LOS AGUJEROS NEGROS DEL 11-M (VI) El hombre de acero
17-10-04
LOS AGUJEROS NEGROS DEL 11-M (VI)
El hombre de acero
Antonio Toro: «No soy el monstruo que habéis pintado»
Por FERNANDO MUGICA
(.../...)
LOS AGUJEROS NEGROS DEL 11-M (VI)
El hombre de acero
Antonio Toro: «No soy el monstruo que habéis pintado»
Por FERNANDO MUGICA
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Uno de los personajes más misteriosos de toda la trama en torno a los atentados es Antonio Toro Castro.Hemos conseguido conversar con él y averiguar muchos detalles de su vida. Su comportamiento, su forma de hablar, sus maneras no son habituales en un delincuente de su edad. Su extraña actitud tuvo su punto culminante en una ocasión en la que evitó, con evidente riesgo físico y sangre fría, que su actual cuñado, Emilio Suárez Trashorras, cometiera un asesinato. No se ha derrumbado en ninguno de los interrogatorios y acepta su destino con una resignación que escapa a cualquier lógica. Sin embargo, el confidente de la UCO, Rafá Zouhier, lo acusa directamente de ser el que ofreció la dinamita a los marroquíes. 'Nayo', un confidente ahora en paradero desconocido, aseguró a la Policía y a la Guardia Civil, que entregó explosivos a ETA por encargo suyo. Ha estado en todas las salsas relacionadas con los hombres a los que se imputan los atentados del 11-M. Los secretos que guarda tal vez sirvan para entender las claves de lo que sucedió.
Ni siquiera a 60 centímetros de distancia resulta uno de esos hombres que pueden cortar la respiración. Está claro que, a pesar de su corpulencia y de las acusaciones que lleva a la espalda, Robert de Niro no lo habría elegido como compañero para dar un susto definitivo a alguien. A primera vista, parece un joven afable, algo tímido. Sólo en el rictus melancólico de su mirada puede adivinarse que esconde más de un secreto importante.
No es fácil hablar con él. Tiene instrucciones precisas de su abogado y rehúye cualquier contacto con la prensa. Al principio, ante los fotógrafos intentaba taparse la cara. Ahora se deja hacer convencido de que su destino ya no será nunca pasar desapercibido, a pesar de que lo ha intentado con ahínco a lo largo de los últimos años.
Una cosa está clara. El Antonio Toro Castro que tengo delante, en un pasillo de la Audiencia Provincial de Oviedo, tiene muy poco que ver con el personaje siniestro que hemos pintado en los medios. No es un macarra de barrio mal encarado y mal hablado que va dando mamporros, exhibiendo armas o chuleando. Por el contrario, es alguien que se ha preocupado siempre de mantenerse en un segundo plano, pese a estar en primera fila en todas las salsas. Es muy poco hablador y, según numerosos testigos, puede permanecer en un lugar público muchas horas sin que nadie repare en él. Tiene esa capacidad de 'ausentarse' que tanto caracteriza a los profesionales de la seguridad.
Acepta el diálogo con naturalidad cuando le asalto, aprovechando una momentánea ausencia de su abogado. Estamos en un descanso de cinco minutos en pleno juicio por el procedimiento abreviado que se sigue contra él y otro individuo, Justino Fernández Pérez, por un delito contra la salud pública.
HACE UN AÑO
Sucedió hace un año en Piedras Blancas, la localidad asturiana cercana a Avilés de donde procede Antonio Toro. Allí regentaba un establecimiento de compra venta de coches que, en opinión de muchos, era una simple tapadera para el trapicheo de droga y que terminó cerrando sus puertas, por falta de ventas, en abril de 2003.
La Guardia Civil seguía sus pasos cuando, el 13 de junio de 2003, fue a encontrarse con alguien -para unos distribuidor de drogas, para otros proveedor-. El hecho cierto es que agentes de la Guardia Civil de paisano les dieron el alto. Toro se dejó detener sin ofrecer resistencia. El otro individuo trató de huir con su coche siendo interceptado. Encontraron un paquete blanco que contenía 157 gramos de cocaína de una extraordinaria pureza, más del 77%.¿Se lo había dado Antonio Toro a Justino Fernández? Eso es lo que se trataba de dilucidar en el juicio.
Se registró en aquella ocasión el domicilio de Toro sin que se encontrara nada de interés policial. Se halló una cartilla de ahorros sin que se apreciaran movimientos extraños de dinero.En la revisión de los papeles del negocio de coches no se encontró nada anormal. Toro pagaba a Hacienda religiosamente sus deudas y llevaba todo en regla. Eso sí, el negocio apenas producía ventas y tenía que resultar ruinoso. Sin embargo, Antonio Toro manejaba dinero. Hay quien dice que mucho dinero y algunos aseguran que procedía de los fondos reservados.
Se da la circunstancia de que su cuñado, el ex minero también implicado en el 11-M Emilio Suárez Trashorras, se personó en el domicilio de Toro, su compañero de correrías, durante el registro policial e intentó llevarse algo que luego resultó una pequeña pastilla de hachís de muy baja calidad. Toro estaba limpio.
Por el contrario, a Justino, el otro individuo detenido, se le encontraron en su domicilio utensilios para cortar droga, básculas y toda la parafernalia de un vendedor de estupefacientes. Para colmo, en una calle de las cercanías se pudo hallar un paquete que contenía un kilo de cocaína y que presuntamente podría haber arrojado desde el coche Justino en su huida. Una vez más se cumplían los parámetros de actuación en torno a Antonio Toro. Por su mediación se conseguía aprehender una importante cantidad de droga y se detenía a un distribuidor.
En el juicio, celebrado el pasado 30 de septiembre, Toro alegó que sólo pretendía comprar dos gramos de cocaína para consumo propio, ya que pensaba invitar a sus amigos a una fiesta de cumpleaños.El fiscal antidroga, José Perals, aumentó la petición de pena de cinco a seis años después de que Justino declarara que era Toro quien le había dado el paquete, el día de su detención, con los 157 gramos de cocaína.
Sea como fuere, los pasillos de la Audiencia, en pleno juicio, no parecían el lugar más razonable para mantener una conversación con Toro sobre el 11-M. Antonio, sin embargo, la aceptó sin pestañear a pesar de haberme presentado, lógicamente, como periodista de EL MUNDO y como autor de Los Agujeros negros.
TEMBLOR EN LAS MANOS
Antonio lleva una discreta camisa a cuadros de Lacoste. Tiene el pelo muy recortado. Es corpulento pero más bajo de lo que yo imaginaba. Habla en un tono suave y nada amenazante. Desde el primer momento quiere dejarlo claro:
«Yo no soy el monstruo que estáis pintando». «Yo puedo afrontar cosas como ésta» -y señala a la sala en la que le están juzgando- «pero jamás podría estar involucrado en algo como lo que se dice de mí. Esto no me da miedo. Lo otro es un horror que no puedo asumir». Le pregunto abiertamente cómo es posible que con lo que está cayendo diga que no tiene miedo. «¿Cómo sabes que no tengo miedo? Yo puedo aparentar una cosa por fuera pero por dentro, mira». Y me enseña las manos que acaba de sacar de los bolsillos y que tienen un ligero temblor.
