PARACUELLOS, LA MATANZA QUE VI
14-05-06
Historia
PARACUELLOS, LA MATANZA QUE VI
DIAS DESPUÉS DEL TERRIBLE 7 DE NOVIEMBRE DE 1936, EL ENCARGADO DE NEGOCIOS DE NORUEGA, FÉLIX SCHLAYER, ALEMAN, DESCUBRIO EL LUGAR EN PARACUELLOS DONDE CIENTOS DE PERSONAS FUERON FUSILADAS.POR PRIMERA VEZ, SE PUBLICA EL RELATO EN ESPAÑA
FÉLIX SCHLAYER
Historia
PARACUELLOS, LA MATANZA QUE VI
DIAS DESPUÉS DEL TERRIBLE 7 DE NOVIEMBRE DE 1936, EL ENCARGADO DE NEGOCIOS DE NORUEGA, FÉLIX SCHLAYER, ALEMAN, DESCUBRIO EL LUGAR EN PARACUELLOS DONDE CIENTOS DE PERSONAS FUERON FUSILADAS.POR PRIMERA VEZ, SE PUBLICA EL RELATO EN ESPAÑA
FÉLIX SCHLAYER
Iba a empezar enseguida una reunión con representantes de los partidos del Frente Popular, en el curso de la cual se iba a nombrar la nueva «Junta de Defensa» de Madrid. Inmediatamente después de su nombramiento nos presentaría al nuevo delegado de Orden Público. De hecho, al poco abrió la puerta de la sala, y, acto seguido, afluyó a la misma una muestra de los representantes de los actuales gobernantes, fiel reflejo de los estratos populares de donde procedían: se veía el tipo algo aburguesado, engreído en su superioridad, poco marcial en su antimilitarismo, de los republicanos de izquierdas; luego los hombres de aspecto hermético, pero fiero, de las juventudes socialista-comunistas y, finalmente, los típicos representantes de los «chulos» madrileños, los anarquistas de la FAI que entraban contoneándose y dándose importancia, majestuosos, todos ellos con sus chaquetones de cuero marrón y sus grandes pistolas al cinto; eran los futuros señores soberanos de Madrid, por la Gracia del Pueblo, que iban pasando y desaparecían dentro del despacho del general.
(.../...)
Mientras esperábamos, oímos por el teléfono del otro ayudante cosas interesantes acerca del pánico y del atolondramiento reinantes en Madrid. También aquí se tenía la impresión de que no existía una defensa organizada.
Pasado algún tiempo apareció el ayudante con un hombre joven que tendría de 25 a 30 años de edad, un «camarada» robusto con un rostro de expresión más bien brutal, y nos lo presentó como nuevo delegado de Orden Público. Pertenecía a las Juventudes Comunistas, a la más encarnizada e insensible de todas las organizaciones proletarias. Extremó su cortesía con los diplomáticos, con quienes establecía contacto por primera vez en su vida y nos citó para celebrar una entrevista en su nuevo despacho a las siete de la tarde [...].
Dicha autoridad se llamaba Santiago Carrillo. Tuvimos con él una conversación muy larga, en la que recibimos toda clase de promesas de buena voluntad y de intenciones humanitarias respecto a la protección de los presos y al cese de la actividad asesina.Pero la impresión final que sacamos de la entrevista fue de una total inseguridad y falta de sinceridad. Le dije lo que acababa de oír en la Moncloa y le pedí explicaciones. Carrillo pretendía no saber nada de todo aquello, lo cual me parece totalmente inverosímil, como lo demuestra el hecho de que durante la noche y el día siguiente prosiguieron, pese a sus falsas promesas, los transportes de presos sacados de las cárceles. Prosiguieron sin que Miaja ni Carrillo intervinieran para nada; y sobre todo, sin que pudieran seguir alegando desconocer unos hechos de los que les acabábamos de informar. [...]
