LOS AGUJEROS NEGROS DEL 11-M (XIV) Las piedras de pulgarcito

11-03-04

LOS AGUJEROS NEGROS DEL 11-M (XIV)

Las piedras de pulgarcito

Los delincuentes que proporcionaron explosivos y el que hizo de intermediario trabajaban para la policía. La Guardia Civil conocía con detalle la trama. La célula islamista estaba controlada por el CNI. ¿Hay quien dé más?

FERNANDO MÚGICA

REVELACIONES. 14 entregas de Agujeros Negros han supuesto un año de trabajo contra corriente. Cada uno de los datos aportados pone en duda de forma rotunda la versión oficial sobre los atentados. Queda tiempo para que se conozca la verdad de lo que sucedió aquel 11-M. Los señuelos urdidos en torno a los atentados no nos apartarán del camino.
(.../...)

Los Agujeros Negros del 11-M no se gestaron dentro de una operación mediática premeditada. La realidad es mucho más sencilla. El trabajo de campo efectuado para un amigo, escritor de éxito, en torno a una posible novela me llevaron a investigar a finales del otoño de 2003 todos los datos que rodeaban a los atentados del 11-S en Estados Unidos.

Fruto de esa investigación salieron decenas de folios recopilados junto a centenares de documentos, extractos de libros y fichas de archivo. Unas fichas físicas en las que por pura sistematización adquirí la costumbre de apuntar todos los detalles que me parecían más relevantes sobre el tema.

No voy a desvelar mis conclusiones sobre el 11-S, pero sí puedo afirmar que sin ese trabajo previo nunca hubieran surgido los agujeros. Fue así como, inmediatamente después del 11-M, y por pura iniciativa personal, comencé a rellenar fichas, arrastrado por la rutina adquirida en el trabajo previo, sobre los datos que se iban conociendo en torno a los atentados de Madrid. Y fue así como comencé a preguntar la opinión sobre lo sucedido a todas las fuentes que conocía y que eran muchas, muy documentadas y de muy distinto pelaje. Las fuentes fiables que, a base de fidelidad mutua y discreción, se consiguen en 38 años de profesión.

Se confesaron conmigo ex ministros, policías de Información, guardias civiles de base, mandos, oficiales de inteligencia, expertos en explosivos y en terrorismo, psicólogos y analistas. Pronto se añadieron al baile agentes secretos -nacionales y extranjeros-, diplomáticos, sociólogos, historiadores y también, debo reconocerlo, personajes del mundo del hampa.

MAL OLOR

Cada uno de esos contactos me hizo revelaciones como para rellenar muchas fichas. Cada cual aportaba detalles diferentes que le parecían esenciales. Todos, absolutamente todos, coincidían en algo: la versión oficial sobre lo sucedido era una pura patraña.

Tuve la suerte de trabajar sin ningún tipo de presión ya que la labor de campo la realicé íntegramente en mi tiempo libre. Cuando consideré que el asunto estaba maduro, pedí prestado el apartamento a un amigo y me encerré dos días en él para dar a luz mis primeras conclusiones que quedaron plasmadas por escrito en más de 35 folios.

Entregué el trabajo, casi en bruto, a mi director -un hombre lógicamente siempre muy ocupado- y para mi sorpresa vi que se encerraba en su despacho y lo leía entero de un tirón.

Debo dejar claro que desde el primer momento recibí de él un apoyo sin fisuras. La única pega que planteó es que, por razones de espacio, era imposible publicarlo, sin cortar, en una sola entrega y que, por tanto, habría que adelgazarlo. Así lo hice, respetando la esencia de lo que le había presentado. El texto resultante ocupó cinco páginas enteras -algo realmente insólito en un diario- del ejemplar de EL MUNDO del domingo 18 de abril de 2004.

El reportaje no había sido concebido con vocación de continuidad y la mejor prueba de ello es que no llevaba numeración que indicara que aquello fuera a seguir. Lo que a la postre resultó, sin embargo, una primera entrega recopilaba las preguntas de sentido común que cualquier ciudadano podía plantearse a la vista de los datos oficiales sobre los atentados. Supuso un éxito de venta y el texto comenzó a circular en Internet y a base de fotocopias en los días siguientes.

El encargo del director desde el momento de su publicación fue taxativo: había que responder a todas aquellas preguntas, cualquiera que fuera el resultado y se tardara lo que se tardara en conseguirlo.

En aquellos días no podía imaginarme que menos de un año más tarde se habrían publicado 14 entregas de los agujeros negros. Ni que esas dos palabras quedarían acuñadas en una parte de la opinión pública y que ésta asumiría como propias muchas de las preguntas planteadas.

No ha sido un camino de rosas. Remar contra corriente siempre es incómodo.