Le comento si no esconde algo que arrojaría una luz importante sobre su propia actuación. Le añado que muchos testigos me han asegurado que en su trato diario no se expresa ni se comporta como un delincuente. Hay un silencio valorativo importante; luego, me mira fijamente a los ojos como queriendo explicar su discreción y me dice: «Es que no lo soy».
Su abogado sube por las escaleras hasta el pasillo donde nos encontramos, la puerta de la sala del juicio se abre. No hay oportunidad para las sutilezas así que le disparo a la yugular: «Antonio ¿qué hacías en Madrid el 11-M?». «Bueno», -contesta- «tengo muchas amistades que atender, muchos conocidos». De pronto interrumpe la conversación. Probablemente recuerda su declaración a la policía en la que aseguró que la noche siguiente al 11-M su cuñado Emilio había ido a su casa, en Asturias, para explicarle el horror de lo que había sucedido en Madrid, y comenta: «Yo no estaba en Madrid el 11-M.» «Pero estuviste el 13 en esa comida de la marisquería de la Gran Vía con Lofti, el socio de El Chino».«Sí, es verdad, estuve allí.» «Entonces, si no estabas el 11 en Madrid ¿cuándo fuiste?» «No lo sé. No lo recuerdo».
Se lo llevan, sólo quedan unos segundos de conversación. Sé que tiene un único punto débil que es su hermana Carmen. En sus declaraciones como imputado en relación con el 11-M, en Madrid, ante el juez Del Olmo, su máxima preocupación era salvar a su hermana. «Antonio», -le comento- «¿cómo permitiste que tu hermana se casara con un individuo como Emilio?»
A pesar de que está entrando en la sala, rodeado de un grupo de gente que le lleva casi en volandas, se para en seco y me mira con dureza por primera vez. «¡Se trata de su vida no de la mía! Yo sólo pude aconsejarle pero no me hizo caso. Le dije que no debía casarse con él...». No hay tiempo para más.
EL JUICIO SE REANUDA
Su abogado, un reputado y caro letrado asturiano, Ricardo Alvarez-Buylla, rebate con brillantez las acusaciones contra su cliente. En la vista se personan distintos agentes de la Guardia Civil, los mismos que intervinieron en las investigaciones del caso. Uno de ellos, joven, con una pequeña perilla, dice ser quien le detuvo.Es el mismo que durante el pequeño descanso concedido por el juez se había sentado en el pasillo en la silla de al lado donde se encontraba Antonio Toro y le había dicho en voz baja «Bueno, ¿cómo lo ves? ¿Cómo te parece que va la cosa?». Algo parecido a lo que le comentaron los agentes en el momento de la detención: «¡Tranquilo! No venimos a por ti. Vamos a por Justino.»
El colmo de estas situaciones absurdas se produjo en una segunda detención de Antonio Toro, ya como implicado en el 11-M, un episodio que ha pasado desapercibido. Fue entre la primera detención, la del 27 de marzo, cuando hizo su primera declaración ante el juez Del Olmo -fue puesto en libertad después de cinco días-, y la espectacular detención de todos los implicados en la trama de la dinamita asturiana que se llevó a cabo en Avilés, el 9 de junio, a plena luz del día y con gran alarde de medios -en esa ocasión estuvo detenido 9 días-.
Los agentes de la Unidad Central Especial (UCE) de la Guardia Civil, una de las unidades antiterroristas, seguían muy de cerca la trama de los explosivos y las pistas de las llamadas telefónicas de los implicados. Tenían prisa en hablar con Toro pero el juez Del Olmo estaba retrasando su detención, así que aprovecharon una argucia para contactar con él sin que fuera oficial y sin que se enterara la UCO, la Unidad Central Operativa del coronel Félix Hernando. Se aprovechó una simple falsedad documental en uno de los vehículos que manejaba Toro para que fuera detenido por agentes de la Policía Judicial de la Benemérita. Como de costumbre, Toro se limitó a negarse a declarar. Le iban a poner en libertad hasta la fecha en que fuera llamado al juzgado cuando anunciaron su visita los agentes de la UCE.
Lo más sorprendente es que ¡se lo llevaron a cenar con ellos fuera del acuartelamiento! Nadie sabe de lo que hablaron en esa cena de hermandad. A partir de esa fecha dormía cada noche en un sitio diferente. El 9 de junio fue detenido por agentes de la UCE llegados expresamente de Madrid y fue trasladado a las dependencias de la calle Guzmán el Bueno de la capital. El interrogatorio duró cinco días con la presión añadida de que en las celdas de al lado estaban siendo interrogados su hermana Carmen y otros amigos suyos de Avilés, los implicados en el traslado o la sustracción de la dinamita. A pesar de todo, se mantuvo impertérrito. No declaró prácticamente nada salvo para asegurar que su hermana no tenía nada que ver con todo el asunto. Seguía siendo el mismo hombre hermético e indestructible
El juicio del 30 de septiembre ha resultado para Antonio Toro un desastre a pesar de las previsiones optimistas de los asistentes a la vista. El martes pasado volvió a ingresar en la prisión asturiana de Villabona tras conocerse la sentencia de una condena a seis años por tráfico de cocaína.
Es curioso que su regreso a prisión se produjera el mismo día en que el juez Juan del Olmo levantaba el secreto de la parte del sumario del 11-M en la que un informe de la Guardia Civil indica que su cuñado, Emilio Suárez Trashorras, pudo haber enseñado a los marroquíes inculpados de la autoría de los atentados a manejar los explosivos que se emplearon en los mismos.
En ese mismo informe se comenta que su hermana Carmen tuvo un papel «activo e imprescindible» en la trama de la venta de la dinamita, afirmación sorprendente habida cuenta de que Carmen fue puesta en libertad por el juez.
En el segundo capítulo de Los Agujeros Negros describí a Toro tal y como me lo habían dibujado, un pendenciero amigo de broncas que ejerció una influencia muy negativa sobre el que llegaría a ser su cuñado, Emilio Suárez Trashorras. No tengo ningún inconveniente en rectificarlo. Tras conversar con decenas de personas que han conocido a Toro en los últimos 20 años -Antonio tiene ahora 27- puedo asegurar que su perfil psicológico no corresponde en absoluto a ese estereotipo.
Las compañeras del colegio público mixto El Quirinal de Avilés, donde estudió, lo describen como un niño normal, algo gordito, muy poco hablador y al que le gustaba pasar desapercibido. No destacaba especialmente por nada y no parecía importarle. Todos coinciden en que era muy tranquilo, un chico sereno al que siempre le interesó más el mundo del motor que el fútbol.
Su padre había conseguido la jubilación por un grave accidente laboral con unos cables de alta tensión. Era un hombre que hacía pequeños trapicheos en el barrio, pero que siempre fue considerado en el cuartel de la Guardia Civil como «uno de los suyos».
TRAFICANTES
Antonio hacía una vida reservada y no parecía excesivamente preocupado por sus compañeras de clase. Apenas tuvo novias y no fue hasta mucho más tarde cuando conoció a Inés. Antes, ocupaba sus ratos libres con una bicicleta de montaña con la que solía subir al pico de Gorfolín, una altura cercana a Avilés donde están situadas las antenas repetidoras de televisión. Su vida cambió radicalmente cuando ingresó como voluntario en la Legión, con los paracaidistas.