En los días que siguieron iba tomando cuerpo la verosimilitud de un crimen de dimensiones inauditas. Recogí información en otras prisiones y pude comprobar que en San Antón y en Porlier se habían producido asimismo «sacas» sospechosas: en la primera, 180 hombres con dirección a Alcalá de Henares, en la última, 200 para Chinchilla. Pronto pude averiguar que de los 180 hombres con dirección a Alcalá sólo llegaron 120. ¡A unos 60 los asesinaron por el camino! Otra expedición, de unos 65 procedentes de San Antón, que afortunadamente se había retrasado algo, pudo salvarse en el último momento.
Ahora se trataba todavía de aclarar lo ocurrido con los otros 1.200, procedentes de la Cárcel Modelo y de la de Porlier. Conseguí, a duras penas y valiéndome de determinadas relaciones, obtener comunicación con el penal de San Miguel de los Reyes en Valencia y con el de Chinchilla, a cuyos desprevenidos directores pregunté, apelando a su conciencia, cuántos presos procedentes de las cárceles de Madrid habían ingresado durante la última quincena en sus establecimientos penitenciarios. En ambos casos me aseguraron, extrañados, que ni uno solo. También les pregunté si no había llegado notificación alguna en forma de lista. No, no habían recibido ni notificación ni lista. Por si acaso, telefoneé aún a la prisión principal de Valencia, en donde me dieron idéntica información.
[...] Me fui luego a efectuar una visita a la cárcel de Alcalá, pensando que quizá podría saber algo por los que allí habían llegado procedentes de San Antón. El delegado de la Cruz Roja Internacional no me acompañó, naturalmente, a las visitas secretas, ya que no hablaba español y su presencia más bien hubiera entorpecido las cosas. En la prisión de Alcalá nos encontramos con el encargado de Negocios de Argentina, don E. Pérez Quesada, con el que yo ya había compartido a menudo tareas humanitarias.
Le hice partícipe de mis averiguaciones y le invité a venir conmigo, pues estaba decidido a desviarme en el viaje de regreso, a fin de conseguir, pasara lo que pasara, encontrar aquel ominoso lugar.
Se mostró dispuesto a acompañarme, y fuimos un par de kilómetros por una carretera secundaria desde el pueblo de Torrejón hasta el puente sobre el Henares. Allí, junto a la carretera, había una casa solitaria que había sido anteriormente una modesta casa de peones camineros. [...] Delante de aquella casa había algunas mujeres sentadas, con unos niños jugando. Cerca de ahí se bifurcaba un camino rural y uno de sus ramales bajaba hacia el río en dirección a un castillo del siglo XVIII, llamado Castillo de Aldovea. El cauce del río es profundo en aquel lugar y sus orillas están abundantemente cubiertas de árboles y vegetación de monte bajo.Yo sospechaba de ese camino en el que, sin embargo, no se veían huellas del paso de coches, huellas que hubieran tenido que apreciarse, pues hacía mucho tiempo que no llovía.
A las preguntas que, con precaución, les hacía acerca de los autobuses que habían pasado por ahí el domingo anterior, las mujeres respondían tímidamente que ellas eran forasteras, recién trasladadas desde sus pueblos esos mismos días, y que no habían observado ni oído nada. Continuamos conduciendo río arriba hasta una casita solitaria. Afortunadamente sólo estaba en ella una mujer, quien nos contó sin apuros que, efectivamente, el domingo [8 de noviembre] por la mañana pasaron un buen número de autobuses que, llenos de hombres procedentes de Madrid, torcían para entrar en el mencionado camino rural. Al poco tiempo empezó un tiroteo que duró toda la mañana. Eso sucedía en el lecho del río, muy cerca del castillo. El lunes, temprano, aún vino otro autobús con unos pocos.
