CARTA DEL DIRECTOR San Mateo 21, 28-32 PJR

Domingo, 9 de abril de 2006.

OPINION
CARTA DEL DIRECTOR
San Mateo 21, 28-32
PEDRO J. RAMIREZ

En aquel tiempo dijo Jesús a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo: un hombre tenía dos hijos. Se acercó al primero y le dijo: hijo, ve hoy a trabajar a la viña ».

Estoy seguro de que la querencia de Pepe Bono hacia la palabra del Evangelio le compensará con creces de esta puñetería mía al hermanarle con Alfonso Guerra precisamente en el momento de su salida del Gobierno y de su presunto abandono de la vida pública.

Pero es que la semana comenzó con el alboroto del disonante quiquiriquí del gallo sevillano y se ha cerrado con la conmoción del inquietante mutis por el foro del mastín albaceteño. Y más allá de la coincidencia temporal, su antitética forma de responder a las expectativas creadas a partir de una misma concepción de la unidad de España y la defensa del orden constitucional encaja perfectamente en la dispar conducta de los dos hermanos llamados en la parábola a cultivar la viña del Señor.
(.../...)


El uno se apresuró a proclamar que iría, pero no lo hizo. El otro manifestó que no acudiría, pero a la hora de la verdad dio el paso al frente y compareció en el tajo. «¿Quién de los dos hizo lo que quería el padre?», preguntó Jesús.

Hagamos un poco de historia. El viernes 8 de julio del año pasado el presidente de la Comisión Constitucional, Alfonso Guerra, pronunció en los Cursos de Verano de El Escorial una importante conferencia sobre las reformas de los Estatutos de Autonomía que comenzaba con el siempre expresivo abrelatas dialéctico del cuento del inexistente ropaje del rey: «Hay poca libertad para hablar de estas cosas, todo el mundo dice que el rey está vestido cuando sabemos que está desnudo».

Guerra se refería a la pretensión de hacer pasar por reformas estatutarias las que en realidad, tanto a través del plan Ibarretxe como del proceso iniciado en Cataluña, no podían ser contempladas sino como «reformas no declaradas de la Constitución». Advirtió que él no estaba «dispuesto a tragar con ruedas de molino» porque «estamos ante la elaboración de nuevos Estatutos, cosa que, por cierto, no contempla la Constitución» y puso como ejemplo que «el actual Estatuto de Cataluña tiene 57 artículos y ahora ya van por el 350».

Entre sus múltiples y bien fundadas objeciones a esa «reforma encubierta de la Constitución», trufadas en un texto plagado de sus habituales divagaciones, a mí me parecieron esenciales estas siete:

1.- «Algunas fuerzas políticas y gobiernos autónomos quieren adjetivar sus respectivas comunidades. No se conforman con el nombre que tienen de solteras, sino que ahora quieren un nombre matrimonial. Unos se quieren llamar 'nacionalidad', otros 'nación', otros 'comunidad nacional'. Tal diseminación sólo aporta confusión, además de una insolvencia de nuestro país más allá de nuestras fronteras».

2.- «¿Por qué un Estatuto de Autonomía tiene que recoger los capítulos de derechos y libertades que ya están en la Constitución? Porque están hechos con una mentalidad no de comunidad autónoma sino de Estado».

3.- «El afán imitador del Estado que tienen muchas comunidades lleva a que cada una ha creado su propio Tribunal de Cuentas, su propio Defensor del Pueblo y su propio Consejo Económico y Social. Es decir, imitan absolutamente al Estado, lo cual no era la voluntad de los constituyentes».

4.- «¿Qué significa para ellos blindar las competencias? Se trata de impedir la elaboración de las Leyes de Bases que es una competencia que otorga la Constitución Española a la Administración central.En verdad podríamos decir que es la Comunidad Autónoma la que establece límites a la legislación del Estado».

5.- «Se pretenden modificar leyes orgánicas a través de los Estatutos en un sistema de mandato legislativo desde una Asamblea autonómica al Parlamento español. No cabe en la Constitución que una comunidad autónoma desde su parlamento pueda maniatar a la soberanía popular que es el Congreso de los Diputados».

6.- «Pretenden utilizar el artículo 150.2 de la Constitución para acaparar competencias con la sola condición de mencionarlas en los Estatutos. Por ejemplo para fijar la participación en los organismos del Estado. Es una técnica jurídica que en realidad es una burla».

7.- «Las pretensiones de fijar la financiación en los Estatutos de Autonomía chocan con la legalidad vigente que establece que será el Consejo de Política Económica y Financiera el que lo haga. Se intenta trasladar la distribución de la renta de las personas a un ámbito territorial. Pero ésta es una concepción predemocrática, anterior a la Revolución Francesa, propia de cuando los sujetos de Derecho eran los estamentos o los territorios».

