El Baile de las Víctimas
06-08-06
CARTA DEL DIRECTOR
El Baile de las Víctimas
PEDRO J. RAMIREZ
CARTA DEL DIRECTOR
El Baile de las Víctimas
Tal y como ocurrió con la ampliación de funciones de la Comisión Nacional de la Energía, el proyecto de ley sobre las víctimas de la Guerra Civil y la Dictadura también se ha visto afectado por alguna alteración significativa después de su aprobación por el Consejo de Ministros. Instruidos a modo de despedida por José Montilla, los colaboradores de Fernández de la Vega en el Ministerio de la Presidencia han conseguido de nuevo que a un texto legislativo le broten, durante el trayecto hacia su destino, disposiciones frescas cuya ausencia en origen siempre podrá atribuirse a un «error de transcripción».
(.../...)
En este caso el asalto del furgón blindado no ha tenido lugar camino del BOE, sino en algún punto del recorrido entre el palacio de La Moncloa y la carrera de San Jerónimo, sede del Congreso de los Diputados. Ignoro si el golpe de mano se consumó a través del alcantarillado mediante el procedimiento del butrón, mientras el vehículo permanecía bloqueado en un atasco, o si los funcionarios manipuladores pudieron acceder al documento original gracias a la complicidad de alguno de los conductores. El resultado es el mismo: los legisladores todavía no lo conocen, pero cuando vuelvan de vacaciones se encontrarán con que el proyecto incluye una Disposición Transitoria a la que ni la referencia de ese último Consejo de Ministros de julio -en el que, como todo el mundo sabe, el Gobierno aprueba siempre las iniciativas de las que se siente más orgulloso- ni los textos distribuidos a la prensa hicieron la menor alusión.
El Equipo de Investigación de nuestro periódico ha tenido, sin embargo, acceso a esa redacción final y hoy puedo ofrecerla a los lectores en rigurosa primicia. Dice así: «Todas las personas que hayan obtenido del consejo constituido al efecto por el Congreso de los Diputados la Declaración de Reparación y Reconocimiento Personal cuyo único objeto es la constatación de que las ejecuciones, condenas o sanciones sufridas (durante la Guerra Civil o el Franquismo) son manifiestamente injustas, por contrarias a los derechos y libertades que constituyen el fundamento del orden constitucional hoy vigente y son la base de la convivencia de la sociedad, tendrán derecho a acudir acompañadas de sus familiares, sin coste económico alguno, a todas las ceremonias que bajo la denominación de Baile de las Víctimas u otras análogas organice cada Comunidad Autónoma, de acuerdo con el correspondiente reglamento que desarrollará esta ley de bases».
Se trata, como es fácilmente constatable, de una hábil refundición del propio artículo 7 de la ley, tal y como fue publicado por EL MUNDO o El País, y de una tradición de origen francés, probablemente evocada por Moratinos cuando ya estaba despidiéndose con envidia de sus colegas, a punto de iniciar el camino de Damasco. Insistiré una vez más en que el fin nunca justifica los medios: ni siquiera el carácter abierto de todo proyecto de ley disculpa esta alteración por las bravas de un acuerdo formal del Consejo de Ministros. Si se les ocurrió en el último momento, que hubieran esperado a la tramitación parlamentaria y que el Grupo Socialista incorporara entonces tan acertada Disposición Transitoria en forma de enmienda.
Escribo, sí, «acertada» porque, hechas estas objeciones formales, he de reconocer que, junto con el certificado o «diploma» que, como ya adelantamos la semana pasada, recibirá cada víctima, es esta iniciativa la que viene a completar y dar sentido al espíritu de una ley que encarna como ninguna otra la sensibilidad política del presidente Zapatero. Teniendo en cuenta que, como el propio artículo 7 establece, «en ningún caso la Declaración constituirá título para el reconocimiento de responsabilidad patrimonial del Estado ni de cualquier administración pública, ni dará lugar a efecto, reparación o indemnización de índole económica o profesional» y que «la Declaración omitirá toda referencia a la identidad de cuantas personas hubieran intervenido en los hechos o en las actuaciones jurídicas que dieron lugar a las sanciones o condenas», era lógico que a los potenciales beneficiarios de la norma se les quedara un cierto rictus de pasmo. Oiga, si después de tanto marear la perdiz de la Memoria Histórica resulta que el parto de la burra ni tiene una traducción contante y sonante, ni siquiera sirve para poner en la picota a los cabrones que me hicieron esto y lo otro, que alguien me explique ¿para qué nos hemos apuntado a este viaje sin alforjas?