Luego fuimos por el camino vecinal en dirección al castillo y observamos el lecho del río. Debido al espesor de la arboleda no pudimos dar con el lugar de la matanza, ni siquiera yendo a pie. A continuación fuimos en coche hasta el castillo, en el que entré. Allí estaban los hombres que custodiaban un establecimiento de doma de caballos alojado en dicha finca. Pregunté por el «responsable», que afortunadamente no se encontraba ahí. Luego me dirigí al único que estaba de guardia -un miliciano-, y dando por sabido lo ocurrido, le pregunté sin rodeos dónde habían enterrado a los hombres que fusilaron el domingo. El hombre empezó a hacerme una descripción algo complicada del camino. Le dije que sería mucho más sencillo que nos acompañara y nos enseñara el lugar; me hizo caso, se colgó el fusil y nos condujo hasta ahí. A unos 150 metros del castillo se metió en una zanja profunda y seca que iba del castillo al río, y que llaman «Caz»; era una antigua acequia. Ahí empezaba, en el fondo de dicha zanja, un montón de unos dos metros de alto de tierra recientemente removida.Lo señaló y dijo. «Aquí empieza». Reinaba un fuerte olor a putrefacción; por encima del suelo se veían desigualdades, como si emergieran miembros; en un lugar asomaban botas. No se había echado sobre los cadáveres más que una fina capa de tierra. Seguimos la zanja en dirección al río. La remoción reciente de tierra y la correspondiente elevación del nivel del fondo de la cacera tenía una longitud de unos 300 metros. ¡Se trataba, pues, de la tumba de 500 a 600 hombres!
ATADOS DE DOS EN DOS
Tal como pude sonsacarle al miliciano, aquello había transcurrido de la siguiente manera: los autobuses que llegaban se estacionaban arriba en la pradera. Cada 10 hombres atados entre sí, de dos en dos, eran desnudados -es decir, les robaban sus pertenencias- y enseguida les hacían bajar a la fosa, donde caían tan pronto como recibían los disparos, después de lo cual tenían que bajar los otros 10 siguientes, mientras los milicianos echaban tierra a los anteriores. No cabe duda alguna de que, con este bestial procedimiento asesino, quedaron sepultados gran número de heridos graves, que aún no estaban muertos, por más que en muchos casos les dieran el tiro de gracia.
[...] Sólo me falta esclarecer las demás actuaciones asesinas.Mis anteriores acompañantes no mostraban mucho afán por caer en aquel avispero, de forma que el domingo por la mañana, una semana después de los hechos aquí narrados, salí para allá con mi joven y animoso conductor y un «adolescente» de 75 años, de origen portugués, que había sido hacía años secretario mío y que ya no tenía mucho aprecio por la vida.
Dejamos atrás el aeropuerto de tráfico civil de Barajas y cruzamos el Jarama hacia Paracuellos. Este pueblo está maravillosamente situado sobre una elevación perpendicular al valle de dicho río, desde el que se disfruta de una vista espléndida de Madrid y su meseta, así como de la sierra de Guadarrama, más al fondo.Al llegar yo, había en un lugar, entre las casas de aquel pueblo y el declive abrupto de la meseta al valle, un considerable grupo de hombres con escopetas de caza y fusiles al hombro. Me acerqué a ellos y les pregunté acerca de las posibilidades que había en el pueblo de comprar patatas para el Cuerpo Diplomático. Replicaron, recelosos, que en aquel pueblo no había patatas y que tendría que ir como a 10 kilómetros más allá para encontrarlas. Me volví hacia el panorama que se disfrutaba y dije que quería admirar aquella vista, ya que no conocía el pueblo y sus alrededores.Así empecé a andar paso a paso a lo largo del borde mismo del brusco declive, donde vi a alguna distancia un corte profundo, como un barranco, que me pareció muy sospechoso. Dejé a mi «señor mayor» con los campesinos para que los entretuviera y distrajera, pues enseguida me di cuenta de su actitud, más bien de rechazo.Era manifiesto: se habían dado órdenes severas y no se fiaban de mí, de modo que de aquella gente no se podía sacar nada. Dos de ellos me siguieron y me dijeron: «No vaya usted hacia esa parte, que están queriendo probar una granada, y puede explotar de un momento a otro». Ahora lo veía ya claro. Sonreí y dije: «Estoy muy acostumbrado a las granadas, no me asustan», y continué mi camino. Al borde del barranco vi a tres muchachitas sentadas que me parecieron más normales que aquellos herméticos campesinos, y aparentando no perseguir finalidad alguna, me fui hacia ellas.Los campesinos entonces las llamaron, diciéndoles que volvieran enseguida, porque ahí fuera había peligro. Pero yo ya me había adelantado tanto a mi «guardia de honor» que aún pude alcanzar a las muchachas en su trayecto de vuelta y preguntarles, como si de algo muy sabido se tratara: «¿Dónde han enterrado el domingo pasado a toda la gente que mataron aquí?». Una pequeña de unos 12 años señaló enseguida hacia abajo: «Ahí, en el barranco».Otra, de unos 16 años, que seguramente ya sabía más y estaba más aleccionada, añadió sin embargo: «Pero eran muy pocos, como unos 40 sólo". Ante lo cual exclamé: «¡Vaya, pues autobuses había unos cuantos!», a lo que ella replicó, manteniéndose en sus trece: «No, era muy poca gente, igual que otras veces que han matado a algunos aquí afuera, pero sólo a muy pocos». «¡Para restablecer el orden, como estaba mandado!», añadió. Entretanto, las llamadas de los hombres se hicieron tan terminantes que ellas se alejaron corriendo. La situación se estaba poniendo crítica, ya que aquellos hombres se daban cuenta de que no era precisamente el paisaje lo que había motivado mi visita a su pueblo. Les saludé amistosamente y me fui.
