CARTA DEL DIRECTOR Y Salomón partió el bebéPEDRO J. RAMIREZ

4-11-07



CARTA DEL DIRECTOR

Y Salomón partió el bebé


PEDRO J. RAMIREZ

Aunque por antiguas razones profesionales he tenido relación con su dinámica e inteligente esposa -todos aguardamos con expectación su seguro best seller sobre cómo el gran hombre dirigió el megajuicio y fue gestando la sentencia-, debo ser el único periodista de cierto relieve que jamás ha intercambiado palabra alguna con Javier Gómez Bermúdez. En plena vista oral del 11-M un amigo común me propuso organizar un encuentro privado con él, alegando que mantenía múltiples contactos con muy diversos creadores de opinión. Aunque, como digo, esto me consta al menos desde la etapa en la que consiguió movilizar apoyos judiciales y mediáticos contra la ofensiva desatada para privarle de la plaza de presidente de la Sala de lo Penal de la Audiencia, a base de vincular sus argumentos técnicos con su idoneidad para conducir el juicio por el 11-M, yo respondí que prefería dejarlo para después de la sentencia, pues no quería correr el menor riesgo de que, caso de coincidir ésta con nuestras tesis, alguien pudiera inventar una nueva «conspiración» como aquella en la que me metieron con Garzón, Cascos y Amedo.

(.../...)

Pese a que la asignatura queda, pues, pendiente -reconozco que mi curiosidad se debilita cuando todo el mundo lee un mismo libro o ve la misma película-, dispongo, sin embargo, de los suficientes testimonios de referencia sobre su personalidad como para estar convencido de que si Yaveh se le hubiera aparecido durante la hora del sueño y le hubiera dicho: «Pídeme lo que quieras, que yo te lo daré», Javier Gómez Bermúdez no habría dudado en responder: «Dale a tu siervo un corazón prudente para poder discernir entre lo bueno y lo malo». Y Yaveh, muy complacido por tal demanda, le habría contestado: «Ya que me has pedido esto, y no una larga vida, ni riquezas, ni la muerte de tus enemigos, sino sabiduría para obrar con justicia, hago como me has dicho. Te doy un corazón sabio y prudente, como no ha habido antes de ti, ni lo habrá después».

Así es como describe la Biblia, en el tercer capítulo del primer Libro de los Reyes, la conversación que el Dios de Israel mantuvo en la colina de Gabaón próxima a Jerusalén con el segundo hijo del rey David y su última esposa Betsabé, el cual pronto subiría al trono con el nombre de Salomón. Aunque en su etimología hebraica Shlomo significa «pacífico», su acceso al poder fue al menos tan controvertido como la conquista por Gómez Bermúdez de la recurrida presidencia de la Sala de lo Penal que implicaba la de esta histórica vista oral. Y tan importantes como fueron para nuestro juez los apoyos de algunos miembros clave del Poder Judicial y destacadas figuras periodísticas frente a las impugnaciones de sus colegas Garzón -siempre Garzón- y De Prada, inicialmente respaldados por la prensa gubernamental, también resultaron serlo para Salomón las complicidades de dos muy influyentes personajes de su tiempo que le ayudaron a atajar las pretensiones de su hermanastro Adonías: me refiero al sacerdote Zadok y al profeta Natán.

Tanto es así que la gloria de Salomón, el rey sabio y justo que construyó el Templo, escribió el Cantar de los Cantares y deslumbró a la reina de Saba, siempre ha ido vinculada a esa pareja que apostó por él de forma rotunda. Hasta el extremo de que la letra del atronador himno de Haendel que desde hace casi tres siglos se canta en la abadía de Westminster cada vez que se corona a un monarca británico, y ahora ha sido adoptado como lema musical de la Champions League, se limita a decir: Zadok the priest/ and Nathan the prophet/ anointed Solomon king/ and all the people/ rejoiced./ Alleluia. O lo que es lo mismo: «El sacerdote Zadok/ y el profeta Natán/ ungieron Rey a Salomón/ y todos/ se regocijaron/ Aleluya».

Nadie viene tan sólo del vientre de su madre, pero no seré yo quien pida que ningún cargo público -y menos un juez- sea nunca rehén de sus lazos personales. Ahora bien, eso no significa que el magistrado tenga que olvidar los sentimientos y motivaciones que mejor conoce. Todo lo contrario. De hecho, Salomón adquirió su fama universal por una resolución en la que, además de a la «valoración conjunta de la prueba según las reglas de la lógica y de la experiencia», recurrió a la psicología del sentido común y sobre todo a su capacidad de interpretar los dictados del corazón humano.

