El Bart Simpson del hampa

28-02-07



El Bart Simpson del hampa


El ambiente de bostezos durante la letanía de los interrogatorios rasantes se encendió de pronto cuando Gómez Bermúdez pronunció el nombre de Rafá Zouhier.


Sólo faltó al anunciarle el redoble de tambor circense, tal era la expectación. En la jaula, donde un Egipcio somnoliento y griposo aceptaba remedios de los médicos del 112, los acusados corrigieron las posturas muelles, abandonadas, y se tensaron para prestar atención como si acabara de abrirse la puerta de toriles. Antes de salir del habitáculo, Zouhier se señaló la oreja con ademán teatral mientras miraba a Pilar Manjón, conminándola a escuchar, como si el veredicto de «superinocencia» dependiera de ella y del favor de esa «toda España» que dijo querer ganarse como las folclóricas. Luego se trabó en un interrogatorio bronco como una discusión de accidente de tráfico que el fiscal Zaragoza no supo enfriar ni gobernar, y que desquició a Gómez Bermúdez como Bart Simpson al director Skinner: tanto, que su habitual frialdad severa se perdió con un castizo «¡Cállese de una puñetera vez!» que tampoco arredró a Zouhier: «Ni cuatro fiscales vais a poder conmigo».

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Machaca de discoteca, confidente, stripper ocasional, coleccionista de chicas, pastillero más asiduo «de las discotecas que de las mezquitas» y hampón del menudeo de hachís que sólo reconoce los códigos de la calle y que está conectado con cualquiera que en alguna ocasión haya tenido las huellas dactilares manchadas de tinta. La síntesis perfecta del submundo. La conexión con la trama asturiana a la que vinculó con el comando Lavapiés durante un trasiego de mercachifles de la muerte por los McDonald's de Madrid. Zouhier quiso redimirse asegurando que sólo desde esa posición subterránea habría podido obtener la información necesaria para salvar a los 191 asesinados de los trenes, como si toda una existencia de infiltrado delictivo y fiestero hubiera sido urdida para que cobrara sentido en el momento en que pasó a Víctor, su controlador en la UCO, una muestra de los 150 kilos de explosivos que los asturianos querían meter en Madrid. Después de eso, qué menos que ser elegido empleado del mes en vez de imputado. Qué menos que recibir ese piso que le habrían prometido en lugar «de la celda 203 del penal de Soto».

Zouhier incriminó a Trashorras mientras éste, en la jaula, volvía a extirparse los mocos con la mirada cargada de promesas de ley de la calle. Durante su propio interrogatorio, el minero negó las acusaciones, por supuesto. Y luego, de igual forma que Zouhier se atrincheró para salvarse en las negligencias de la UCO, Trashorras se refirió a una amistad de El Chino con los etarras de la caravana de la muerte detenidos en Cuenca apenas unas semanas antes del atentado para desaguar culpas hacia la teoría norteña. Las pruebas y los testimonios desarmarán las mentiras. Pero el gran misterio que deja esta jornada alborotada es por qué Zouhier y Trashorras, ambos confidentes de las Fuerzas de Seguridad, ambos controlados, pudieron mover explosivos por toda España e incluso asistir a El Chino en Morata sin que nadie les interceptara, sin que nadie utilizara las informaciones que dicen que dieron.

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