La mesa de Irene Villa

4-06-06



La mesa de Irene Villa


Irene, otra víctima de ETA, se sometió el martes en Suecia a una complicada intervención de cinco horas: la prolongación del fémur con una barra de titanio en la que se encajará su nueva pierna izquierda. Sólo pone una condición a la periodista que la acompaña en exclusiva: «No escribas nada que dé pena»

ANA MARIA ORTIZ. Gotemburgo (Suecia)

Martes, 30 de mayo. 13.22. El móvil de Irene Villa late incansable en el regazo de su madre, sentada en la sala de espera de la novena planta del colosal Sahlgrenska Sjukhug, en Gotemburgo (Suecia), el que dicen es el hospital más grande del norte de Europa. Los pitidos de alerta del teléfono interrumpen la conversación con la familia chilena que se sienta enfrente, a la que María Jesús González está sacando del error. A «su niña» no le arrancó las piernas una bomba del 11-M, como ellos piensan. La explosión, les cuenta, fue otra, mucho antes. Siete mensajes recibidos.
(.../...)

Aún queda una hora y 11 minutos para que la enfermera Birgitte acerque hasta la sala la palabra aliviadora: «OK». «La operación ha sido un éxito», intenta transmitirle en inglés a la madre. Irene, aún sumida en la inconsciencia de la anestesia, se encuentra en la sala de despertar. «Todo está correcto».

La cirugía ha durado más de lo previsto. El doctor Rickard Branemark habló de dos horas cuando dirigía sus pasos hacia el quirófano, a eso de las nueve de la mañana. Han sido más de cinco. Desde muy temprano, el box número 1, en el que someten a Irene Villa al preoperatorio, parece un hormiguero. Un ordenado y sonriente ejército uniformado de verde pino desfila frente a su camilla. Le acarician el carrillo o el cabello rojo fuego y la saludan afectuosamente. Ella, adormilada por los sedantes, oye el rumor de sus voces pero no los escucha.

Los sanitarios suecos miran a los ojos de la madre pero hablan para los oídos de Mary, la traductora. Primero llega el enfermero Martin Harland: «¿Fecha de nacimiento? ¿Es alérgica a algún medicamento?...». La anestesista de gafas color verde manzana dirige la aguja hacia el final de la espalda y le conecta la epidural a la que Irene seguirá enchufada durante dos o tres días. Otro colega, que rompe el hielo presumiendo de hablar castellano en la intimidad, anuncia que en breve aparecerá Branemark para dibujar el campo de la incisión en el muñón de su pierna izquierda. Cuando hace acto de presencia nadie repara en el sigiloso doctor. La eminencia se confunde habilidosamente con el resto del equipo. Una inyección termina de aletargar a Irene.

PIERNAS.

El día antes (lunes, 29 de mayo), en el vuelo de Madrid a Copenhague, parada previa antes del definitivo aterrizaje en Gotemburgo, Irene compartía las sensaciones que la habían recorrido esa mañana al levantarse y colocarse la prótesis que necesita para caminar desde los 12 años. «Ha sido muy raro», decía mirándose la extremidad izquierda. «Hoy es el último día que me la pongo así, encajándomela. Para mí es un momento histórico. Estoy como de duelo, de despedida».

Mientras las evoluciones del bisturí de Branemark en el fémur de Irene son seguidas atentamente por un grupo de especialistas brasileños e italianos, desplazados a Suecia exclusivamente para presenciar in situ la revolucionaria técnica, las piernas de silicona, con las botas altas marrones y los pantalones negros con los que ha hecho el viaje aún puestos, la esperan de pie, recostadas en una pared de la habitación número 14, novena planta.

Cuando Irene supere el pesado proceso de rehabilitación y aprenda a caminar por tercera vez en su vida, volverá a recogerlas. Y cruzará con ellas una meta más en su eterna carrera de recuperación del atentado etarra que sufrió en 1991 y que la convirtió en el rostro más reconocible de las víctimas del terrorismo. Es un icono. Ahora que el gobierno y ETA sacan brillo a la mesa de negociación, ella -Irene Villa González, Madrid, 21 de noviembre de 1978- tumbada en otra mesa, la de operación, representa el tercer platillo de la balanza. Las víctimas.

RIESGO.

Martes. 10.00 horas. Si el horario transcurre según lo previsto, Branemark debe de estar ya enroscando la pieza cilíndrica de titanio al fémur de Irene. Desde que la bomba (17-10-1991) le seccionara la pierna derecha por debajo de la rodilla y la izquierda muy por encima -los tres dedos que le faltan en la mano zurda son lo de menos-, ha utilizado 10 pares de extremidades diferentes. Todas, por mucho que haya evolucionado el sector protésico, se han ajustado a los muñones dolorosamente. «Acaban haciéndote rozaduras y heridas, te cuesta sentarte porque se te clava en la ingle, no puedes doblar la rodilla...», recitaba Irene, a 9.000 kilómetros de altura, la retahíla interminable de inconvenientes.