La escena ha quedado recogida en los lienzos de Lucas Jordán, de Francisco de Urbino, de Rafael y de Poussin, en el maravilloso grabado de Gustavo Doré que hoy recrea Ricardo Martínez e incluso en el heterodoxo recipiente dramático de El círculo de tiza caucasiano en el que Brecht equiparó la disputa de las dos madres sobre el recién nacido al contencioso entre dos repúblicas soviéticas por la jurisdicción sobre un valle. El Salomón de esa función es, por cierto, la antítesis del siempre atildado, bien compuesto y fundadamente pagado de si mismo Gómez Bermúdez: un borrachín corrupto llamado Azdak que personifica los renglones torcidos de Dios y se cisca en «un Derecho que es tan tonto que hay que aplicarlo siempre con toda seriedad».

Quienes nunca hemos sido marxistas y siempre hemos considerado que hablar de «democracia formal» era un pleonasmo, no podemos, sensu contrario, despotricar contra una sentencia judicial en función de que nos guste más o menos. En un Estado de Derecho, fruto de la legitimidad democrática, hasta las resoluciones más erradas son la expresión de la Justicia y eso nos obliga -máxime cuando son recurribles- a contemplarlas como prueba de la fortaleza del sistema que defendemos. Tanto si nos dan la razón en todo, como si nos la quitan, como si -tal y como sucede en este caso- nos la dan en unas cosas y nos la quitan en otras.

Pero lo que no podemos aceptar es que, tal y como han escrito algunos de los pocos colegas que han reaccionado ante el fallo del tribunal con desapasionada serenidad, ésta sea una «sentencia salomónica». A menos, claro está, que la semana que viene Gómez Bermúdez y sus dos compañeros de Tribunal emitieran una nueva resolución de otros tropecientos folios en la que, a la vista de las reacciones de las partes a su primera sentencia, llegaran a conclusiones definitivas diferentes. Porque no podemos olvidar que Salomón sólo decide partir el bebé entre las dos rameras que lo reclamaban -en el caso de Azdak lo que disponía era tirar de él desde el exterior del círculo de tiza aun a riesgo de descoyuntarlo- para comprobar cuál es la reacción de cada mujer, al provocar una catarsis similar a la que, como ya relaté en su día, buscaba Hamlet cuando invita a unos cómicos a representar ante su madre, su padrastro y el resto de la Corte un asesinato muy parecido al perpetrado en Elsinor. La madre verdadera no puede aguantar la visión de su bebé a punto de ser descuartizado y eso pone en evidencia a la falsa.

Pese a la acepción vulgar del término, lo verdaderamente «salomónico», lo que sublima tanto al tercer y último Rey de Israel como al antihéroe brechtiano, no es el decreto por el que ordena partir la criatura, sino su entrega a la mujer que se opone a ello y es capaz incluso de cedérselo a la otra con tal de que el niño viva. Desde este punto de vista es muy elocuente el conformismo oportunista de la fiscal Olga Sánchez que, pese a ver rebatidas todas sus tesis sobre la génesis y organización de la matanza y obtener condenas por menos de un 40% de lo que pedía, se apresuró a declararse satisfecha con tal de poder esgrimir esa mitad escasa del trofeo obtenido contra algunos periodistas críticos a los que tantas ganas tenía. Mucho más coherente y digna de respeto ha sido en este caso la reacción de Pilar Manjón, que ha anunciado que acudirá al Supremo en pos de esa conexión con la Guerra de Irak que le ha negado la Audiencia.

Si nuestro periódico hubiera sido parte del procedimiento, desde luego que haríamos lo propio, persiguiendo objetivos opuestos. Y eso que si tuviéramos que valorar la sentencia al peso, es evidente que por muchas cortinas de humo que trace ahora el tridente gubernamental formado por Rubalcaba, Blanco y Garzón -siempre Garzón-, basta comprobar el baremo de la prensa internacional para concluir que la absolución de los tres cerebros, acusados formalmente de urdir y ordenar los atentados, inclina mucho más la balanza hacia nuestro escepticismo y afán de continuar buscando la verdad que hacia la credulidad y el conformismo de la mayoría de nuestros colegas.