Tal vez el momento de mayor desazón surgió en Gijón, en plena Semana Negra, cuando, en una mesa redonda a la que me había invitado un viejo amigo y a la que nunca debí acudir, una señora del público me espetó que lo que estaba publicando era «una repugnante maniobra de intoxicación al servicio de un partido político». Para completar el cuadro alguien de las últimas filas gritó -a modo de insulto- la palabra «Fungairiño».

Es justo reconocer que también ha habido momentos reconfortantes en los que personas de distintos estamentos sociales me han expresado su aliento para que continuara en el camino emprendido, atribuyéndome una responsabilidad excesiva desde cualquier punto de vista.

SILENCIO

El silencio absoluto de la competencia sobre cada uno de los descubrimientos de mi trabajo y del de mis compañeros y la contraprogramación constante para desacreditar lo que publicábamos, son hechos que en nuestro oficio cualquier profesional debe asumir con naturalidad.

Algunos políticos -los de la oposición- llegaron a acercarse a mí para advertirme que esperaban con ansiedad la próxima entrega. Como si depositaran sus esperanzas en lo que pudiéramos averiguar. Como si ellos, y todo su grupo de poder, no tuvieran infinitos más medios de aproximarse a la verdad que los de unos simples reporteros.

El silencio del partido en el Gobierno ha sido muy elocuente. Me consta que sólo se agitaron las aguas en momentos muy puntuales como el del descubrimiento de la cinta con la grabación de Campillo a Lavandera. Los agujeros nunca les han preocupado, a pesar de que conseguimos desvelar a la opinión pública datos como que la banda de Avilés trabajaba para la policía, que se permitió el traslado de explosivos, que una parte se trasladó en tres viajes en un autobús de línea, que desde el teléfono de un policía se hacían llamadas a los miembros de la banda, que ETA robó un coche para un atentado en el callejón de Avilés donde vivía Emilio Suárez Trashorras, que la Guardia Civil miró para otro lado, o que las numeraciones de los envoltorios encontrados entre los restos del piso de Leganés conducían a muchas otras explotaciones además de a Mina Conchita.
Varios miembros destacados del Partido Socialista han comentado en privado que cuanto más se enmarañe la trama de personajes que salen a la luz menos posibilidades tiene el relato de calar en la gente. Es como engordar el señuelo.

Tienen razón. Son tantos los nombres de confidentes, mandos policiales, agentes de base, traficantes de droga y explosivos, transportistas, manipuladores de tarjetas, chorizos, testigos ocasionales, testigos protegidos, sin contar las dificultades lógicas de manejar nombres en árabe- que se han barajado, que ni siquiera los muy interesados en el tema pueden ser capaces de seguir el relato sin perderse. «Déjales que hablen», decía en un círculo íntimo Rubalcaba, «nadie en la calle sabe distinguir entre Trashorras, Zouhier, Lavandera o Zougán».

Insisto en que tiene razón. Un exceso de información, en ocasiones filtrada con mala intención y, sobre todo, encaminada en direcciones opuestas, ha conseguido el pernicioso efecto de que nadie sepa a qué atenerse. La confesión completa de un arrepentido que relatara en un medio de comunicación todos los pormenores de cómo se montaron los atentados pasaría hoy totalmente desapercibida.

A la numerosa y absurda lista de los autores intelectuales, de los inductores, de los responsables de la matanza que se publicaron en las primeras semanas, como ya denunciamos en el primer agujero, habría que añadir las decenas de nombres que se han añadido posteriormente. ¿Han sido los iraquíes, los sirios, los marroquíes, los saudíes, los afganos, los egipcios? ¿A qué corriente integrista obedecían los pequeños delincuentes de Lavapiés?

No hay respuesta oficial, aunque la lista de autores intelectuales aumente con cada doble página, con cada reportaje de televisión en una cadena sin sentido en la que vale todo y que no nos lleva a ninguna parte. Está aclarado todo -asegura el Gobierno con insistencia- pero aún queda por descubrir algo tan insignificante como quién tuvo la idea, quién lo planeó tan minuciosamente y quién lo mandó ejecutar.

Eso sí, sabemos con seguridad quién llevó a cabo los atentados, con nombres y apellidos, a pesar de que en su contra no hay más pruebas que algunos testimonios contradictorios de testigos en los trenes, huellas desperdigadas y llamadas telefónicas entre los miembros del grupo integrista, en las que nunca se mencionan los atentados ni se nombra la palabra explosivos. A pesar, sobre todo, de que eran personas controladas por varios servicios de las Fuerzas de Seguridad, antes, durante y después del 11-M. Individuos fichados en Marruecos, en España y en las cancillerías que se precian de tener datos fiables sobre posibles islamistas radicales. Personas con sus teléfonos controlados, individuos con pequeños negocios cuyos locales estaban pinchados por la policía, la Guardia Civil o el CNI. Viejos conocidos de todos los que husmean entre los grupos radicales.