Era obvio que la gélida prosa administrativa que proclamaba que «las Declaraciones de Reparación y Reconocimiento Personal se publicarán en el Boletín Oficial del Estado para su general conocimiento» no iba a dejar satisfecho a nadie. De ahí el carácter providencial de este golazo marcado por toda la escuadra del talante, aunque haya llegado en el tiempo de descuento y de forma dudosamente reglamentaria.
Habiendo ya puesto la venda antes de la herida, replicaré a quienes contemplen el contenido de esta Disposición Transitoria como una nueva muestra del insoportable afrancesamiento que devora a la administración zapateril, que siendo, desde luego, cierto que Le Bal des Victimes fue una institución genuinamente parisina, establecida en 1794 tras el golpe de Estado que puso fin al bienio terrorista de la Revolución, entre sus principales impulsoras figuró la española Teresa Cabarrús, por entonces bautizada como Notre Dame de Thermidor.
Después de que como amante de Tallien -el diputado que tuvo el arrojo de pedir desde la tribuna el arresto in situ de Robespierre y su clan- desempeñara un papel clave en la caída del régimen jacobino, Teresa Cabarrús, junto con sus amigas Josefina Beauharnais, Madame Recamier y Madame Hamelin, impuso otra dictadura mucho más inocua y llevadera: la de las llamadas «Maravillosas» que marcaban férreamente la moda a la «Juventud Dorada» desde los salones del Directorio.
En ese contexto es en el que, según algunas versiones en el Hotel Richelieu, según otras en el Thelusson, comienza a organizarse Le Bal des Victimes con el requisito de admisión de haber perdido a algún familiar en la guillotina o haber sido encarcelado en alguna de las lúgubres prisiones -la Conciergerie, la Force o les Carmes- que servían de siniestra antesala a la fatídica conducción ante el Tribunal Revolucionario que en menos de dos horas te despachaba hacia el cadalso.
Fuera cual fuera el son de la música, el primer movimiento de ese baile -y también el saludo de todo recién llegado- era siempre el mismo: un gesto brusco con la cabeza desde atrás hacia delante, remedando el que el verdugo Sansón obligaba a hacer a los condenados en el momento de introducirlos atados a una plancha bajo la ventanilla de su oficina de acero. Para que la simbología fuera aún más patente, enseguida se impuso el criterio de acudir con un cordón o un simple hilo rojo atado al cuello, cual si se tratara de una provisional soldadura en el lugar en el que la eficiente cuchilla tronchaba por igual a aristócratas y ultra revolucionarios.
El siguiente paso fue implantar como atuendo de rigor una túnica blanca como la que cubría a los justiciables durante su recorrido por las calles de París en las traqueteantes carretas sobre las que el populacho descargaba lo más hediondo de su cólera, sólo que sustituyendo el áspero paño por muselinas transparentes a la romana o a la griega, más acordes con la lascivia que, como un gran espasmo de libertad, había sucedido al puritanismo moral impuesto por El Incorruptible. Y para que el uniforme ya fuera perfecto se añadía un chal rojo en memoria de los harapos de ese color que, simbolizando el parricidio, se había obligado a llevar a la asesina de Marat, Carlota Corday, o a quienes habían atentado o conspirado contra la vida de Collot d'Herbois o el propio Robespierre.