Ibamos en el coche por una carretera que seguía el trazado del río, entre éste y el mencionado declive escarpado de la meseta, hacia el pueblo de Cobeñas, y yo recorría con la vista el terreno del barranco, pero no podía ver ninguna clara señal de tierra removida. Entrar en el barranco para investigar parecía, en verdad, demasiado peligroso, ya que los campesinos seguían en lo alto del cerro con sus escopetas, observando en actitud amenazante mi coche: su actitud ya no era de desconfianza, sino de rabia.Seguí, pues, hasta que un recodo de la cadena de colinas nos ocultó de sus miradas. Una vez allí, me dirigí a una gran casa de labor, donde aún había arados de vapor que yo había suministrado hacía ya más de 35 años y, con el pretexto de volverlos a ver, entablé amistad con el actual propietario. Llevé la conversación a los recientes acontecimientos, pero aquel señor parecía, efectivamente, no haberse dado cuenta de nada, a pesar de que vivía a sólo cinco o seis kilómetros de donde se produjeron.
Retrocedimos para tratar de averiguar algún indicio que nos proporcionara nuevas posibilidades de información. Tuve suerte. Ya en el viaje de regreso, al no ver señales de lo que buscaba, había dado orden de regresar a Madrid, cuando me encontré en el puente del Jarama con un joven de unos 18 años que volvía al pueblo después de haber estado arando con sus dos mulas. Lo paré y le pregunté con aire inocente dónde habían fusilado a tanta gente el domingo anterior. Señaló hacia la parte del otro lado del río, detrás de nosotros, y dijo: «Más allá, al otro lado, bajo los Cuatro Pinos. Pero no fue el domingo, ¡era sábado!». Hice que me señalara cuáles eran los Cuatro Pinos entre los muchos que se veían, y le pregunté: «¿Y cuántos vendrían a ser?». «Muchos», me contestó.A lo que añadí: «¿600?". «¡Más!», me replicó. «¡Todo el día estuvieron viniendo autobuses y todo el día estuvimos oyendo las ametralladoras!».
UNOS 200 METROS DE LARGO
Di media vuelta y recorrí de nuevo en coche la carretera a la orilla del río. Quería detenerme en los Cuatro Pinos, pero no pude, porque allí había tres tíos con fusiles haciendo de centinelas.Por ello mandé conducir despacito a lo largo del río, y vi claramente dos montones paralelos de tierra recién removida que iban desde la carretera hasta la orilla, cada uno de los cuales tendría unos 200 metros de largo. Hasta entonces no los habíamos descubierto, porque quedaban frente al barranco, al otro lado de la carretera.Los que dispararon lo hicieron, por lo visto, de espaldas al río y en dirección al barranco, y las zanjas se habían cavado con anticipación, precisamente a tal efecto. Se me confirmó después que las matanzas se habían efectuado exactamente como al día siguiente en Torrejón, con la única diferencia de que los vecinos del pueblo no cubrieron inmediatamente con tierra los cuerpos, como en Torrejón, sino algunas horas más tarde, pero también sin hacer distinción entre muertos y heridos. Continué con el coche un poco más allá, volví otra vez y recorrí de nuevo, despacio, esas dos horribles tumbas masivas. De los tres centinelas, uno llevaba ahora en la mano un par de botas que, por lo visto, había desenterrado entretanto.