¿Y quieren hacernos creer que esos personajes consiguieron burlar el cerco de seguridad y sorprendieron a todos los que los vigilaban? Las cosas no son así en el mundo real.

DEDUCCION

Pero lo más llamativo, desde el punto de vista intelectual, la mentira más flagrante que quieren colarnos es la de que los explosivos empleados en la masacre pudieron obtenerlos de una forma sencilla al entrar en contacto con una pequeña banda de delincuentes de Avilés, alguno de cuyos miembros estaba vinculado a una pequeña explotación minera.

Todo muy normal, excepto por el pequeño detalle de que cada uno de los individuos de la trama asturiana, Emilio Suárez Trashorras, Antonio Toro Castro, Carmen Toro Castro y Javier González Díaz, eran confidentes de la policía. Y estaban, o debieran haber estado, controlados por la Guardia Civil a la que, con pelos y señales, habían contado al menos tres personas -ya desde el verano de 2001- cómo vendían grandes cantidades de explosivos y cómo querían encontrar a alguien que supiera fabricar bombas con móviles.

La verdad incuestionable es simple. Los implicados en la matanza del 11-M estaban controlados de una u otra forma por las Fuerzas de Seguridad. Los que les proporcionaron los explosivos eran chivatos de las Fuerzas de Seguridad. La persona que puso en contacto a ambos grupos cobraba de las Fuerzas de Seguridad -así lo ha reconocido el propio Rafá Zouhier-. La Guardia Civil conocía de antemano el atraco por el que le internaron en la prisión de Villabona, donde precisamente conectó con el proveedor Antonio Toro.

No se puede pedir más. Bueno, sí. Se puede añadir la confesión, declarada a este reportero por miembros de la Guardia Civil en el verano de 2004 -cuando todavía la trama de Avilés no había adquirido tanta relevancia- en el sentido de que la entrega de los explosivos en Asturias por parte de Emilio Suárez Trashorras a la llamada célula islamista estuvo en todo momento vigilada. No he podido encontrar otra fuente que lo ratifique.

«El problema -me aseguraron- es que dicen que los perdieron al llegar a Madrid porque creían que iban a ir a una dirección y fueron a otra».

Si la trama de Avilés estaba controlada, si la célula de los islamistas se encontraba bajo vigilancia, ¿cómo puede explicarse que en el último momento los presuntos autores materiales -teóricamente unos inexpertos principiantes- fueran capaces de despistar a sus controladores que a una semana de las elecciones se encontraban en nivel de alerta máximo?.
¿Cómo pudo un grupo de principiantes llevar a cabo una operación tan compleja como si se tratara de veteranos profesionales?

Cuando el planteamiento ortodoxo llevaba a la implicación de Al Qaeda, salieron a la luz nombres que sugerían la implicación de personajes de varios países, como El Tunecino o El Egipcio, aunque es bien sabido que se trataba de marroquíes.

Hacía falta un fabricante de bombas, alguien con los conocimientos necesarios para poder montarlas. Se indica inmediatamente que el responsable es alguien a quien apodan El Químico. Cuando se rectifica, el mensaje ya ha calado en la opinión pública.

Cualquier resquicio abierto en una dirección que se aleje de la autoría de Al Qaeda es considerada anatema. Pero la realidad es que los que saben sobre esa organización, estadounidenses, jordanos e israelíes tienen muchas dudas desde el primer momento. En Amán advierten a un emisario español de que esa es una pista equivocada. Los americanos van más lejos y aseguran que al considerar que Al Qaeda no es la autora material del atentado han perdido todo interés por el tema. Los israelíes, obligados por la disciplina que les ha impuesto su Gobierno, guardan silencio y recopilan datos. ¿Por qué se empeñan en presentar como individuos peligrosos a vulgares rateros? Jamal Ahmidán era un fanático integrista, según esta versión. Pero los vecinos de Morata dicen que su novia llevaba unas minifaldas de vértigo.

Miembros del CNI fueron taxativos con este reportero a finales de marzo. «Los miembros de Al Qaeda nunca roban vehículos para cometer sus atentados. Los compran o los alquilan. Los miembros de Al Qaeda jamás se mezclan con el mundillo del hampa musulmán. Los miembros de Al Qaeda jamás utilizan delincuentes. Los miembros de Al Qaeda nunca improvisan, ni consiguen los materiales explosivos en el último momento».

Sus células son estancas. Unos lo planean, otros proporcionan los medios materiales, unos terceros vigilan, los cuartos lo ejecutan. No se conocen entre sí. No pueden arriesgarse a que la policía capture a uno de ellos y quede al descubierto todo el entramado.