Sólo faltaba el peinado a lo víctima, luego popularizado dentro del amaneramiento neoclásico de la época como peinado a lo Tito o peinado a lo Caracalla. Estas nuevas denominaciones aludían a la caracterización del gran actor Talma en sus más celebrados personajes de la antigüedad, pero el hecho físico era el mismo: el pelo muy corto por detrás, con el nacimiento muy alto para dejar el cuello limpio y facilitar así el impacto de la guillotina. Sólo en la parte delantera la longitud era suficiente para favorecer el momento de éxtasis colectivo en el que el verdugo extraía la cabeza recién cortada del capazo hasta el que había rodado y, agarrándola por los cabellos, la levantaba por encima de sus hombros en una especie de macabro rito eucarístico del Terror. De ahí la decepción de los contrarrevolucionarios de Lyon en el momento de la ejecución del calvorota jacobino Chalier, cuyo cráneo mondo y lirondo no pudo ser exhibido de tal guisa y, en cambio, fue trasladado a París como reliquia venerada por los suyos.
Lo de menos era que el corte de pelo a lo víctima no favoreciera demasiado a las mujeres. Según un memorialista de la época, «las que eran hermosas lo parecían menos y las feas se volvían espantosas». Lo esencial era que mimetizaba la estética impuesta por los verdugos, convirtiéndola en una forma a la vez de protesta y de auto reivindicación moral que en principio tenía visos tan testimoniales e inocuos como la Ley que acaba de mandar Zapatero al Parlamento.
Es fácil imaginar, pues, que en la medida en que los distintos gobiernos autonómicos desarrollen las potencialidades de esta atinadísima Disposición Transitoria, el Baile de las Víctimas -Ball des Victimes, Biktimen Dantza o Baile das Vitimas- se convertirá en piedra angular de la recuperación de nuestra Memoria Histórica. Aplicando el más elemental mimetismo antropológico podemos anticipar que, teniendo en cuenta que, al menos en teoría, se trata de dar satisfacción a las víctimas de ambos bandos, las camisas azules alternarán con los uniformes de miliciano, los saludos a la romana con los puños cerrados y los pelos engominados a lo facha con las greñas a lo brigadas internacionales.
Un único requisito será común a todas estas evocaciones festivas. Tanto si se opta en plan retro por la música de la época, como si se pinchan los ritmos más actuales, los primeros compases de cualquier tema serán acogidos con ademanes que evoquen la forma en que los familiares y amigos de los asistentes murieron víctimas de la violencia durante la Guerra Civil o la Dictadura. Así los parientes de fusilados abrirán espasmódicamente los brazos como las figuras del cuadro de Goya sobre el 3 de mayo, los descendientes de quienes fueron obligados a dar su último paseo se inclinarán bruscamente hacia un lado como quien cae en la cuneta y aquellos pocos familiares de los ejecutados mediante garrote vil llevarán detrás a su pareja simulando el movimiento del torniquete. En los casos en los que los propios asistentes fueran detenidos y encarcelados a causa de sus ideas, adscripción religiosa u orientación sexual, el Baile de las Víctimas comenzará con un doble movimiento: las manos separadas arriba como símbolo del arresto, las manos unidas abajo como símbolo del tiempo pasado en prisión.
Tal y como ocurrió en la Francia del Directorio, el Gobierno de Zapatero debe dar por descontado que no van a faltar voces que le acusen de frivolizar el dolor, convertir la evocación del pasado en un mero entretenimiento y trivializar el propio concepto de reparación histórica. Pero esto hace más meritorio aún el espíritu de su proyecto de Ley, Disposición Transitoria incluida. Máxime cuando no obedece a un intento de desviar la atención de sus propias responsabilidades como, de hecho, sucedía con los golpistas que tomaron el poder en Thermidor. (Puesto que los Barrás, Fouché, Freron y, por supuesto, Tallien tenían las manos tan manchadas de sangre como los triunviros del Comité de Salud Pública -Robespierre, Couthon, Saint Just- a los que habían derrocado y no estaban dispuestos a autodepurarse, no quedaba sino el reconocimiento moral del Baile de las Víctimas).