Ya sabía bastante. Regresamos, pero por el camino identifiqué en el pueblo de Barajas, en la ladera de un cerro, donde se halla el cementerio, otra fosa masiva más pequeña, que se había preparado el mismo día que las de Paracuellos. Por lo visto, éstas se habían llenado más deprisa de lo que los asesinos suponían, por lo que al final de la tarde aún tuvieron que liquidar y enterrar el resto de las víctimas a mitad de camino en Barajas. Al día siguiente, o sea, el 8 de noviembre, tuvieron que buscar otro cómodo lugar de enterramiento y lo descubrieron en la cacera de Aldovea-Torrejón.
«Matanzas en el Madrid republicano», traducción de «Diplomat im roten Madrid» (Un diplomático en el Madrid rojo), de Félix Schlayer, sale a la venta el 24 de mayo editado por Altera.
(.../...)
Mientras esperábamos, oímos por el teléfono del otro ayudante cosas interesantes acerca del pánico y del atolondramiento reinantes en Madrid. También aquí se tenía la impresión de que no existía una defensa organizada.
Pasado algún tiempo apareció el ayudante con un hombre joven que tendría de 25 a 30 años de edad, un «camarada» robusto con un rostro de expresión más bien brutal, y nos lo presentó como nuevo delegado de Orden Público. Pertenecía a las Juventudes Comunistas, a la más encarnizada e insensible de todas las organizaciones proletarias. Extremó su cortesía con los diplomáticos, con quienes establecía contacto por primera vez en su vida y nos citó para celebrar una entrevista en su nuevo despacho a las siete de la tarde [...].
Dicha autoridad se llamaba Santiago Carrillo. Tuvimos con él una conversación muy larga, en la que recibimos toda clase de promesas de buena voluntad y de intenciones humanitarias respecto a la protección de los presos y al cese de la actividad asesina.Pero la impresión final que sacamos de la entrevista fue de una total inseguridad y falta de sinceridad. Le dije lo que acababa de oír en la Moncloa y le pedí explicaciones. Carrillo pretendía no saber nada de todo aquello, lo cual me parece totalmente inverosímil, como lo demuestra el hecho de que durante la noche y el día siguiente prosiguieron, pese a sus falsas promesas, los transportes de presos sacados de las cárceles. Prosiguieron sin que Miaja ni Carrillo intervinieran para nada; y sobre todo, sin que pudieran seguir alegando desconocer unos hechos de los que les acabábamos de informar. [...]
En los días que siguieron iba tomando cuerpo la verosimilitud de un crimen de dimensiones inauditas. Recogí información en otras prisiones y pude comprobar que en San Antón y en Porlier se habían producido asimismo «sacas» sospechosas: en la primera, 180 hombres con dirección a Alcalá de Henares, en la última, 200 para Chinchilla. Pronto pude averiguar que de los 180 hombres con dirección a Alcalá sólo llegaron 120. ¡A unos 60 los asesinaron por el camino! Otra expedición, de unos 65 procedentes de San Antón, que afortunadamente se había retrasado algo, pudo salvarse en el último momento.
Ahora se trataba todavía de aclarar lo ocurrido con los otros 1.200, procedentes de la Cárcel Modelo y de la de Porlier. Conseguí, a duras penas y valiéndome de determinadas relaciones, obtener comunicación con el penal de San Miguel de los Reyes en Valencia y con el de Chinchilla, a cuyos desprevenidos directores pregunté, apelando a su conciencia, cuántos presos procedentes de las cárceles de Madrid habían ingresado durante la última quincena en sus establecimientos penitenciarios. En ambos casos me aseguraron, extrañados, que ni uno solo. También les pregunté si no había llegado notificación alguna en forma de lista. No, no habían recibido ni notificación ni lista. Por si acaso, telefoneé aún a la prisión principal de Valencia, en donde me dieron idéntica información.