Aquel chico «algo fofo» en opinión de sus compañeros regresó a Avilés muy cambiado, más delgado pero con una envidiable forma física. De golpe empezó a moverse en ambientes que nunca había frecuentado. Seguía siendo aquel muchacho tranquilo pero había perdido el miedo y comenzó a codearse con pequeños traficantes que pronto lo emplearon como mula de confianza para trasladar la mercancía, pequeñas cantidades de droga, de un lugar a otro.
Fue entonces cuando comenzó a prestar servicios como portero de discoteca, con el fin de sacarse unas pesetas, sobre todo los fines de semana. No necesitaba pelearse para imponer respeto.Nunca nadie le ha visto con un arma en la mano. Evitaba a toda costa los enfrentamientos. Poco a poco fue adentrándose en el mundo de los traficantes.
Comenzó a tener dinero fácil y aparentemente ése constituía su único objetivo. No era, sin embargo, derrochador ni hacía alarde de lo que ganaba. En una buena semana podía manejar siete millones de pesetas para comprar droga. De eso necesariamente le llegaría un buen pellizco.
Sus únicas lecturas conocidas eran las revistas del motor. Pronto se le vio -hasta hace unos días se ha paseado por Avilés con dos- con motos de gran cilindrada. Pero siguió siendo una incógnita para las mujeres. Inés fue la novia que más le duró, unos pocos meses, allá por el año 2001. Ella, una mujer con el pecho operado y un cuerpo llamativo, ha comentado a sus amigos que Antonio se portó siempre bien. Era atento y cariñoso y tenía el bolsillo abierto para hacerle regalos. Pero también llegó a comentar a sus íntimos que nunca se habían acostado juntos.
En el barrio se dice que la relación no llegó a mayores y que «aquel rollo» no pasó de una buena amistad. A Antonio no se le conocen más novias. Es un joven al que no le ha gustado bailar en las discotecas y al que nunca le han visto borracho. En ese sentido es un poco el reverso de Emilio Suárez Trashorras, su cuñado. Antonio trabajó, según los colegas del barrio, como repartidor de chocolate y cocaína para un socio que era quien verdaderamente manejaba el negocio. Acabó mal con él ya que éste consideró en un momento dado que Antonio le estaba quitando los clientes.Llegaron a dejar de hablarse.
La relación más estrecha con Emilio Suárez Trashorras comenzó en 2000 y se consolidó en 2001, un año en el que éste, un ayudante de minero, sólo llegó a trabajar hasta el 28 de febrero y tres días de septiembre. Todos coinciden en que Emilio es el verdadero broncas, el violento, el que se exhibe con pistolas y parece estar siempre por encima del bien y del mal por su privilegiada relación con los policías de la comisaría de Avilés.
La operación Pipol les puso por primera vez frente a la Justicia.Fue en junio de 2001 cuando la policía realizó una operación antidroga en la que estaban mezclados un policía municipal y narcotraficantes gallegos. Precisamente se llamó Pipol porque era como se hacía llamar uno de ellos.
El resultado práctico fue la detención de 25 personas, el decomiso de tres kilos de cocaína y 84 de hachís, 16 cartuchos de Goma 2 y 94 detonadores eléctricos, dos armas de fuego con munición y otras dos simuladas que se encontraron en un coche de un garaje que tenía alquilado Antonio.
No debemos olvidar que fue el propio Toro quien delató a Emilio en su declaración ante el juez, acusándole de haber robado la dinamita y los detonadores. Rafá Zouhier, el confidente de la UCO imputado en el 11-M, reconocía en sus declaraciones que fue Toro quien proporcionó a las Fuerzas de Seguridad el lugar donde se encontraba la mercancía incautada en la operación Pipol. Para la Policía asturiana constituyó un éxito y se lo quedó todo para ella. La Guardia Civil ni siquiera recibió, como es preceptivo, la información sobre las armas y los explosivos.
TRATO DE FAVOR
Emilio ni pasó por la cárcel. Antonio Toro estuvo en la prisión de Villabona el último semestre de 2001. Y fue allí donde trabó amistad primero con miembros de ETA y luego con moros para ofrecerles un contacto que podía proporcionarles explosivos en grandes cantidades.
En prisión no se le veía asustado. Se relacionaba con todos.Jugaba a póker con varios capos de la droga y hasta llegó a ganarles un vehículo de competición en una sola partida. Nunca estaba asustado a pesar de haber dejado a deber dinero a los gallegos y de que éstos llevaran fama de «cobrar siempre». Sonreía a todos sin perder la calma bajo ninguna circunstancia.
El macrojuicio por la operación Pipol aún no se ha celebrado, pero abogados de varios de los imputados se quejan de que hubo un claro trato de favor hacia Emilio y Antonio, en comparación con el que sufrieron sus defendidos, algunos de los cuales cumplieron dos años de prisión preventiva y tuvieron que hacer frente a una cuantiosísima fianza.
Los que le conocen bien, insisten en que Antonio Toro nunca se ha comportado como lo hace un delincuente normal del barrio.Al margen de los porros, nunca se ha drogado. Pero tal vez el caso más significativo de su personalidad oculta se refleja en algo que sucedió cuando dos traficantes fueron al domicilio de Emilio, en la calle del Marqués de Suances de Avilés, a cobrar una deuda.
Emilio, que estaba en compañía de Toro, al ver a los que llegaban tomó un arma, una recortada y se lanzó escaleras abajo a por ellos. Los traficantes echaron a correr y entonces Emilio les apuntó para tirar a matar. Antonio Toro se lanzó encima de Emilio en el último momento y evitó, con riesgo de su vida, que consumara el crimen.
A nadie le pasó desapercibido lo que había sucedido y algunos comenzaron a atar cabos. Antonio no había actuado como un delincuente sino como lo que muchos sospechaban que era, un miembro encubierto de las Fuerzas de Seguridad.
Una de las opciones que se manejan cada vez con más fuerza entre miembros de las Fuerzas de Seguridad de la zona asturiana es que Toro pudo haber formado parte de una gran operación encubierta del Cesid en su lucha contra ETA y que su ingreso en prisión fuese una excusa perfecta para entablar contactos con etarras sin levantar sospechas. Según esta misma teoría, el atentado que se llevó a cabo en Santander, y en el que se empleó dinamita y un coche robado en la calle donde tenía el domicilio y el garaje Emilio Suárez Trashorras, podría ser sólo la prueba de fuego que impuso ETA para ver si lo de la venta de explosivos iba en serio.
LA TRAICION
En este sentido hay que recordar a un tercer personaje, el confidente Nayo, José Ignacio Fernández, que se encuentra en este momento en paradero desconocido. Era el lugarteniente de Toro. Se sintió traicionado por él precisamente a raíz de la operación Pipol.Por eso, al salir de la cárcel, en la primavera de 2002 fue a la Policía para contarles que él mismo había llevado a ETA explosivos de Toro y Trashorras. No se sabe si le hicieron caso pero él creyó que no.
Por eso más tarde se presentó en la Guardia Civil para revelarles la misma historia y advertirles que ya se lo había contado a la Policía. Más tarde fue el abogado de Nayo, Carlos Alberto Tejeda, quien relató a los fiscales asturianos que Toro y Trashorras tenían un zulo con armas y explosivos para la banda ETA. Aparentemente las declaraciones de Nayo no tuvieron ninguna aceptación.