Si una iniciativa así hubiera sido puesta en marcha al inicio de la Transición, habría quedado patente que se trataba de una maniobra de distracción para que nadie les pidiera cuentas ni a Fraga, ni a Adolfo Suárez, ni a Martín Villa por un lado, ni a Carrillo ni a la Pasionaria por el otro. Hacerlo 70 años después del inicio de la Guerra Civil y al cabo de más de tres décadas de la muerte del general Franco sólo puede suponer la noble asunción de una culpa colectiva, tanto en relación a aquel tiempo remoto en el que -según la certera síntesis de Bartolomé Bennassar- «el infierno fuimos nosotros» como en relación a esa otra época más próxima en la que el que no asistió a una sesión de los jacobinos vio pasar impasible alguna carreta camino de la guillotina, y el que no acudió a una Demostración Sindical en el Bernabéu se encogió de hombros cuando de refilón le hablaron de la represión o del exilio.
Si como día tras día pone de relieve la encuesta que EL MUNDO viene publicando, el franquismo fue el fruto del asentimiento -o al menos del consentimiento- de millones y millones de españoles, es lógico también que este movimiento de reconocimiento y reparación a las víctimas, a base de orlitas en el BOE, diplomas para enmarcar y, cómo no, bailes populares se extienda por todos los rincones de España hasta impregnar el conjunto de nuestra vida social y convertirse en la prioridad de nuestro proyecto colectivo.
La madurez de la sociedad española y su creciente nivel de unidad, solidaridad y cohesión -puesta de relieve con motivo de los últimos debates territoriales- nos colocan además a salvo de cualquier fenómeno revanchista o simplemente desestabilizador, como ocurrió en la Francia pos Thermidor, cuando del Baile de las Víctimas se pasó a los ajustes de cuentas de las bandas armadas del tipo de la llamada Compañía de Jehú; de la caza callejera del jacobino, a la purga política de todo aquel relacionado con el pasado infame; y de los enfrentamientos fratricidas, al restablecimiento del orden a cañonazos por parte de quien al principio se conformó con el título de Primer Cónsul para luego instaurar su dictadura imperial.
Puesto que nada parecido sucederá en esta España en la que la corrupción del ladrillo y el doping de la inmigración tapan todos los descuajeringamientos políticos, económicos y sociales, sigamos adelante en el empeño, juguemos al ping pong con el pasado, comamos y bebamos, cantemos y bailemos, sobre todo bailemos, bailemos, porque -que me perdone San Pablo- ni mañana ni pasado moriremos.
pedroj.ramirez@el-mundo.es
(.../...)
En este caso el asalto del furgón blindado no ha tenido lugar camino del BOE, sino en algún punto del recorrido entre el palacio de La Moncloa y la carrera de San Jerónimo, sede del Congreso de los Diputados. Ignoro si el golpe de mano se consumó a través del alcantarillado mediante el procedimiento del butrón, mientras el vehículo permanecía bloqueado en un atasco, o si los funcionarios manipuladores pudieron acceder al documento original gracias a la complicidad de alguno de los conductores. El resultado es el mismo: los legisladores todavía no lo conocen, pero cuando vuelvan de vacaciones se encontrarán con que el proyecto incluye una Disposición Transitoria a la que ni la referencia de ese último Consejo de Ministros de julio -en el que, como todo el mundo sabe, el Gobierno aprueba siempre las iniciativas de las que se siente más orgulloso- ni los textos distribuidos a la prensa hicieron la menor alusión.
El Equipo de Investigación de nuestro periódico ha tenido, sin embargo, acceso a esa redacción final y hoy puedo ofrecerla a los lectores en rigurosa primicia. Dice así: «Todas las personas que hayan obtenido del consejo constituido al efecto por el Congreso de los Diputados la Declaración de Reparación y Reconocimiento Personal cuyo único objeto es la constatación de que las ejecuciones, condenas o sanciones sufridas (durante la Guerra Civil o el Franquismo) son manifiestamente injustas, por contrarias a los derechos y libertades que constituyen el fundamento del orden constitucional hoy vigente y son la base de la convivencia de la sociedad, tendrán derecho a acudir acompañadas de sus familiares, sin coste económico alguno, a todas las ceremonias que bajo la denominación de Baile de las Víctimas u otras análogas organice cada Comunidad Autónoma, de acuerdo con el correspondiente reglamento que desarrollará esta ley de bases».
