La dinamita cerebral de los terroristas

22-03-04


LA INVESTIGACION

La dinamita cerebral de los terroristas

PSICOLOGIA DE LA VIOLENCIA. Las investigaciones de los últimos años han demostrado que los terroristas islámicos no son psicópatas o personas desesperadas por la pobreza. De hecho, el retrato robot de un 'guerrero de Alá' es el de un hombre joven, soltero, bien integrado en su comunidad, de clase económica y nivel educativo medio. La clave de su comportamiento asesino es una sed de venganza alimentada por la percepción de que sus pueblos han sido humillados
Por Eduardo Salvador

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Cómo es posible que alguien -un ser humano- sea capaz de plantar una mochila cargada de explosivos en un tren abarrotado de gente? Todos los madrileños -y durante los últimos días madrileño ha sido el mundo entero- nos lo hemos preguntado. La mayoría hemos caído en la tentación de suponer que sólo un demente, un monstruo o un ser inhumano sería capaz de algo así. La psicología, sin embargo, ha demostrado que todos y cada uno de nosotros poseemos las semillas del fanatismo y la crueldad, y que a menudo son personas ordinarias y nada demoníacas quienes cometen los actos más atroces.

El perfil del terrorista de Al Qaeda, cuya autoría del 11-M parece cada vez más probable, no concuerda con esa idea tan extendida del psicópata malvado y cobarde, ni la del miserable desesperado por la pobreza y la ignorancia. Al contrario, los retratos robot coinciden en identificar a un hombre joven, soltero, libre de trastornos mentales, bien integrado en su comunidad, de clase económica y nivel educativo medio. Los vecinos y conocidos suelen comentar de ellos que les sorprende que fueran capaces de tales fechorías, que eran amables y bien educados. En definitiva, gente muy normal.

Pero ¿es posible que personas normales puedan participar en una masacre calculada y planificada? Tras el holocausto judío en la Alemania nazi, esta misma pregunta impulsó a numerosos psicólogos a iniciar un estudio sistemático de la crueldad organizada. Y descubrieron que efectivamente existe algo que puede convertir a personas ordinarias en seres capaces de una gran crueldad: el contexto, la ideología y la presión social.

Quizás el más notorio de los experimentos psico-sociológicos fue el que llevó a cabo Stanley Milgram en 1961 en la Universidad de Yale. A los participantes se les informaba que querían probar los efectos del castigo físico en el aprendizaje, y para ello debían administrar a un «estudiante», otro voluntario atado a una silla en la habitación adjunta y conectado a unos electrodos, un test de memoria y, en casos de error, una serie de descargas eléctricas. Estas últimas se activaban mediante una serie de 30 botones marcados de 15 a 450 voltios y con etiquetas desde «descarga suave» a «peligro: descarga muy intensa». Según iba aumentando la intensidad del castigo, el «estudiante» se iba quejando con mayor fuerza, a través del micrófono, hasta el punto de aullar de dolor e implorar al participante que cesara la tortura.Por supuesto, se trataba de puro teatro, excepto para el participante que debía pulsar los botones.

Si alguna vez alguien protestaba o se negaba a seguir adelante, un «investigador» muy serio le informaba que no se preocupara, que las descargas eran dolorosas pero no suponían ningún riesgo, y que los «investigadores» tomaban plena responsabilidad. A partir de una de las últimas descargas, el «estudiante», que al inicio había mencionado tener «problemas de corazón», dejaba de responder a ninguna pregunta, o incluso a dar señales de vida. Llegados a este punto, el «investigador» animaba al participante a interpretar el silencio como una respuesta incorrecta, y por lo tanto a administrar un nuevo shock (los últimos dos botones estaban marcados sencillamente «XXX»).

La publicación de este estudio, luego replicado ampliamente en distintos países y con innumerables variaciones, provocó un escalofrío colectivo que trascendió fuera del ámbito académico y dio la vuelta al mundo. Un 65% de los participantes llegaron a pulsar hasta el último botón y el 100% llegaron hasta los 300 voltios, confirmando que la mayoría de las personas, si no todas, somos capaces de torturar o incluso matar a otro ser humano por el mero hecho de no contradecir una orden.

Pero, si en un breve y sencillo experimento de laboratorio pueden conjurarse tendencias tan oscuras de nuestra naturaleza, ¿cuánto más fácilmente podrá sucumbir a estas debilidades un ser humano expuesto durante un largo periodo de años o décadas a un contexto social propicio a ello? La respuesta podemos encontrarla en las zonas más conflictivas de Oriente Medio, auténticos caldos de cultivo para el terrorismo. En estos entornos resulta muy fácil la labor de reclutar a asesinos de masas, incluso suicidas, entre una población de personas no patológicas. ¿Por qué?

Scott Atran, psicólogo y antropólogo de la Universidad de Michigan (EEUU) analizó hace un año en la revista Science y en su libro En los dioses confiamos el contexto social que aviva las llamas de ese fuego potencial. Según Atran, uno de los detonantes principales lo proporciona «un sentido colectivo de injusticia histórica, sometimiento político y humillación social». Por su interés geoestratégico, la zona de Oriente Medio ha sido el escenario de grandes conflictos territoriales y económicos entre diversos estados, etnias, facciones y poderes extranjeros. Como resultado, en lugares como Palestina, Afganistán o Irak se ha desarrollado en millones de individuos la percepción de que ciertos agresores han atacado y humillado sus pueblos hasta límites intolerables.

Según Atran, los grupos que reclutan mártires de Alá ofrecen la solución perfecta (redención mediante la guerra santa) para el problema de estos consumidores (su dolor emocional). Las nuevas variantes extremistas de la religión musulmana, un fenómeno reciente y minoritario más que una vuelta al pasado tolerante y abierto del islam tradicional, proporcionan lo que este especialista denomina una «esperanza religiosa compensatoria»: la posibilidad de recuperar el honor perdido mediante la lucha armada y el martirio.

La combinación explosiva de estos elementos de humillación y compensación religiosa, según Atran, es la dinamita mental que transforma a personas ordinarias en terroristas del siglo XXI.Una vez mezclada esta mortal fórmula, los grupos de reclutamiento se aprovechan de un mecanismo psicológico adicional para poner en marcha su bomba de relojería humana: los lazos emocionales entre los miembros de un grupo.

Los reclutadores hábilmente crean fortísimos lazos entre los componentes de unidades operativas formadas por grupos de tres a seis personas, quienes se comprometen explícitamente a morir unos por otros (normalmente mediante un testimonio grabado en vídeo). Este espíritu de sacrificio y entrega al grupo -en otros contextos una fuerza positiva y creativa que permite al ser humano realizar sus mayores y más admirables proezas-, en este caso también le permite colocar una mochila mortífera en un tren, con la conciencia tranquila y el corazón lleno de «amor» por sus «hermanos» del grupo y «por Alá».

Atran propone que si los políticos realmente quieren luchar contra el terrorismo, deberían fomentar la investigación de los contextos sociales que contribuyen a convertir individuos sanos y ordinarios en bombas humanas, incluido el papel de nuestras propias políticas geoestratégicas. Hace un año, en vísperas de la cumbre de las Azores, este investigador norteamericano advertía en Science que «a la larga, nuestra sociedad no puede ignorar ni las consecuencias de sus propias acciones ni las causas que existen detrás de las acciones de los demás. Los costes potenciales de tal ignorancia son terribles de contemplar». En Madrid, esta vez, no hemos tenido más remedio que contemplarlas.

Eduardo Salvador es psicólogo social.

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