[...] Me fui luego a efectuar una visita a la cárcel de Alcalá, pensando que quizá podría saber algo por los que allí habían llegado procedentes de San Antón. El delegado de la Cruz Roja Internacional no me acompañó, naturalmente, a las visitas secretas, ya que no hablaba español y su presencia más bien hubiera entorpecido las cosas. En la prisión de Alcalá nos encontramos con el encargado de Negocios de Argentina, don E. Pérez Quesada, con el que yo ya había compartido a menudo tareas humanitarias.
Le hice partícipe de mis averiguaciones y le invité a venir conmigo, pues estaba decidido a desviarme en el viaje de regreso, a fin de conseguir, pasara lo que pasara, encontrar aquel ominoso lugar.
Se mostró dispuesto a acompañarme, y fuimos un par de kilómetros por una carretera secundaria desde el pueblo de Torrejón hasta el puente sobre el Henares. Allí, junto a la carretera, había una casa solitaria que había sido anteriormente una modesta casa de peones camineros. [...] Delante de aquella casa había algunas mujeres sentadas, con unos niños jugando. Cerca de ahí se bifurcaba un camino rural y uno de sus ramales bajaba hacia el río en dirección a un castillo del siglo XVIII, llamado Castillo de Aldovea. El cauce del río es profundo en aquel lugar y sus orillas están abundantemente cubiertas de árboles y vegetación de monte bajo.Yo sospechaba de ese camino en el que, sin embargo, no se veían huellas del paso de coches, huellas que hubieran tenido que apreciarse, pues hacía mucho tiempo que no llovía.
A las preguntas que, con precaución, les hacía acerca de los autobuses que habían pasado por ahí el domingo anterior, las mujeres respondían tímidamente que ellas eran forasteras, recién trasladadas desde sus pueblos esos mismos días, y que no habían observado ni oído nada. Continuamos conduciendo río arriba hasta una casita solitaria. Afortunadamente sólo estaba en ella una mujer, quien nos contó sin apuros que, efectivamente, el domingo [8 de noviembre] por la mañana pasaron un buen número de autobuses que, llenos de hombres procedentes de Madrid, torcían para entrar en el mencionado camino rural. Al poco tiempo empezó un tiroteo que duró toda la mañana. Eso sucedía en el lecho del río, muy cerca del castillo. El lunes, temprano, aún vino otro autobús con unos pocos.
Luego fuimos por el camino vecinal en dirección al castillo y observamos el lecho del río. Debido al espesor de la arboleda no pudimos dar con el lugar de la matanza, ni siquiera yendo a pie. A continuación fuimos en coche hasta el castillo, en el que entré. Allí estaban los hombres que custodiaban un establecimiento de doma de caballos alojado en dicha finca. Pregunté por el «responsable», que afortunadamente no se encontraba ahí. Luego me dirigí al único que estaba de guardia -un miliciano-, y dando por sabido lo ocurrido, le pregunté sin rodeos dónde habían enterrado a los hombres que fusilaron el domingo. El hombre empezó a hacerme una descripción algo complicada del camino. Le dije que sería mucho más sencillo que nos acompañara y nos enseñara el lugar; me hizo caso, se colgó el fusil y nos condujo hasta ahí. A unos 150 metros del castillo se metió en una zanja profunda y seca que iba del castillo al río, y que llaman «Caz»; era una antigua acequia. Ahí empezaba, en el fondo de dicha zanja, un montón de unos dos metros de alto de tierra recientemente removida.Lo señaló y dijo. «Aquí empieza». Reinaba un fuerte olor a putrefacción; por encima del suelo se veían desigualdades, como si emergieran miembros; en un lugar asomaban botas. No se había echado sobre los cadáveres más que una fina capa de tierra. Seguimos la zanja en dirección al río. La remoción reciente de tierra y la correspondiente elevación del nivel del fondo de la cacera tenía una longitud de unos 300 metros. ¡Se trataba, pues, de la tumba de 500 a 600 hombres!