Se trata, como es fácilmente constatable, de una hábil refundición del propio artículo 7 de la ley, tal y como fue publicado por EL MUNDO o El País, y de una tradición de origen francés, probablemente evocada por Moratinos cuando ya estaba despidiéndose con envidia de sus colegas, a punto de iniciar el camino de Damasco. Insistiré una vez más en que el fin nunca justifica los medios: ni siquiera el carácter abierto de todo proyecto de ley disculpa esta alteración por las bravas de un acuerdo formal del Consejo de Ministros. Si se les ocurrió en el último momento, que hubieran esperado a la tramitación parlamentaria y que el Grupo Socialista incorporara entonces tan acertada Disposición Transitoria en forma de enmienda.
Escribo, sí, «acertada» porque, hechas estas objeciones formales, he de reconocer que, junto con el certificado o «diploma» que, como ya adelantamos la semana pasada, recibirá cada víctima, es esta iniciativa la que viene a completar y dar sentido al espíritu de una ley que encarna como ninguna otra la sensibilidad política del presidente Zapatero. Teniendo en cuenta que, como el propio artículo 7 establece, «en ningún caso la Declaración constituirá título para el reconocimiento de responsabilidad patrimonial del Estado ni de cualquier administración pública, ni dará lugar a efecto, reparación o indemnización de índole económica o profesional» y que «la Declaración omitirá toda referencia a la identidad de cuantas personas hubieran intervenido en los hechos o en las actuaciones jurídicas que dieron lugar a las sanciones o condenas», era lógico que a los potenciales beneficiarios de la norma se les quedara un cierto rictus de pasmo. Oiga, si después de tanto marear la perdiz de la Memoria Histórica resulta que el parto de la burra ni tiene una traducción contante y sonante, ni siquiera sirve para poner en la picota a los cabrones que me hicieron esto y lo otro, que alguien me explique ¿para qué nos hemos apuntado a este viaje sin alforjas?
Era obvio que la gélida prosa administrativa que proclamaba que «las Declaraciones de Reparación y Reconocimiento Personal se publicarán en el Boletín Oficial del Estado para su general conocimiento» no iba a dejar satisfecho a nadie. De ahí el carácter providencial de este golazo marcado por toda la escuadra del talante, aunque haya llegado en el tiempo de descuento y de forma dudosamente reglamentaria.
Habiendo ya puesto la venda antes de la herida, replicaré a quienes contemplen el contenido de esta Disposición Transitoria como una nueva muestra del insoportable afrancesamiento que devora a la administración zapateril, que siendo, desde luego, cierto que Le Bal des Victimes fue una institución genuinamente parisina, establecida en 1794 tras el golpe de Estado que puso fin al bienio terrorista de la Revolución, entre sus principales impulsoras figuró la española Teresa Cabarrús, por entonces bautizada como Notre Dame de Thermidor.
Después de que como amante de Tallien -el diputado que tuvo el arrojo de pedir desde la tribuna el arresto in situ de Robespierre y su clan- desempeñara un papel clave en la caída del régimen jacobino, Teresa Cabarrús, junto con sus amigas Josefina Beauharnais, Madame Recamier y Madame Hamelin, impuso otra dictadura mucho más inocua y llevadera: la de las llamadas «Maravillosas» que marcaban férreamente la moda a la «Juventud Dorada» desde los salones del Directorio.
En ese contexto es en el que, según algunas versiones en el Hotel Richelieu, según otras en el Thelusson, comienza a organizarse Le Bal des Victimes con el requisito de admisión de haber perdido a algún familiar en la guillotina o haber sido encarcelado en alguna de las lúgubres prisiones -la Conciergerie, la Force o les Carmes- que servían de siniestra antesala a la fatídica conducción ante el Tribunal Revolucionario que en menos de dos horas te despachaba hacia el cadalso.