IMPROVISACIÓN

Alguien quiere hacernos creer que 12 días antes de los atentados los terroristas aún no tenían en su poder la carga mortífera. Siendo tan importante la fecha de la ejecución, no disponen de los explosivos e improvisan la operación con un delincuente español, calificado por los médicos como enfermo esquizoide que, por si fuera poco, tiene que prestarles el vehículo para el traslado de los explosivos. Y se fían de un confidente.

¿Y si Trashorras en el último momento se hubiera arrepentido? ¿Y si pide más dinero del estipulado? ¿Y si nieva ese día más todavía de lo que nevó y no consiguen llegar hasta la mina?

Quien planeó la masacre dio cuerda al señuelo más importante de toda la operación: la trama de Avilés y la entrega de los explosivos a la banda de Lavapiés. Necesitaban unos culpables creíbles para una primera impresión y un hilo conductor que llevara hasta ellos sin complicaciones. La tarjeta del móvil encontrado en la mochila de Avilés era la mayor de todas las piedras de Pulgarcito. La pista definitiva.

Curiosamente una de las grandes preocupaciones que tienen siempre los terroristas que han utilizado teléfonos móviles para sus atentados es el de no dejar pistas en el caso de que el artefacto no explosione.

¿A quién se le podría ocurrir seguir utilizando esas tarjetas después de que se conociera que la policía había encontrado una de ellas? ¿Por qué iban a emplear tarjetas compradas por ellos, manipuladas en la misma ciudad y distribuidas en sus propios locutorios? Ni siquiera un loco haría algo así. La mejor prueba es que la policía aún no ha sido capaz de localizar a los propietarios de los dos números que recibían y enviaban llamadas relacionadas con la célula de Avilés. Una de ellas comprada, por cierto, en Gijón y utilizada hasta el 2 de junio.

Y el colmo de la sinrazón. Semanas después del atentado y cuando aún están en libertad, la mayor parte de los presuntos autores materiales, se reúnen en un piso de Leganés donde aún conservan pruebas materiales de los atentados: parte del explosivo, armas y envoltorios de cartuchos.

Y todo ello, con el dormitorio de ese piso pared con pared con el de un policía, el que prestará los planos de su casa a los Geo para que se orienten.

¿Dónde están las vainas que dispararon durante «horas» con ametralladoras? Trescientas por minuto es la cadencia de disparo de esas armas. Pero en la relación exhaustiva de los Tedax y de la Policía Científica no existen las vainas de los cartuchos presuntamente disparados por esas ametralladoras. ¿Y dónde están los impactos de esas balas? ¿Y la marcación exacta de sus trayectorias, como se hace siempre en cualquier investigación policial?

¿Desde cuándo ante una situación de emergencia -aunque no fuese de la gravedad planteada el 3 de abril en Leganés- se recluta a los geos en los cines? ¿Acaso no hay un retén de guardia en su acuartelamiento? ¿No se ha medido hasta la extenuación en los ejercicios de entrenamiento el tiempo de llegada de este retén a cualquier lugar de España?

Los Geo graban todas las operaciones que realizan. ¿Dónde están las grabaciones de aquella operación, por qué no la hacen pública en su totalidad? ¿Pidieron la confirmación de la orden de entrada, para que quedara constancia, por considerarla absurda?

Un año después del 11-M, los investigadores policiales no son capaces de determinar el tipo de dinamita que explosionó en los trenes. Tampoco han sido capaces de demostrar que la dinamita encontrada salió de Mina Conchita. Por las numeraciones de los envoltorios hallados entre los restos de Leganés sólo se puede saber que una pequeña parte de la correspondiente a esos lotes llegó a Mina Conchita. ¿A dónde fue el resto? ¿Porque no pudo salir de esos lugares la que explosionó?

DEDUCCIÓN

Sólo una pura deducción lleva a los investigadores al convencimiento de que las mochilas que explosionaron en los trenes llevaban teléfonos móviles como temporizadores. Lo suponen porque en la mochila que se desactivó, la encontrada en la comisaría de Vallecas, y en otra, que lograron neutralizar, situada en un arcén, había teléfonos. ¿Y si el resto explotó por radio control? No hay forma de demostrar ni una cosa ni la contraria.

¿Y si las mochilas que no explosionaron, con sus teléfonos móviles, la tarjeta que llevó a la célula presuntamente integrista de Lavapiés, la cinta coránica y los restos de dinamita en la furgoneta de Alcalá fueran tan sólo señuelos para los investigadores? Sí, ya sé. Parece una novela de Le Carré. Pero es que la realidad -y perdónenme que se lo recuerde- es casi siempre aún peor.

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