ATADOS DE DOS EN DOS
Tal como pude sonsacarle al miliciano, aquello había transcurrido de la siguiente manera: los autobuses que llegaban se estacionaban arriba en la pradera. Cada 10 hombres atados entre sí, de dos en dos, eran desnudados -es decir, les robaban sus pertenencias- y enseguida les hacían bajar a la fosa, donde caían tan pronto como recibían los disparos, después de lo cual tenían que bajar los otros 10 siguientes, mientras los milicianos echaban tierra a los anteriores. No cabe duda alguna de que, con este bestial procedimiento asesino, quedaron sepultados gran número de heridos graves, que aún no estaban muertos, por más que en muchos casos les dieran el tiro de gracia.
[...] Sólo me falta esclarecer las demás actuaciones asesinas.Mis anteriores acompañantes no mostraban mucho afán por caer en aquel avispero, de forma que el domingo por la mañana, una semana después de los hechos aquí narrados, salí para allá con mi joven y animoso conductor y un «adolescente» de 75 años, de origen portugués, que había sido hacía años secretario mío y que ya no tenía mucho aprecio por la vida.
Dejamos atrás el aeropuerto de tráfico civil de Barajas y cruzamos el Jarama hacia Paracuellos. Este pueblo está maravillosamente situado sobre una elevación perpendicular al valle de dicho río, desde el que se disfruta de una vista espléndida de Madrid y su meseta, así como de la sierra de Guadarrama, más al fondo.Al llegar yo, había en un lugar, entre las casas de aquel pueblo y el declive abrupto de la meseta al valle, un considerable grupo de hombres con escopetas de caza y fusiles al hombro. Me acerqué a ellos y les pregunté acerca de las posibilidades que había en el pueblo de comprar patatas para el Cuerpo Diplomático. Replicaron, recelosos, que en aquel pueblo no había patatas y que tendría que ir como a 10 kilómetros más allá para encontrarlas. Me volví hacia el panorama que se disfrutaba y dije que quería admirar aquella vista, ya que no conocía el pueblo y sus alrededores.Así empecé a andar paso a paso a lo largo del borde mismo del brusco declive, donde vi a alguna distancia un corte profundo, como un barranco, que me pareció muy sospechoso. Dejé a mi «señor mayor» con los campesinos para que los entretuviera y distrajera, pues enseguida me di cuenta de su actitud, más bien de rechazo.Era manifiesto: se habían dado órdenes severas y no se fiaban de mí, de modo que de aquella gente no se podía sacar nada. Dos de ellos me siguieron y me dijeron: «No vaya usted hacia esa parte, que están queriendo probar una granada, y puede explotar de un momento a otro». Ahora lo veía ya claro. Sonreí y dije: «Estoy muy acostumbrado a las granadas, no me asustan», y continué mi camino. Al borde del barranco vi a tres muchachitas sentadas que me parecieron más normales que aquellos herméticos campesinos, y aparentando no perseguir finalidad alguna, me fui hacia ellas.Los campesinos entonces las llamaron, diciéndoles que volvieran enseguida, porque ahí fuera había peligro. Pero yo ya me había adelantado tanto a mi «guardia de honor» que aún pude alcanzar a las muchachas en su trayecto de vuelta y preguntarles, como si de algo muy sabido se tratara: «¿Dónde han enterrado el domingo pasado a toda la gente que mataron aquí?». Una pequeña de unos 12 años señaló enseguida hacia abajo: «Ahí, en el barranco».Otra, de unos 16 años, que seguramente ya sabía más y estaba más aleccionada, añadió sin embargo: «Pero eran muy pocos, como unos 40 sólo". Ante lo cual exclamé: «¡Vaya, pues autobuses había unos cuantos!», a lo que ella replicó, manteniéndose en sus trece: «No, era muy poca gente, igual que otras veces que han matado a algunos aquí afuera, pero sólo a muy pocos». «¡Para restablecer el orden, como estaba mandado!», añadió. Entretanto, las llamadas de los hombres se hicieron tan terminantes que ellas se alejaron corriendo. La situación se estaba poniendo crítica, ya que aquellos hombres se daban cuenta de que no era precisamente el paisaje lo que había motivado mi visita a su pueblo. Les saludé amistosamente y me fui.