Fuera cual fuera el son de la música, el primer movimiento de ese baile -y también el saludo de todo recién llegado- era siempre el mismo: un gesto brusco con la cabeza desde atrás hacia delante, remedando el que el verdugo Sansón obligaba a hacer a los condenados en el momento de introducirlos atados a una plancha bajo la ventanilla de su oficina de acero. Para que la simbología fuera aún más patente, enseguida se impuso el criterio de acudir con un cordón o un simple hilo rojo atado al cuello, cual si se tratara de una provisional soldadura en el lugar en el que la eficiente cuchilla tronchaba por igual a aristócratas y ultra revolucionarios.
El siguiente paso fue implantar como atuendo de rigor una túnica blanca como la que cubría a los justiciables durante su recorrido por las calles de París en las traqueteantes carretas sobre las que el populacho descargaba lo más hediondo de su cólera, sólo que sustituyendo el áspero paño por muselinas transparentes a la romana o a la griega, más acordes con la lascivia que, como un gran espasmo de libertad, había sucedido al puritanismo moral impuesto por El Incorruptible. Y para que el uniforme ya fuera perfecto se añadía un chal rojo en memoria de los harapos de ese color que, simbolizando el parricidio, se había obligado a llevar a la asesina de Marat, Carlota Corday, o a quienes habían atentado o conspirado contra la vida de Collot d'Herbois o el propio Robespierre.
Sólo faltaba el peinado a lo víctima, luego popularizado dentro del amaneramiento neoclásico de la época como peinado a lo Tito o peinado a lo Caracalla. Estas nuevas denominaciones aludían a la caracterización del gran actor Talma en sus más celebrados personajes de la antigüedad, pero el hecho físico era el mismo: el pelo muy corto por detrás, con el nacimiento muy alto para dejar el cuello limpio y facilitar así el impacto de la guillotina. Sólo en la parte delantera la longitud era suficiente para favorecer el momento de éxtasis colectivo en el que el verdugo extraía la cabeza recién cortada del capazo hasta el que había rodado y, agarrándola por los cabellos, la levantaba por encima de sus hombros en una especie de macabro rito eucarístico del Terror. De ahí la decepción de los contrarrevolucionarios de Lyon en el momento de la ejecución del calvorota jacobino Chalier, cuyo cráneo mondo y lirondo no pudo ser exhibido de tal guisa y, en cambio, fue trasladado a París como reliquia venerada por los suyos.
Lo de menos era que el corte de pelo a lo víctima no favoreciera demasiado a las mujeres. Según un memorialista de la época, «las que eran hermosas lo parecían menos y las feas se volvían espantosas». Lo esencial era que mimetizaba la estética impuesta por los verdugos, convirtiéndola en una forma a la vez de protesta y de auto reivindicación moral que en principio tenía visos tan testimoniales e inocuos como la Ley que acaba de mandar Zapatero al Parlamento.
Es fácil imaginar, pues, que en la medida en que los distintos gobiernos autonómicos desarrollen las potencialidades de esta atinadísima Disposición Transitoria, el Baile de las Víctimas -Ball des Victimes, Biktimen Dantza o Baile das Vitimas- se convertirá en piedra angular de la recuperación de nuestra Memoria Histórica. Aplicando el más elemental mimetismo antropológico podemos anticipar que, teniendo en cuenta que, al menos en teoría, se trata de dar satisfacción a las víctimas de ambos bandos, las camisas azules alternarán con los uniformes de miliciano, los saludos a la romana con los puños cerrados y los pelos engominados a lo facha con las greñas a lo brigadas internacionales.