La Guardia Civil asturiana tuvo conocimiento, de nuevo, de los manejos de Toro y Trashorras a través de un confidente del capitán Marful, de la Policía Judicial, amigo de Nayo. A Marful le dejan hacer, como ya hemos relatado en el anterior capítulo de Los agujeros negros del 11-M sin que el capitán -con fama de poner en marcha una investigación de cualquier posible delito que llega a sus manos- consiga avanzar en su investigación. Los medios que tiene son tan limitados que en ocasiones llegó a llevar a su mujer para poder hacer fotos de una forma más discreta.
En los altos mandos, digan ahora lo que digan, no le creyeron.Comentaban: «Es una marfulada más». Nayo, a pesar de tener pendiente el juicio por la operación Pipol, ha desaparecido de su domicilio habitual.
A pesar de que Antonio Toro ha estado en todas las salsas, las acusaciones contra él contienen poca sustancia. En la declaración de G. M. V., el Gitanillo, el menor que trasladó un cargamento de explosivos de Emilio en un autobús de línea desde Avilés a Madrid para entregárselo a El Chino, informa con detalles exhaustivos sobre la implicación de Suárez Trashorras. En ningún momento mezcla a Toro en la operación de la entrega de explosivos. Sólo se refiere a él en una línea y media de su declaración firmada ante el juez Del Olmo para decir que le había comentado Emilio Suárez Trashorras que Toro hacía tiempo que le había ayudado a robar dinamita «cuando fueron detenidos los dos», en una alusión a la operación Pipol. Rafá Zouhier, el confidente de la UCO implicado en el 11-M, el que acusó directamente a Toro de ofrecerle dinamita, ha declarado que siempre estuvo convencido de que Antonio trabajaba para algún servicio de información.
MUCHAS PISTAS
Toro estaba implicado en el ofrecimiento de dinamita a los marroquíes y había declarado a Zouhier que podía ser Emilio quien se la había vendido a los presuntos autores del 11-M. En esas circunstancias no se comprende que se presentara en Madrid dos días después de los atentados para recoger varios kilos de hachís de uno de los socios de El Chino, que dejara el rastro de su ubicación en la capital de España a través de las llamadas en su teléfono móvil y que quisiera participar en una comida pública en su compañía.Hay algo que no cuadra.
A Emilio Suárez Trashorras, el cuñado de Antonio, lo mantienen, en palabras de un investigador, «en formol». Es el único preso relacionado con el 11-M que no vive solo en su celda. Desde el primer día recibió las visitas de miembros de la Brigada de Información.Le pusieron un compañero de celda que le acompaña incluso en sus salidas al patio. Se trata de un recluso que no tiene nada que ver con el 11-M. No hay que ser un lince para deducir que se trata de un infiltrado de las Fuerzas de Seguridad que a la vez protege y vigila a Emilio.
Se da la circunstancia de que los miembros de la Guardia Civil nunca han podido interrogar a Emilio. Ni siquiera el equipo que investigó por orden del juez la procedencia de los explosivos.Lógicamente fue una de las primeras personas a la que quisieron interrogar ya que era el mayor implicado en el tráfico de dinamita.Del Olmo no lo permitió alegando que no quería que los investigadores quedaran «contaminados».
Teóricamente, todavía no se han encontrado los zulos donde Suárez Trashorras escondía su mercancía, la dinamita robada de las minas, los mismos que denunció Nayo. EL MUNDO ha conseguido conversar con la propietaria de un almacén de alquiler de material de construcción que atendió a Emilio el 12 de julio de 2002. Se trata de Pilar, una señora que aún está afectada por haber servido a semejante personaje.
Su empresa, Pozo Amago S.L., está en el barrio de Miranda en las afueras de Avilés. Se dedica a la reparación, venta, alquiler y montaje de cualquier tipo de material de construcción.
Emilio Suárez Trashorras se acercó allí el 12 de julio de 2002 con un vehículo matrícula de Oviedo 8133 BJ. «La apuntamos» -comenta Pilar- «como una pequeña garantía para saber quién se lleva el material». Emilio hizo una hoja de contrato, la 16329, en la que solicitaba dos puntales -de 1,70 metros extensibles a 3,50-.Tuvo que abonar el alquiler por el tiempo mínimo exigido, 10 días. El precio era insignificante, 0,04 euros al día. El marido de Pilar nos comenta que «no debía de necesitarlos para mucho tiempo porque si no lo lógico es que los hubiera comprado y así no necesitaba hacer ningún contrato. No le hubiera supuesto más de 20 euros». Sea como fuere, Emilio alquiló los dos pivotes extensibles capaces de aguantar, cada uno, 4.600 kilos de carga.
Nunca los devolvió. Cada mes, la empresa Pozo Amago le envió una factura por el importe alcanzado para recordarle que tenía que hacerlo y para que pagara la deuda. Las facturas se las enviaban a la dirección que él había dejado escrita, en la calle Marqués de Suances de Avilés. Nunca contestó. Tampoco lo hizo en el teléfono de contacto que había dejado, el número 605195277.
«Cuando lo vimos en televisión y en los periódicos como implicado en la trama del 11-M» -asegura Pilar- «sentimos una sensación terrible. Tal vez nosotros ayudamos involuntariamente con nuestros puntales a soportar la carga de la dinamita en algún zulo.»
El matrimonio quiso acudir a la Policía para contar lo que sabían pero ésta no les dio tiempo. Se presentaron en el domicilio de la empresa para preguntarles por los pivotes alquilados. «No sabemos cómo se enterarían de ello porque teóricamente nunca han encontrado el zulo. El caso es que vino aquí un chico muy educado que nos enseñó su placa de policía y al que le contamos lo mismo que a usted». En Avilés se han seguido con estupor las salidas nocturnas de Antonio Toro por los barrios de copas de la localidad. Las camareras que le han atendido hasta su última detención, el pasado 12 de octubre, declaran que les ha dado cierto miedo pero también algo de morbo.
Ninguno de los que entienden algo de mina logra asimilar que la Guardia Civil diga en uno de sus informes que pudo ser Emilio quien enseñara a los marroquíes el manejo de los explosivos.La experiencia laboral de Emilio -nunca pasó de ayudante de minero- es más bien reducida. Entró en la empresa por recomendación de José Ramón López, familiar de uno de los dueños de Caolines de Merillés.
Sólo trabajó -según consta en su expediente laboral- durante 19 meses: del 3 abril 2000 al 18 de febrero 2001; del 17 septiembre 2001 al 21 de septiembre de 2001; del 28 de enero de 2002 al 28 de junio de 2002 y del 1 de agosto de 2002 al 31 octubre de ese mismo año. A lo que habría que descontar las vacaciones y libranzas y las bajas por depresión, esquizofrenia paranoide y trastorno de la personalidad, enfermedades por las que dejó la empresa. Emilio sabía de explosivos lo justo y difícilmente podía ser un instructor.
Lo que más sorprende del informe de la Guardia Civil es que plantea como un hecho cierto que los marroquíes acusados como autores materiales de los atentados no tenían los más mínimos conocimientos del manejo de los explosivos.
BUENA VOLUNTAD
Hablar del 11-M en Avilés es algo que hiere sensibilidades. Cuando se salta la barrera del recelo inicial cualquier interlocutor sensato comenta que no puede entender cómo no se han depurado responsabilidades ni en los mandos policiales ni en los de la Guardia Civil.