No sólo eran verdades como puños -y la expresión no puede estar mejor empleada, tratándose de Guerra- sino que, proviniendo de alguien encaramado a una posición estratégica clave como la Presidencia de la Comisión Constitucional y con ascendiente directo sobre dos o tres docenas de diputados con nombre y apellidos, todos las interpretamos como una batería de advertencias dirigidas al propio presidente del Gobierno.

En la medida en que el texto aprobado por el Parlamento catalán -«en broma», según el consejero Carretero- consumaba no sólo estas sino casi cualquier otra vulneración constitucional imaginable, la presunta dimensión de hombre de Estado de Alfonso Guerra se convirtió en una de las últimas válvulas de seguridad del sistema.Aunque pudieran llevarse al huerto a Zapatero, del Rey abajo ninguno pensaba que los nacionalistas podrían franquear el umbral de legalidad defendido por tan fiero cancerbero.

Eran los días en los que en el bar del Congreso se elaboraba la lista del hasta medio centenar de potenciales rebeldes con Benegas, Marugán y Acosta como mascarones de proa y en los que hasta un casual encontronazo en el pasillo entre los dos protagonistas de esta semana era interpretado como un indicio de que la fronda españolista germinaba con suficiente fuerza como para sofocar las más acérrimas enemistades.

Luego vino el pacto entre Zapatero y Artur Mas y enseguida el inicio de los trabajos de la ponencia y el plenario de la Comisión Constitucional. No eran 350, sino «tan sólo» 223 artículos y 15 disposiciones adicionales los que llegaban a las dependencias de la Carrera de San Jerónimo, pero aquello seguía siendo, por supuesto, un «nuevo Estatuto» con todas sus consecuencias. La inocentada nacionalista había quedado podada de sus más chirriantes timbres de escarnio, pero ahí continuaba, maquillado con desigual fortuna, todo el escaparate de las transgresiones denunciadas por Guerra sólo medio año antes: la autodefinición como nación, la retahíla de derechos y deberes sólo para catalanes, la calcomanía de instituciones propias de un Estado, el blindaje de competencias, la predeterminación del contenido de leyes orgánicas, la usurpación de atribuciones y el establecimiento de un nuevo sistema de financiación que será impuesto a las demás comunidades.

Ante el estupor general lo único que cabe decir de su participación en el proceso es que Guerra dirigió los debates con habilidad dialéctica, buen humor y cierta galanura de la vieja usanza al dirigirse a las señoras diputadas. Ni emitió ninguna señal de alarma ni sostuvo pulso alguno -siquiera fuera de manera testimonial para quedar a bien con su conciencia- contra la dirección de la corriente. El día de la votación final no sólo emitió su aprobación con toda soltura, sino que ayudó activamente a Rubalcaba a amansar a sus últimos mohicanos.

¡La fatalidad de la disciplina de partido! Más allá de ese diagnóstico -extrapolable también a lo ocurrido hace tres años en el PP con relación a Irak- quedaba, sin embargo, la argumentación gubernamental de que todas las fronteras constitucionales, alegremente desbordadas por los bromistas del Parlamento catalán, habían sido recolocadas en su sitio y todas las bombas de relojería contra la viabilidad del Estado autonómico habían quedado desactivadas mediante hábiles subterfugios como el circunloquio sobre la autodefinición como nación, su emplazamiento en el Preámbulo, el carácter sólo «declarativo» de los derechos, la condición «impropia» del deber de conocer el catalán, la remisión del diseño final del poder judicial a lo que diga la Ley Orgánica o la supeditación del sistema de financiación a lo que en definitiva se acuerde para todos. Trucos del almendruco bien poco convincentes para los juristas más escrupulosos, pero que muy bien podían haber proporcionado a Guerra las coartadas intelectuales para su sometimiento de conveniencia.

Y en estas estábamos cuando el pasado lunes va y concede en su feudo sevillano una meditada entrevista a la agencia Efe, en la que suelta eso de que lo que está ocurriendo en España «se parece, salvando las distancias, al proceso de disolución de la URSS». ¡Tócate unas canciones, Mardones! Si dicen algo así -o incluso la mitad de la mitad- Rajoy, Acebes o Zaplana el estigma de apestados tremendistas no les abandonaría durante años. En boca del presidente de la Comisión Constitucional el diagnóstico fue presentado enseguida por los peones de brega del Grupo Socialista como una mera «reflexión teórica». Pero sus palabras han quedado ahí y ya no hay quien las mueva.

No es de extrañar que el escándalo por la frívola incoherencia de Guerra haya neutralizado incluso al que podría haber sido fruto de su negra profecía. O sea que el mismo fulano que ha presidido los debates y acaba de propiciar con su voto el primer paso legal hacia ese orden nuevo, salta de repente las candilejas para augurar desde el patio de butacas todo tipo de desastres como si hubiera sido ajeno a su gestación. «A ese lo fusilaron los nacionales», cuentan que solía decir Franco. Síndrome de Amnesia del Episodio, se le llama en la patología clínica. Es como si Casandra hubiera pronosticado la destrucción de Troya después de haber escondido ella misma a los griegos en la panza del caballo y convencido a su padre y hermanos de que lo metieran en el interior de la ciudad.