Ibamos en el coche por una carretera que seguía el trazado del río, entre éste y el mencionado declive escarpado de la meseta, hacia el pueblo de Cobeñas, y yo recorría con la vista el terreno del barranco, pero no podía ver ninguna clara señal de tierra removida. Entrar en el barranco para investigar parecía, en verdad, demasiado peligroso, ya que los campesinos seguían en lo alto del cerro con sus escopetas, observando en actitud amenazante mi coche: su actitud ya no era de desconfianza, sino de rabia.Seguí, pues, hasta que un recodo de la cadena de colinas nos ocultó de sus miradas. Una vez allí, me dirigí a una gran casa de labor, donde aún había arados de vapor que yo había suministrado hacía ya más de 35 años y, con el pretexto de volverlos a ver, entablé amistad con el actual propietario. Llevé la conversación a los recientes acontecimientos, pero aquel señor parecía, efectivamente, no haberse dado cuenta de nada, a pesar de que vivía a sólo cinco o seis kilómetros de donde se produjeron.
Retrocedimos para tratar de averiguar algún indicio que nos proporcionara nuevas posibilidades de información. Tuve suerte. Ya en el viaje de regreso, al no ver señales de lo que buscaba, había dado orden de regresar a Madrid, cuando me encontré en el puente del Jarama con un joven de unos 18 años que volvía al pueblo después de haber estado arando con sus dos mulas. Lo paré y le pregunté con aire inocente dónde habían fusilado a tanta gente el domingo anterior. Señaló hacia la parte del otro lado del río, detrás de nosotros, y dijo: «Más allá, al otro lado, bajo los Cuatro Pinos. Pero no fue el domingo, ¡era sábado!». Hice que me señalara cuáles eran los Cuatro Pinos entre los muchos que se veían, y le pregunté: «¿Y cuántos vendrían a ser?». «Muchos», me contestó.A lo que añadí: «¿600?". «¡Más!», me replicó. «¡Todo el día estuvieron viniendo autobuses y todo el día estuvimos oyendo las ametralladoras!».
UNOS 200 METROS DE LARGO
Di media vuelta y recorrí de nuevo en coche la carretera a la orilla del río. Quería detenerme en los Cuatro Pinos, pero no pude, porque allí había tres tíos con fusiles haciendo de centinelas.Por ello mandé conducir despacito a lo largo del río, y vi claramente dos montones paralelos de tierra recién removida que iban desde la carretera hasta la orilla, cada uno de los cuales tendría unos 200 metros de largo. Hasta entonces no los habíamos descubierto, porque quedaban frente al barranco, al otro lado de la carretera.Los que dispararon lo hicieron, por lo visto, de espaldas al río y en dirección al barranco, y las zanjas se habían cavado con anticipación, precisamente a tal efecto. Se me confirmó después que las matanzas se habían efectuado exactamente como al día siguiente en Torrejón, con la única diferencia de que los vecinos del pueblo no cubrieron inmediatamente con tierra los cuerpos, como en Torrejón, sino algunas horas más tarde, pero también sin hacer distinción entre muertos y heridos. Continué con el coche un poco más allá, volví otra vez y recorrí de nuevo, despacio, esas dos horribles tumbas masivas. De los tres centinelas, uno llevaba ahora en la mano un par de botas que, por lo visto, había desenterrado entretanto.
Ya sabía bastante. Regresamos, pero por el camino identifiqué en el pueblo de Barajas, en la ladera de un cerro, donde se halla el cementerio, otra fosa masiva más pequeña, que se había preparado el mismo día que las de Paracuellos. Por lo visto, éstas se habían llenado más deprisa de lo que los asesinos suponían, por lo que al final de la tarde aún tuvieron que liquidar y enterrar el resto de las víctimas a mitad de camino en Barajas. Al día siguiente, o sea, el 8 de noviembre, tuvieron que buscar otro cómodo lugar de enterramiento y lo descubrieron en la cacera de Aldovea-Torrejón.
«Matanzas en el Madrid republicano», traducción de «Diplomat im roten Madrid» (Un diplomático en el Madrid rojo), de Félix Schlayer, sale a la venta el 24 de mayo editado por Altera.
Comentarios