Es un hecho probado que integrantes de la comisaría de Avilés tenían un contacto continuo con al menos tres de los implicados en el 11-M durante el periodo más crítico, el inmediatamente anterior a los atentados. Reconocer estos hechos, lo mismo que asegurar que la Guardia Civil de Asturias no estuvo acertada en el seguimiento de la venta de explosivos, no es echar tierra encima de las Fuerzas de Seguridad, sino constatar una realidad cuyos fallos es preciso subsanar de cara al futuro.
Nadie en su sano juicio puede imputar mala voluntad en las actuaciones de policías y guardia civiles asturianos. Pero en algunas profesiones, las buenas intenciones no bastan.
Ni siquiera a 60 centímetros de distancia resulta uno de esos hombres que pueden cortar la respiración. Está claro que, a pesar de su corpulencia y de las acusaciones que lleva a la espalda, Robert de Niro no lo habría elegido como compañero para dar un susto definitivo a alguien. A primera vista, parece un joven afable, algo tímido. Sólo en el rictus melancólico de su mirada puede adivinarse que esconde más de un secreto importante.
No es fácil hablar con él. Tiene instrucciones precisas de su abogado y rehúye cualquier contacto con la prensa. Al principio, ante los fotógrafos intentaba taparse la cara. Ahora se deja hacer convencido de que su destino ya no será nunca pasar desapercibido, a pesar de que lo ha intentado con ahínco a lo largo de los últimos años.
Una cosa está clara. El Antonio Toro Castro que tengo delante, en un pasillo de la Audiencia Provincial de Oviedo, tiene muy poco que ver con el personaje siniestro que hemos pintado en los medios. No es un macarra de barrio mal encarado y mal hablado que va dando mamporros, exhibiendo armas o chuleando. Por el contrario, es alguien que se ha preocupado siempre de mantenerse en un segundo plano, pese a estar en primera fila en todas las salsas. Es muy poco hablador y, según numerosos testigos, puede permanecer en un lugar público muchas horas sin que nadie repare en él. Tiene esa capacidad de 'ausentarse' que tanto caracteriza a los profesionales de la seguridad.
Acepta el diálogo con naturalidad cuando le asalto, aprovechando una momentánea ausencia de su abogado. Estamos en un descanso de cinco minutos en pleno juicio por el procedimiento abreviado que se sigue contra él y otro individuo, Justino Fernández Pérez, por un delito contra la salud pública.
HACE UN AÑO
Sucedió hace un año en Piedras Blancas, la localidad asturiana cercana a Avilés de donde procede Antonio Toro. Allí regentaba un establecimiento de compra venta de coches que, en opinión de muchos, era una simple tapadera para el trapicheo de droga y que terminó cerrando sus puertas, por falta de ventas, en abril de 2003.
La Guardia Civil seguía sus pasos cuando, el 13 de junio de 2003, fue a encontrarse con alguien -para unos distribuidor de drogas, para otros proveedor-. El hecho cierto es que agentes de la Guardia Civil de paisano les dieron el alto. Toro se dejó detener sin ofrecer resistencia. El otro individuo trató de huir con su coche siendo interceptado. Encontraron un paquete blanco que contenía 157 gramos de cocaína de una extraordinaria pureza, más del 77%.¿Se lo había dado Antonio Toro a Justino Fernández? Eso es lo que se trataba de dilucidar en el juicio.
Se registró en aquella ocasión el domicilio de Toro sin que se encontrara nada de interés policial. Se halló una cartilla de ahorros sin que se apreciaran movimientos extraños de dinero.En la revisión de los papeles del negocio de coches no se encontró nada anormal. Toro pagaba a Hacienda religiosamente sus deudas y llevaba todo en regla. Eso sí, el negocio apenas producía ventas y tenía que resultar ruinoso. Sin embargo, Antonio Toro manejaba dinero. Hay quien dice que mucho dinero y algunos aseguran que procedía de los fondos reservados.
Se da la circunstancia de que su cuñado, el ex minero también implicado en el 11-M Emilio Suárez Trashorras, se personó en el domicilio de Toro, su compañero de correrías, durante el registro policial e intentó llevarse algo que luego resultó una pequeña pastilla de hachís de muy baja calidad. Toro estaba limpio.
Por el contrario, a Justino, el otro individuo detenido, se le encontraron en su domicilio utensilios para cortar droga, básculas y toda la parafernalia de un vendedor de estupefacientes. Para colmo, en una calle de las cercanías se pudo hallar un paquete que contenía un kilo de cocaína y que presuntamente podría haber arrojado desde el coche Justino en su huida. Una vez más se cumplían los parámetros de actuación en torno a Antonio Toro. Por su mediación se conseguía aprehender una importante cantidad de droga y se detenía a un distribuidor.
En el juicio, celebrado el pasado 30 de septiembre, Toro alegó que sólo pretendía comprar dos gramos de cocaína para consumo propio, ya que pensaba invitar a sus amigos a una fiesta de cumpleaños.El fiscal antidroga, José Perals, aumentó la petición de pena de cinco a seis años después de que Justino declarara que era Toro quien le había dado el paquete, el día de su detención, con los 157 gramos de cocaína.
Sea como fuere, los pasillos de la Audiencia, en pleno juicio, no parecían el lugar más razonable para mantener una conversación con Toro sobre el 11-M. Antonio, sin embargo, la aceptó sin pestañear a pesar de haberme presentado, lógicamente, como periodista de EL MUNDO y como autor de Los Agujeros negros.
TEMBLOR EN LAS MANOS
Antonio lleva una discreta camisa a cuadros de Lacoste. Tiene el pelo muy recortado. Es corpulento pero más bajo de lo que yo imaginaba. Habla en un tono suave y nada amenazante. Desde el primer momento quiere dejarlo claro:
«Yo no soy el monstruo que estáis pintando». «Yo puedo afrontar cosas como ésta» -y señala a la sala en la que le están juzgando- «pero jamás podría estar involucrado en algo como lo que se dice de mí. Esto no me da miedo. Lo otro es un horror que no puedo asumir». Le pregunto abiertamente cómo es posible que con lo que está cayendo diga que no tiene miedo. «¿Cómo sabes que no tengo miedo? Yo puedo aparentar una cosa por fuera pero por dentro, mira». Y me enseña las manos que acaba de sacar de los bolsillos y que tienen un ligero temblor.
Le comento si no esconde algo que arrojaría una luz importante sobre su propia actuación. Le añado que muchos testigos me han asegurado que en su trato diario no se expresa ni se comporta como un delincuente. Hay un silencio valorativo importante; luego, me mira fijamente a los ojos como queriendo explicar su discreción y me dice: «Es que no lo soy».
Su abogado sube por las escaleras hasta el pasillo donde nos encontramos, la puerta de la sala del juicio se abre. No hay oportunidad para las sutilezas así que le disparo a la yugular: «Antonio ¿qué hacías en Madrid el 11-M?». «Bueno», -contesta- «tengo muchas amistades que atender, muchos conocidos». De pronto interrumpe la conversación. Probablemente recuerda su declaración a la policía en la que aseguró que la noche siguiente al 11-M su cuñado Emilio había ido a su casa, en Asturias, para explicarle el horror de lo que había sucedido en Madrid, y comenta: «Yo no estaba en Madrid el 11-M.» «Pero estuviste el 13 en esa comida de la marisquería de la Gran Vía con Lofti, el socio de El Chino».«Sí, es verdad, estuve allí.» «Entonces, si no estabas el 11 en Madrid ¿cuándo fuiste?» «No lo sé. No lo recuerdo».