Es más: emulando a la segunda prostituta, me atrevería a decir que, a la luz de la coherencia intelectual, si los hechos probados sobre la ejecución de la masacre hubieran transcurrido tal y como los describe el Tribunal, y teniendo en cuenta sus criterios de valoración de determinadas pruebas, sería más lógico que sus antecedentes fueran aquellos a los que se aferra Manjón -y de los que deserta Olga Sánchez- y que El Egipcio, Belhajd y Haski hubieran sido condenados a los mismos 40.000 años que les han caído a Zougam y Trashorras.

Claro que yo sigo cuestionando esa premisa, pero no porque haga de ingredientes como la autenticidad de la mochila de Vallecas, los objetos que había o no había en la Kangoo o la naturaleza y origen de la dinamita que estalló en los trenes un asunto de amor propio, sino porque la propia lectura detallada de la sentencia lo estimula en la medida en que su redactor emplea un nivel de exigencia absolutamente asimétrico al enfrentarse a la autoría material y a lo que la prensa gubernamental lleva años definiendo -a lo que se ve ahora, muy a su pesar- como «autoría intelectual».

El Tribunal ha sido muy laxo a la hora de dar por hecho que la bomba mal montada estaba en el tren de la estación de El Pozo, a la hora de considerar que puede haber más de 60 objetos en el interior de una furgoneta «vacía», a la hora de establecer porcentajes cuantitativos a partir de unos análisis de los restos de explosivos que sólo pudieron ser cualitativos y no digamos nada a la hora de dar por sentado, de forma poco menos que olfativa, que todos los muertos en Leganés pusieron bombas en los trenes y excluir, sin embargo, a Bouchar cuando es obvio que también habría fallecido allí si no hubiera tenido la suerte de ser el que bajara la bolsa de la basura y el que pudiera salir corriendo.

Mucho más estricto lo ha sido, en cambio, a la hora de establecer que el hecho de que el móvil adquirido con la falsa fecha de nacimiento del 11-M estuviera en casa de Belhadj no significa que Belhadj tuviera algo que ver con su compra, a la hora de asumir la interpretación de las palabras de El Egipcio más favorable a su presunción de inocencia o a la hora de valorar los indicios que podrían haber destruido la de Haski. Por no hablar de la inaudita y muy sospechosa candidez de los magistrados ante el papel de Antonio Toro. Eso sí que es un in dubio pro reo y lo demás son tonterías.

Pero Javier Gómez Bermúdez es un hombre honrado, Alfonso Guevara es un hombre honrado, Fernando García Nicolás es un hombre honrado. No me cabe ninguna duda de que todas estas unánimes apreciaron las alcanzaron en conciencia después de una minuciosa ponderación de los elementos puestos a su disposición por el juez instructor y de las pruebas practicadas durante la vista oral. Han tenido la suerte, eso sí -suele ocurrirles a esas personas agraciadas a la vez con los dones de la sabiduría y la prudencia- de que su conciencia haya coincidido tan oportunamente con su conveniencia, teniendo en cuenta las posiciones enfrentadas en la sociedad española y lo que el 11-M representó para el proceso democrático.

A diferencia de lo que ocurrió con las sectarias conclusiones de la Comisión Parlamentaria -amortizadas al día siguiente por la opinión pública como mera expresión de la mayoría aritmética de la cámara-, esta es una sentencia que no puede dejar plenamente satisfechos sino a quienes finjan estarlo por motivos tácticos, pero que tampoco deja totalmente insatisfecho a nadie. Cualquiera diría que el Tribunal hubiera tenido en la cabeza lo que destacaría cada partido o cuál sería el titular de cada periódico al día siguiente de conocer su fallo. Es una sentencia sin más vencedores que el propio Estado democrático y las víctimas a las que ofrece reparación y sin más vencidos que los 21 condenados por graves delitos. Estoy de acuerdo, eso sí, con ese colega que enfatizaba el otro día que la sentencia «pone a cada uno en su sitio», tanto a los que hemos aportado desde la independencia los elementos esenciales refrendados o rebatidos con mayor o menor acierto por los magistrados, como a quienes a base de servir de terminales de las intoxicaciones gubernamentales acabaron alegando que la «marca» que El Egipcio tenía en la frente era la prueba definitiva de su papel criminal en el 11-M.