El perro ladrador ha resultado ser al fin bien poco mordedor e incluso podría decirse que el cuento del vestido del rey ha terminado cuadrándole a su propio relator. Si él se hubiera «cepillado» todas las aristas del Estatuto, como fanafarroneó ayer en Baracaldo, no habría hecho luego la alarmista comparación con la URSS.

Todo el episodio es último síntoma que explica el descrédito de una clase política -y eso que Guerra siempre se las ha dado de íntegro- tan enfáticamente declamatoria mientras la recitación le salga gratis como integralmente paralítica cuando esté en juego la nómina, la subvención o el coche oficial con chófer a cuenta de la memoria de Pablo Iglesias.

De ese pelotón de conformistas bien recompensados es del que ha demarrado Bono antes de ayer. Para muchos ha sido una enorme sorpresa, pues, a las generales de la ley que acabo de enunciar, habría que añadir en su caso la circunstancia de que tal vez se trate del ministro de toda la historia de la democracia que más disfrutaba en el ejercicio de su cargo. Y se le notaba a raudales.

De qué va a renunciar Bono a los honores de capitán general, al prepáreme el avión que nos vamos a Afganistán o al queda usted arrestado por esto, por lo otro o por lo de más allá Con tal de conservar el mando en tropa este traga con lo que sea Lanzará periódicamente los cuatro gritos de rigor, pero luego se plegará como todo quisque al criterio de la superioridad

Confieso que en un momento determinado yo mismo pensé que Bono empezaba a incurrir en el asilvestramiento dominante y que se conformaba con el cada vez más deslucido papel de coartada compensatoria de un Gobierno que se apartaba crecientemente de sus principios políticos. Por eso cuando, contraviniendo lo que Zapatero le había garantizado que ocurriría, el término nación quedó incluido en el Preámbulo del Estatuto y eso dio pie a que en el articulado hubiera bandera «nacional», himno «nacional» y fiesta «nacional» y él dijo que se sentía «incómodo» con todo ello, nosotros salimos bruscamente al paso, advirtiéndole que a los ciudadanos lo que les importaba saber no era si estaba cómodo, sino si estaba conforme.

Ya tienen, ya tenemos, la respuesta. Bono ha ejercitado su objeción de conciencia sin apartarse de una estricta pauta de lealtad hacia quien un día fue su contrincante y en los dos últimos años se ha convertido en su jefe. Doy fe de que ni en público ni en privado -y algún trato personal he mantenido con él desde que tuvo a bien invitarme a su singularísima toma de posesión-, por más que se tirara de la lengua a quien no tiene la costumbre de mordérsela, las discrepancias políticas nunca se tradujeron en críticas personales al presidente.

Incluso en el momento del adiós el ministro dimisionario ha tenido la elegancia de desdramatizar el contexto político y atrincherarse en la inverosímil explicación de las motivaciones familiares.Puestos a etiquetar la situación con frases apocalípticas, sólo Bono podría rivalizar con Guerra en intencionalidad e ingenio.Pero en su largo y teatral monólogo de despedida no hubo ni una sola concesión de esa índole a la galería. He aquí la diferencia que quiere subrayar el pasaje evangélico: mientras el uno dice pero no hace, el otro hace pero no dice. «La lealtad la expreso con mis palabras y la coherencia la expreso con mis actos», comentaba anteanoche a un amigo el propio Bono, disfrutando ya del inicio de lo que, en medio del escepticismo general, presenta como poco menos que su retirada definitiva de la vida política.

El sólo habla de la imagen de su conducta que podrá un día legar a sus hijos, pero yo no puedo evitar encogerme de hombros. Sencillamente no está en su naturaleza cortarse la coleta. Máxime cuando desde este momento él se convierte en la gran baza de reserva para vertebrar un proyecto de unidad nacional en el caso de que la audaz y peligrosa apuesta de Zapatero descarrile.

Pensar que Bono lo tiene todo calculado con el propósito de hacer de su casa de Toledo -algo menos modesta que La Boisserie de De Gaulle- el nuevo Colombey les-deux-Eglises de la política española, tal vez sea atribuirle demasiada malicia. Pero todavía se equivocarán más quienes vean en él a un espíritu puro y transparente, pues no en vano estoy seguro de que lo que más le gusta de los cuatro versículos de San Mateo, en los que se ensalza el valor de las obras frente al de las apariencias, es cuando Jesús concluye: «Os aseguro que los publicanos y las prostitutas os llevan la delantera en el camino del Reino de Dios». A ver, desde ahora, quién le echa un galgo a Pepe Bono.

pedroj.ramirez@el-mundo.es

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