Se lo llevan, sólo quedan unos segundos de conversación. Sé que tiene un único punto débil que es su hermana Carmen. En sus declaraciones como imputado en relación con el 11-M, en Madrid, ante el juez Del Olmo, su máxima preocupación era salvar a su hermana. «Antonio», -le comento- «¿cómo permitiste que tu hermana se casara con un individuo como Emilio?»
A pesar de que está entrando en la sala, rodeado de un grupo de gente que le lleva casi en volandas, se para en seco y me mira con dureza por primera vez. «¡Se trata de su vida no de la mía! Yo sólo pude aconsejarle pero no me hizo caso. Le dije que no debía casarse con él...». No hay tiempo para más.
EL JUICIO SE REANUDA
Su abogado, un reputado y caro letrado asturiano, Ricardo Alvarez-Buylla, rebate con brillantez las acusaciones contra su cliente. En la vista se personan distintos agentes de la Guardia Civil, los mismos que intervinieron en las investigaciones del caso. Uno de ellos, joven, con una pequeña perilla, dice ser quien le detuvo.Es el mismo que durante el pequeño descanso concedido por el juez se había sentado en el pasillo en la silla de al lado donde se encontraba Antonio Toro y le había dicho en voz baja «Bueno, ¿cómo lo ves? ¿Cómo te parece que va la cosa?». Algo parecido a lo que le comentaron los agentes en el momento de la detención: «¡Tranquilo! No venimos a por ti. Vamos a por Justino.»
El colmo de estas situaciones absurdas se produjo en una segunda detención de Antonio Toro, ya como implicado en el 11-M, un episodio que ha pasado desapercibido. Fue entre la primera detención, la del 27 de marzo, cuando hizo su primera declaración ante el juez Del Olmo -fue puesto en libertad después de cinco días-, y la espectacular detención de todos los implicados en la trama de la dinamita asturiana que se llevó a cabo en Avilés, el 9 de junio, a plena luz del día y con gran alarde de medios -en esa ocasión estuvo detenido 9 días-.
Los agentes de la Unidad Central Especial (UCE) de la Guardia Civil, una de las unidades antiterroristas, seguían muy de cerca la trama de los explosivos y las pistas de las llamadas telefónicas de los implicados. Tenían prisa en hablar con Toro pero el juez Del Olmo estaba retrasando su detención, así que aprovecharon una argucia para contactar con él sin que fuera oficial y sin que se enterara la UCO, la Unidad Central Operativa del coronel Félix Hernando. Se aprovechó una simple falsedad documental en uno de los vehículos que manejaba Toro para que fuera detenido por agentes de la Policía Judicial de la Benemérita. Como de costumbre, Toro se limitó a negarse a declarar. Le iban a poner en libertad hasta la fecha en que fuera llamado al juzgado cuando anunciaron su visita los agentes de la UCE.
Lo más sorprendente es que ¡se lo llevaron a cenar con ellos fuera del acuartelamiento! Nadie sabe de lo que hablaron en esa cena de hermandad. A partir de esa fecha dormía cada noche en un sitio diferente. El 9 de junio fue detenido por agentes de la UCE llegados expresamente de Madrid y fue trasladado a las dependencias de la calle Guzmán el Bueno de la capital. El interrogatorio duró cinco días con la presión añadida de que en las celdas de al lado estaban siendo interrogados su hermana Carmen y otros amigos suyos de Avilés, los implicados en el traslado o la sustracción de la dinamita. A pesar de todo, se mantuvo impertérrito. No declaró prácticamente nada salvo para asegurar que su hermana no tenía nada que ver con todo el asunto. Seguía siendo el mismo hombre hermético e indestructible
El juicio del 30 de septiembre ha resultado para Antonio Toro un desastre a pesar de las previsiones optimistas de los asistentes a la vista. El martes pasado volvió a ingresar en la prisión asturiana de Villabona tras conocerse la sentencia de una condena a seis años por tráfico de cocaína.
Es curioso que su regreso a prisión se produjera el mismo día en que el juez Juan del Olmo levantaba el secreto de la parte del sumario del 11-M en la que un informe de la Guardia Civil indica que su cuñado, Emilio Suárez Trashorras, pudo haber enseñado a los marroquíes inculpados de la autoría de los atentados a manejar los explosivos que se emplearon en los mismos.
En ese mismo informe se comenta que su hermana Carmen tuvo un papel «activo e imprescindible» en la trama de la venta de la dinamita, afirmación sorprendente habida cuenta de que Carmen fue puesta en libertad por el juez.
En el segundo capítulo de Los Agujeros Negros describí a Toro tal y como me lo habían dibujado, un pendenciero amigo de broncas que ejerció una influencia muy negativa sobre el que llegaría a ser su cuñado, Emilio Suárez Trashorras. No tengo ningún inconveniente en rectificarlo. Tras conversar con decenas de personas que han conocido a Toro en los últimos 20 años -Antonio tiene ahora 27- puedo asegurar que su perfil psicológico no corresponde en absoluto a ese estereotipo.
Las compañeras del colegio público mixto El Quirinal de Avilés, donde estudió, lo describen como un niño normal, algo gordito, muy poco hablador y al que le gustaba pasar desapercibido. No destacaba especialmente por nada y no parecía importarle. Todos coinciden en que era muy tranquilo, un chico sereno al que siempre le interesó más el mundo del motor que el fútbol.
Su padre había conseguido la jubilación por un grave accidente laboral con unos cables de alta tensión. Era un hombre que hacía pequeños trapicheos en el barrio, pero que siempre fue considerado en el cuartel de la Guardia Civil como «uno de los suyos».
TRAFICANTES
Antonio hacía una vida reservada y no parecía excesivamente preocupado por sus compañeras de clase. Apenas tuvo novias y no fue hasta mucho más tarde cuando conoció a Inés. Antes, ocupaba sus ratos libres con una bicicleta de montaña con la que solía subir al pico de Gorfolín, una altura cercana a Avilés donde están situadas las antenas repetidoras de televisión. Su vida cambió radicalmente cuando ingresó como voluntario en la Legión, con los paracaidistas.
Aquel chico «algo fofo» en opinión de sus compañeros regresó a Avilés muy cambiado, más delgado pero con una envidiable forma física. De golpe empezó a moverse en ambientes que nunca había frecuentado. Seguía siendo aquel muchacho tranquilo pero había perdido el miedo y comenzó a codearse con pequeños traficantes que pronto lo emplearon como mula de confianza para trasladar la mercancía, pequeñas cantidades de droga, de un lugar a otro.
Fue entonces cuando comenzó a prestar servicios como portero de discoteca, con el fin de sacarse unas pesetas, sobre todo los fines de semana. No necesitaba pelearse para imponer respeto.Nunca nadie le ha visto con un arma en la mano. Evitaba a toda costa los enfrentamientos. Poco a poco fue adentrándose en el mundo de los traficantes.