Aunque no nos quedemos en absoluto convencidos por algunas de sus explicaciones sobre cómo sucedieron los hechos, y ya que los jueces tienen que ponerse muchas veces en la piel de los demás para así fijar su criterio, parece obligado ponerse por una vez en la suya. Reitero que han tenido mucha suerte al lograr que se produjera esa coincidencia, entre su conciencia y su conveniencia -¡eso sí que es una ciencia!-, pues ni siquiera el paréntesis del puente habría amortiguado el shock que en la sociedad española hubiera producido un veredicto que, además de la absolución de los tres falsos cerebros, hubiera incluido, por ejemplo, la mera condena a Trashorras por tráfico de explosivos, habida cuenta de la falta de «certeza absoluta» -así lo dice la sentencia- sobre qué fue lo que estalló en los trenes y la inclusión de una serie de alambicadas consideraciones sobre la naturaleza de su dolo. ¿Estuvo a punto de ocurrir eso y hubo algo que en el último momento hizo cambiar de criterio al Tribunal?

Pero, en sentido contrario, también cabe imaginar la que se habría montado si los jueces hubieran acreditado que fue la invasión de Irak con apoyo de Aznar lo que llevó a Al Qaeda a encargar a El Egipcio y compañía que montaran el atentado. Va a ser inevitable que la sentencia haga las veces de arma arrojadiza de aquí a las elecciones, pero como se ha visto ya estos días tanto el PP como el PSOE tienen por donde agarrarla.

Total, que Javier Gómez Bermúdez ha demostrado ser muy listo, tener más cintura que Zapatero e incluso que Messi y Robinho juntos y no dar puntada sin hilo. Fruto exclusivo de su libre albedrío fue, desde luego, la manera sesgada y tendenciosa en que resumió la sentencia con todas las cámaras enfocándole, pues omitió cualquier alusión a las absoluciones clave, que cayeron al final como una especie de último mazazo, y se recreó en la descalificación de las dudas sobre algunas pruebas, ofendiendo así gravemente a aquellas personas en cuyo ánimo él mismo había contribuido a alentarlas. También cabe reprocharle, por supuesto, su finalmente abúlica encarnación de Poncio Pilatos tanto ante los claros indicios delictivos en algunos testimonios prestados durante la vista oral -el alférez Víctor, la mujer de El Chino, el propio Manzano-, como ante las patentes negligencias que han trufado la investigación policial y la instrucción judicial. Pero, claro, todo esto hubiera venido a desequilibrar aún más el fallo, en sentido contrario a la vigente correlación de fuerzas parlamentarias y mediáticas, con las imaginables consecuencias en uno y otro ámbito.

Con su cráneo privilegiado y reluciente, su mirada felina y su ademán enérgico, Gómez Bermúdez bien podría pasar por el Yul Brinner que en 1959 protagonizó la película de King Vidor Salomón y la reina de Saba. Aun edulcorado por las reglas comerciales del Hollywood de la época, el guión del filme no deja de recoger las alusiones críticas del Libro de los Reyes a esa segunda etapa de su vida en la que el sabio monarca se olvidó de quienes más le habían ayudado, dedicó más tiempo a construir su palacio que el propio Templo y terminó teniendo «700 mujeres y 300 concubinas que le desviaron el corazón».

No creo que los problemas del monógamo Gómez Bermúdez puedan llegar por ahí y menos después de los merecidos reconocimientos que les aguardan a su esposa y a él. Ahora que se ha convertido desde hoy y para mucho tiempo en una figura central de la sociedad española, sin riesgo alguno ya de perder su recurrida plaza sea cual sea la composición del CGPJ tras las próximas elecciones, sin otro techo profesional que la propia presidencia del Supremo, debería, sin embargo, tener en cuenta la reflexión del profesor emérito John Rogerson, experto en Estudios Bíblicos de la Universidad de Sheffield, quien sostiene que el Génesis atribuye a Salomón un pecado de soberbia, al vincular la exhibición de su sabiduría -siempre es peligroso pasarse de listo, dicho sea con carácter general- con el pecado de Adán y Eva de comer el fruto del árbol prohibido del conocimiento.

En todo caso, mientras él ajusta sus cuentas ante el espejo, nosotros debemos comenzar a ocuparnos de cómo mantener con vida esta media criatura que ha tenido a bien entregarnos.

pedroj.ramirez@el-mundo.es

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
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