duque de Olivares practicara con Su Majestad lo que la cultura inquisitorial de la época anatematizaba como «vicio nefando». Pero era tan incomprensible para el común de los súbditos de aquella monarquía absoluta de derecho divino el grado de delegación de poder que terminó recayendo en el valido, que sólo podía atribuirlo a las artes de la hechicería y el encantamiento.
Y eso que don Gaspar de Guzmán y Zúñiga, como sus antagonistas contemporáneos Richelieu y Buckingham -a quien, por cierto, Jacobo I denominaba «mi dulce niño y esposa»-, figurará siempre entre los más dotados especímenes que jamás ejercieron la institución de la privanza. Lo que se cuestionaba no era tanto el monje como el propio hábito.
Ya en el ocaso del reinado, el mismo Felipe IV justificaría ante su confidente Sor María de Agreda su decisión de tomar un nuevo valido tras la caída de Olivares: «En ninguna monarquía ha dejado de haber un ministro principal o criado confidente de quien se valen más sus dueños». Ésa era la clave, en efecto, del valimiento. En la práctica los validos eran percibidos por esos dueños más como criados que como ministros, pues recurrían a ellos para puentear a la maquinaria de su propia Administración y establecer un sistema más ágil de clientelismo en el que una especie de vicario repartía las mercedes por directa delegación del Rey.
«El valimiento puede contemplarse como una forma de desinstitucionalización, de politización: el instrumento de la Corona para retomar el control del gobierno de una administración que se considera ineficaz», ha escrito con gran precisión y lucidez el hispanista I.A.A. Thompson. «De hecho la fuerza (y la debilidad) del valimiento estribaba precisamente en el hecho de que no era un cargo, siendo por ello extralegal, no regulado por normas y ordenanzas, sino gobernado por... la razón de Estado».
El inciso entre paréntesis no podría ser más oportuno pues el denominador común de la biografía de la gran mayoría de estos privados, validos, mignons o simplemente favoritos que dominan por delegación casi cuatro siglos de política europea es su amargo final, antes o después de perder el favor y la protección real. A Gaveston lo decapitan los barones del reino, a su sucesor Hugh Despenser le arrancan públicamente los testículos antes de darle muerte, a don Alvaro de Luna lo ejecutan en la Plaza Mayor de Valladolid -«De tu resplandor ¡oh Luna!, te ha privado la fortuna», escribirá su archienemigo el Marqués de Santillana-, a don Rodrigo Calderón le conducen al cadalso a lomos de una borriquilla por la Calle Ancha de San Bernardo, a Buckingham lo fulmina el puñal de un puritano, a Lerma y Olivares se les envía al destierro, a Essex y Strafford directamente al patíbulo. «Parece que subió tan alto, sólo para que la caída fuese tan grave», advertirá el padre Mariana a modo de epitafio político del cardenal Carranza.
El error fatal de todos ellos fue olvidar, aunque fuera por un breve instante, que su dominio y facultades durarían, según la fórmula vigente en la corte de Isabel Tudor, «mientras plazca a la Reina». Eran los fusibles de un circuito esencialmente basado en el uso abusivo del poder. Cuando el soberano detectaba que la paciencia de los distintos estamentos del reino había alcanzado un cierto límite, la caída de los tan esplendorosamente encumbrados se producía con ejemplar estrépito. Y si era necesario con sangre.
En nuestra democracia parlamentaria no ha sido preciso nunca llegar a tanto. En su primer Gobierno Adolfo Suárez camufló a su valido Fernando Abril bajo el disfraz de ministro de Agricultura, pero apenas adquirió su verdadero rango vicepresidencial, terminaron tarifando y ello entrañó su cese. Lo mismo ocurrió entre Felipe González y Guerra, cuando éste se jactó de su estatus especial como un «oyente» con todo el poder y ninguna responsabilidad. Aznar nunca abrió a nadie su antecámara, pero cuando un amigo y compañero de pupitre actuó de forma que le pareció impropia, hizo cuanto estuvo en sus manos para acelerar su expulsión del Paraíso.
Ahora nos topamos con un particular al que Zapatero le puso Oficina en Moncloa para tenerlo muy cerca de sí -lo de Barea era otra cosa- y al que cubre de piropos, presentándolo nada menos que como «el ariete de la política económica y social del Gobierno». Será por sus embates contra el BBVA, Endesa y demás empresas insumisas. Olivares se ganó la confianza de Felipe IV besando su orinal en señal de pleitesía. ¿Cómo lo ha hecho Sebastián con Zapatero? Pues dándole siempre mejores proyecciones económicas que el cauto vicepresidente Solbes y acertando a menudo en los pronósticos. El problema es que El Favorito va más sobrado aún que su patrón. Lo que reveló Conthe resulta devastador y nadie duda que sea cierto. Lo sucedido en la campaña -la chulería de este Pichi de doble rasero dispuesto a saltarse cualquier norma, incapaz de decir «me he equivocado... lo siento»- es la gota que colma el vaso. Que se precinte su zahúrda con moqueta, que se lacren sus papeles, que se le invite a abandonar la Corte al amanecer. Puede, como el Duque de Lerma, entrar en religión o, como otras alegres comadres de Windsor, sentar plaza en Salsa Rosa.
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