Comenzó a tener dinero fácil y aparentemente ése constituía su único objetivo. No era, sin embargo, derrochador ni hacía alarde de lo que ganaba. En una buena semana podía manejar siete millones de pesetas para comprar droga. De eso necesariamente le llegaría un buen pellizco.
Sus únicas lecturas conocidas eran las revistas del motor. Pronto se le vio -hasta hace unos días se ha paseado por Avilés con dos- con motos de gran cilindrada. Pero siguió siendo una incógnita para las mujeres. Inés fue la novia que más le duró, unos pocos meses, allá por el año 2001. Ella, una mujer con el pecho operado y un cuerpo llamativo, ha comentado a sus amigos que Antonio se portó siempre bien. Era atento y cariñoso y tenía el bolsillo abierto para hacerle regalos. Pero también llegó a comentar a sus íntimos que nunca se habían acostado juntos.
En el barrio se dice que la relación no llegó a mayores y que «aquel rollo» no pasó de una buena amistad. A Antonio no se le conocen más novias. Es un joven al que no le ha gustado bailar en las discotecas y al que nunca le han visto borracho. En ese sentido es un poco el reverso de Emilio Suárez Trashorras, su cuñado. Antonio trabajó, según los colegas del barrio, como repartidor de chocolate y cocaína para un socio que era quien verdaderamente manejaba el negocio. Acabó mal con él ya que éste consideró en un momento dado que Antonio le estaba quitando los clientes.Llegaron a dejar de hablarse.
La relación más estrecha con Emilio Suárez Trashorras comenzó en 2000 y se consolidó en 2001, un año en el que éste, un ayudante de minero, sólo llegó a trabajar hasta el 28 de febrero y tres días de septiembre. Todos coinciden en que Emilio es el verdadero broncas, el violento, el que se exhibe con pistolas y parece estar siempre por encima del bien y del mal por su privilegiada relación con los policías de la comisaría de Avilés.
La operación Pipol les puso por primera vez frente a la Justicia.Fue en junio de 2001 cuando la policía realizó una operación antidroga en la que estaban mezclados un policía municipal y narcotraficantes gallegos. Precisamente se llamó Pipol porque era como se hacía llamar uno de ellos.
El resultado práctico fue la detención de 25 personas, el decomiso de tres kilos de cocaína y 84 de hachís, 16 cartuchos de Goma 2 y 94 detonadores eléctricos, dos armas de fuego con munición y otras dos simuladas que se encontraron en un coche de un garaje que tenía alquilado Antonio.
No debemos olvidar que fue el propio Toro quien delató a Emilio en su declaración ante el juez, acusándole de haber robado la dinamita y los detonadores. Rafá Zouhier, el confidente de la UCO imputado en el 11-M, reconocía en sus declaraciones que fue Toro quien proporcionó a las Fuerzas de Seguridad el lugar donde se encontraba la mercancía incautada en la operación Pipol. Para la Policía asturiana constituyó un éxito y se lo quedó todo para ella. La Guardia Civil ni siquiera recibió, como es preceptivo, la información sobre las armas y los explosivos.
TRATO DE FAVOR
Emilio ni pasó por la cárcel. Antonio Toro estuvo en la prisión de Villabona el último semestre de 2001. Y fue allí donde trabó amistad primero con miembros de ETA y luego con moros para ofrecerles un contacto que podía proporcionarles explosivos en grandes cantidades.
En prisión no se le veía asustado. Se relacionaba con todos.Jugaba a póker con varios capos de la droga y hasta llegó a ganarles un vehículo de competición en una sola partida. Nunca estaba asustado a pesar de haber dejado a deber dinero a los gallegos y de que éstos llevaran fama de «cobrar siempre». Sonreía a todos sin perder la calma bajo ninguna circunstancia.
El macrojuicio por la operación Pipol aún no se ha celebrado, pero abogados de varios de los imputados se quejan de que hubo un claro trato de favor hacia Emilio y Antonio, en comparación con el que sufrieron sus defendidos, algunos de los cuales cumplieron dos años de prisión preventiva y tuvieron que hacer frente a una cuantiosísima fianza.
Los que le conocen bien, insisten en que Antonio Toro nunca se ha comportado como lo hace un delincuente normal del barrio.Al margen de los porros, nunca se ha drogado. Pero tal vez el caso más significativo de su personalidad oculta se refleja en algo que sucedió cuando dos traficantes fueron al domicilio de Emilio, en la calle del Marqués de Suances de Avilés, a cobrar una deuda.
Emilio, que estaba en compañía de Toro, al ver a los que llegaban tomó un arma, una recortada y se lanzó escaleras abajo a por ellos. Los traficantes echaron a correr y entonces Emilio les apuntó para tirar a matar. Antonio Toro se lanzó encima de Emilio en el último momento y evitó, con riesgo de su vida, que consumara el crimen.
A nadie le pasó desapercibido lo que había sucedido y algunos comenzaron a atar cabos. Antonio no había actuado como un delincuente sino como lo que muchos sospechaban que era, un miembro encubierto de las Fuerzas de Seguridad.
Una de las opciones que se manejan cada vez con más fuerza entre miembros de las Fuerzas de Seguridad de la zona asturiana es que Toro pudo haber formado parte de una gran operación encubierta del Cesid en su lucha contra ETA y que su ingreso en prisión fuese una excusa perfecta para entablar contactos con etarras sin levantar sospechas. Según esta misma teoría, el atentado que se llevó a cabo en Santander, y en el que se empleó dinamita y un coche robado en la calle donde tenía el domicilio y el garaje Emilio Suárez Trashorras, podría ser sólo la prueba de fuego que impuso ETA para ver si lo de la venta de explosivos iba en serio.
LA TRAICION
En este sentido hay que recordar a un tercer personaje, el confidente Nayo, José Ignacio Fernández, que se encuentra en este momento en paradero desconocido. Era el lugarteniente de Toro. Se sintió traicionado por él precisamente a raíz de la operación Pipol.Por eso, al salir de la cárcel, en la primavera de 2002 fue a la Policía para contarles que él mismo había llevado a ETA explosivos de Toro y Trashorras. No se sabe si le hicieron caso pero él creyó que no.
Por eso más tarde se presentó en la Guardia Civil para revelarles la misma historia y advertirles que ya se lo había contado a la Policía. Más tarde fue el abogado de Nayo, Carlos Alberto Tejeda, quien relató a los fiscales asturianos que Toro y Trashorras tenían un zulo con armas y explosivos para la banda ETA. Aparentemente las declaraciones de Nayo no tuvieron ninguna aceptación.
La Guardia Civil asturiana tuvo conocimiento, de nuevo, de los manejos de Toro y Trashorras a través de un confidente del capitán Marful, de la Policía Judicial, amigo de Nayo. A Marful le dejan hacer, como ya hemos relatado en el anterior capítulo de Los agujeros negros del 11-M sin que el capitán -con fama de poner en marcha una investigación de cualquier posible delito que llega a sus manos- consiga avanzar en su investigación. Los medios que tiene son tan limitados que en ocasiones llegó a llevar a su mujer para poder hacer fotos de una forma más discreta.
En los altos mandos, digan ahora lo que digan, no le creyeron.Comentaban: «Es una marfulada más». Nayo, a pesar de tener pendiente el juicio por la operación Pipol, ha desaparecido de su domicilio habitual.