Un único requisito será común a todas estas evocaciones festivas. Tanto si se opta en plan retro por la música de la época, como si se pinchan los ritmos más actuales, los primeros compases de cualquier tema serán acogidos con ademanes que evoquen la forma en que los familiares y amigos de los asistentes murieron víctimas de la violencia durante la Guerra Civil o la Dictadura. Así los parientes de fusilados abrirán espasmódicamente los brazos como las figuras del cuadro de Goya sobre el 3 de mayo, los descendientes de quienes fueron obligados a dar su último paseo se inclinarán bruscamente hacia un lado como quien cae en la cuneta y aquellos pocos familiares de los ejecutados mediante garrote vil llevarán detrás a su pareja simulando el movimiento del torniquete. En los casos en los que los propios asistentes fueran detenidos y encarcelados a causa de sus ideas, adscripción religiosa u orientación sexual, el Baile de las Víctimas comenzará con un doble movimiento: las manos separadas arriba como símbolo del arresto, las manos unidas abajo como símbolo del tiempo pasado en prisión.
Tal y como ocurrió en la Francia del Directorio, el Gobierno de Zapatero debe dar por descontado que no van a faltar voces que le acusen de frivolizar el dolor, convertir la evocación del pasado en un mero entretenimiento y trivializar el propio concepto de reparación histórica. Pero esto hace más meritorio aún el espíritu de su proyecto de Ley, Disposición Transitoria incluida. Máxime cuando no obedece a un intento de desviar la atención de sus propias responsabilidades como, de hecho, sucedía con los golpistas que tomaron el poder en Thermidor. (Puesto que los Barrás, Fouché, Freron y, por supuesto, Tallien tenían las manos tan manchadas de sangre como los triunviros del Comité de Salud Pública -Robespierre, Couthon, Saint Just- a los que habían derrocado y no estaban dispuestos a autodepurarse, no quedaba sino el reconocimiento moral del Baile de las Víctimas).
Si una iniciativa así hubiera sido puesta en marcha al inicio de la Transición, habría quedado patente que se trataba de una maniobra de distracción para que nadie les pidiera cuentas ni a Fraga, ni a Adolfo Suárez, ni a Martín Villa por un lado, ni a Carrillo ni a la Pasionaria por el otro. Hacerlo 70 años después del inicio de la Guerra Civil y al cabo de más de tres décadas de la muerte del general Franco sólo puede suponer la noble asunción de una culpa colectiva, tanto en relación a aquel tiempo remoto en el que -según la certera síntesis de Bartolomé Bennassar- «el infierno fuimos nosotros» como en relación a esa otra época más próxima en la que el que no asistió a una sesión de los jacobinos vio pasar impasible alguna carreta camino de la guillotina, y el que no acudió a una Demostración Sindical en el Bernabéu se encogió de hombros cuando de refilón le hablaron de la represión o del exilio.
Si como día tras día pone de relieve la encuesta que EL MUNDO viene publicando, el franquismo fue el fruto del asentimiento -o al menos del consentimiento- de millones y millones de españoles, es lógico también que este movimiento de reconocimiento y reparación a las víctimas, a base de orlitas en el BOE, diplomas para enmarcar y, cómo no, bailes populares se extienda por todos los rincones de España hasta impregnar el conjunto de nuestra vida social y convertirse en la prioridad de nuestro proyecto colectivo.
La madurez de la sociedad española y su creciente nivel de unidad, solidaridad y cohesión -puesta de relieve con motivo de los últimos debates territoriales- nos colocan además a salvo de cualquier fenómeno revanchista o simplemente desestabilizador, como ocurrió en la Francia pos Thermidor, cuando del Baile de las Víctimas se pasó a los ajustes de cuentas de las bandas armadas del tipo de la llamada Compañía de Jehú; de la caza callejera del jacobino, a la purga política de todo aquel relacionado con el pasado infame; y de los enfrentamientos fratricidas, al restablecimiento del orden a cañonazos por parte de quien al principio se conformó con el título de Primer Cónsul para luego instaurar su dictadura imperial.
Puesto que nada parecido sucederá en esta España en la que la corrupción del ladrillo y el doping de la inmigración tapan todos los descuajeringamientos políticos, económicos y sociales, sigamos adelante en el empeño, juguemos al ping pong con el pasado, comamos y bebamos, cantemos y bailemos, sobre todo bailemos, bailemos, porque -que me perdone San Pablo- ni mañana ni pasado moriremos.
pedroj.ramirez@el-mundo.es
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