A pesar de que Antonio Toro ha estado en todas las salsas, las acusaciones contra él contienen poca sustancia. En la declaración de G. M. V., el Gitanillo, el menor que trasladó un cargamento de explosivos de Emilio en un autobús de línea desde Avilés a Madrid para entregárselo a El Chino, informa con detalles exhaustivos sobre la implicación de Suárez Trashorras. En ningún momento mezcla a Toro en la operación de la entrega de explosivos. Sólo se refiere a él en una línea y media de su declaración firmada ante el juez Del Olmo para decir que le había comentado Emilio Suárez Trashorras que Toro hacía tiempo que le había ayudado a robar dinamita «cuando fueron detenidos los dos», en una alusión a la operación Pipol. Rafá Zouhier, el confidente de la UCO implicado en el 11-M, el que acusó directamente a Toro de ofrecerle dinamita, ha declarado que siempre estuvo convencido de que Antonio trabajaba para algún servicio de información.
MUCHAS PISTAS
Toro estaba implicado en el ofrecimiento de dinamita a los marroquíes y había declarado a Zouhier que podía ser Emilio quien se la había vendido a los presuntos autores del 11-M. En esas circunstancias no se comprende que se presentara en Madrid dos días después de los atentados para recoger varios kilos de hachís de uno de los socios de El Chino, que dejara el rastro de su ubicación en la capital de España a través de las llamadas en su teléfono móvil y que quisiera participar en una comida pública en su compañía.Hay algo que no cuadra.
A Emilio Suárez Trashorras, el cuñado de Antonio, lo mantienen, en palabras de un investigador, «en formol». Es el único preso relacionado con el 11-M que no vive solo en su celda. Desde el primer día recibió las visitas de miembros de la Brigada de Información.Le pusieron un compañero de celda que le acompaña incluso en sus salidas al patio. Se trata de un recluso que no tiene nada que ver con el 11-M. No hay que ser un lince para deducir que se trata de un infiltrado de las Fuerzas de Seguridad que a la vez protege y vigila a Emilio.
Se da la circunstancia de que los miembros de la Guardia Civil nunca han podido interrogar a Emilio. Ni siquiera el equipo que investigó por orden del juez la procedencia de los explosivos.Lógicamente fue una de las primeras personas a la que quisieron interrogar ya que era el mayor implicado en el tráfico de dinamita.Del Olmo no lo permitió alegando que no quería que los investigadores quedaran «contaminados».
Teóricamente, todavía no se han encontrado los zulos donde Suárez Trashorras escondía su mercancía, la dinamita robada de las minas, los mismos que denunció Nayo. EL MUNDO ha conseguido conversar con la propietaria de un almacén de alquiler de material de construcción que atendió a Emilio el 12 de julio de 2002. Se trata de Pilar, una señora que aún está afectada por haber servido a semejante personaje.
Su empresa, Pozo Amago S.L., está en el barrio de Miranda en las afueras de Avilés. Se dedica a la reparación, venta, alquiler y montaje de cualquier tipo de material de construcción.
Emilio Suárez Trashorras se acercó allí el 12 de julio de 2002 con un vehículo matrícula de Oviedo 8133 BJ. «La apuntamos» -comenta Pilar- «como una pequeña garantía para saber quién se lleva el material». Emilio hizo una hoja de contrato, la 16329, en la que solicitaba dos puntales -de 1,70 metros extensibles a 3,50-.Tuvo que abonar el alquiler por el tiempo mínimo exigido, 10 días. El precio era insignificante, 0,04 euros al día. El marido de Pilar nos comenta que «no debía de necesitarlos para mucho tiempo porque si no lo lógico es que los hubiera comprado y así no necesitaba hacer ningún contrato. No le hubiera supuesto más de 20 euros». Sea como fuere, Emilio alquiló los dos pivotes extensibles capaces de aguantar, cada uno, 4.600 kilos de carga.
Nunca los devolvió. Cada mes, la empresa Pozo Amago le envió una factura por el importe alcanzado para recordarle que tenía que hacerlo y para que pagara la deuda. Las facturas se las enviaban a la dirección que él había dejado escrita, en la calle Marqués de Suances de Avilés. Nunca contestó. Tampoco lo hizo en el teléfono de contacto que había dejado, el número 605195277.
«Cuando lo vimos en televisión y en los periódicos como implicado en la trama del 11-M» -asegura Pilar- «sentimos una sensación terrible. Tal vez nosotros ayudamos involuntariamente con nuestros puntales a soportar la carga de la dinamita en algún zulo.»
El matrimonio quiso acudir a la Policía para contar lo que sabían pero ésta no les dio tiempo. Se presentaron en el domicilio de la empresa para preguntarles por los pivotes alquilados. «No sabemos cómo se enterarían de ello porque teóricamente nunca han encontrado el zulo. El caso es que vino aquí un chico muy educado que nos enseñó su placa de policía y al que le contamos lo mismo que a usted». En Avilés se han seguido con estupor las salidas nocturnas de Antonio Toro por los barrios de copas de la localidad. Las camareras que le han atendido hasta su última detención, el pasado 12 de octubre, declaran que les ha dado cierto miedo pero también algo de morbo.
Ninguno de los que entienden algo de mina logra asimilar que la Guardia Civil diga en uno de sus informes que pudo ser Emilio quien enseñara a los marroquíes el manejo de los explosivos.La experiencia laboral de Emilio -nunca pasó de ayudante de minero- es más bien reducida. Entró en la empresa por recomendación de José Ramón López, familiar de uno de los dueños de Caolines de Merillés.
Sólo trabajó -según consta en su expediente laboral- durante 19 meses: del 3 abril 2000 al 18 de febrero 2001; del 17 septiembre 2001 al 21 de septiembre de 2001; del 28 de enero de 2002 al 28 de junio de 2002 y del 1 de agosto de 2002 al 31 octubre de ese mismo año. A lo que habría que descontar las vacaciones y libranzas y las bajas por depresión, esquizofrenia paranoide y trastorno de la personalidad, enfermedades por las que dejó la empresa. Emilio sabía de explosivos lo justo y difícilmente podía ser un instructor.
Lo que más sorprende del informe de la Guardia Civil es que plantea como un hecho cierto que los marroquíes acusados como autores materiales de los atentados no tenían los más mínimos conocimientos del manejo de los explosivos.
BUENA VOLUNTAD
Hablar del 11-M en Avilés es algo que hiere sensibilidades. Cuando se salta la barrera del recelo inicial cualquier interlocutor sensato comenta que no puede entender cómo no se han depurado responsabilidades ni en los mandos policiales ni en los de la Guardia Civil.
Es un hecho probado que integrantes de la comisaría de Avilés tenían un contacto continuo con al menos tres de los implicados en el 11-M durante el periodo más crítico, el inmediatamente anterior a los atentados. Reconocer estos hechos, lo mismo que asegurar que la Guardia Civil de Asturias no estuvo acertada en el seguimiento de la venta de explosivos, no es echar tierra encima de las Fuerzas de Seguridad, sino constatar una realidad cuyos fallos es preciso subsanar de cara al futuro.
Nadie en su sano juicio puede imputar mala voluntad en las actuaciones de policías y guardia civiles asturianos. Pero en algunas profesiones, las buenas intenciones no bastan.
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