En la pierna menos perjudicada el trance es soportable. En la izquierda, no. «¡Y me da una rabia..! A veces mi mente puede más que mi cuerpo. Me lo estoy pasando bien, quiero seguir, pero tengo que parar por la pierna». Lo peor es que, a la larga, el stop podría ser definitivo. «La vida del amputado empeora con los años. Llegaría un momento en que no soportaría el encaje (el empalme de la prótesis con su muslo) y yo no quiero atarme a una silla de ruedas. ¡¡¡Quiero caminar hasta los 80 años!!!», proclama como reivindicando su derecho a dar un paso tras otro.

Lo que Branemark le está haciendo podría concedérselo de por vida. La oseointegración que le practica prolongará su fémur mediante una barra de titanio y hará que ésta asome por fuera del muñón. La nueva pierna irá encajada a la pieza sobresaliente y no al muslo desgarrado por la explosión, como hasta ahora. La prótesis no volverá a clavarse más en la carne.

Generosamente, Irene Villa permite que CRONICA comparta la aventura vital que supone para ella este viaje a Gotemburgo. Sólo pone dos condiciones. Una: que los periodistas no crucen la puerta del quirófano pese a que el gentil equipo médico no tiene inconveniente en franquear el paso a la cámara hasta la mismísima mesa de operaciones. Y dos: que las líneas que narren su odisea no arranquen a quien las lea ni una sola lágrima. «No escribas nada que dé pena, eh», advertía, «que yo no soy una persona apenada».

Ciertamente, la joven coqueta que mira de reojo en el avión a los miembros de la selección española Sub-19 -«¡qué guapos!»- es un torbellino de alegría. Un chute de sol como el que le recetan a los suecos cuando languidecen tras nueve largos meses de depresivo invierno. Un rato con ella tiene el mismo efecto que el tan prescrito viaje a Tenerife o que una visita a los medicinales soláriums. Irene Villa no ha eliminado de su vocabulario expresiones que podrían herir las sensibilidad de otros en su situación -el «¡qué mala pata!» que se le escucha en una conversación con los funcionarios de Barajas que empujan su silla de ruedas es sólo una de muchas- y tampoco pretende que tú las elimines. Acostumbra a mirar las cosas por la rendija desde la que se ven más luminosas.

TITANIO.

Eso hizo cuando se sometió el 30 de noviembre pasado, hace justo seis meses, a la primera parte de la intervención. Entonces le insertaron dentro del fémur una primera barra de titanio a la que ahora se ha enroscado la segunda. Era para pensárselo dos veces antes de firmar el documento de consentimiento que le pusieron delante. Venía a decir que existía la posibilidad de que tras la operación se desencadenara una infección y ello supondría la reamputación. Perdería para siempre el trozo de pierna que le queda. Probablemente, no podría volver a caminar. «Pero yo no conté con que eso pudiera pasar. El día antes, mi madre y yo brindamos en la habitación del hospital con vino español. "¡Venga, por la operación, que va a salir todo bien!". Al final, el poder de tu mente y tu convicción es lo que más puede».

Pese a la sonrisa con que lo encaró, fue un mal trago. Su fémur, a fuerza de tantos años sin actividad, estaba muy deteriorado. Apenas había crecido. Era prácticamente igual que cuando tenía 12 años. Para solventar el impedimento, Branemark tuvo que injertar en él un trozo de la cadera. El post-operatorio fue traumático. Durante seis meses Irene ha estado tomando calcio para tratar de fortalecer el tejido óseo.

19.22 de la tarde del miércoles. Mientras Otegi y demás líderes de Batasuna siguen declarando ante el juez Grande-Marlaska para acabar evitando la prisión, Irene Villa ha subido por fin a su habitación tras 24 horas monitorizada en la sala de despertar. Tiene náuseas. Pide su móvil. De la pierna operada sale el tubo del drenaje, tiene otro conectado a la uretra, un tercero a la espalda, el de la epidural, y un cuarto en el dorso de la mano. Le duele. No quiere hablar con nadie. Pide calmantes. Le dan varias cápsulas de paracetamol, un jarabe antibiótico, le pinchan en el muslo izquierdo... El medicamento que la enfermera inyecta en su bolsa de suero parece resucitarla. Se incorpora y coge el teléfono.

Primero, su padre. «Papá, que ha salido todo fenomenal...». Irene cuenta que tras el atentado, cuando su padre la vio hecha un «guiñapo» (sic), deseó abiertamente su muerte. Luego su hermana, Virginia: «Que estoy muy bien, que te quiero mucho...». Su abuelo: «Qué bien, qué bien, qué bien...», se le oye decir al anciano cuando Irene conecta el manos libres. «No sabes la alegría que me da escucharte».

Hay tiempo para bromas.

-Mira este enfermero que majo para ti, Irene, ¿no te gusta?- le dice María Jesús, sentada a un metro del rubio sanitario que mide la tensión arterial.

-¿Tú crees, mamá? A mí no me parece para tanto.

Él no las entiende. O se hace el sueco. Risas.

La tarde antes, el ambiente no era tan distendido. Fue entrar en la habitación, ver el camisón sobre la cama y asomar la flaqueza. Y hubieran surgido las lágrimas de no ser porque Birgitte entra anunciando que Irene tiene una llamada. Es Eugenio. Eugenio Chacón, de Navarra. Es uno de los primeros oseointegrados que han pasado por las manos de Rickard Branemark. Irene hace el número siete entre los españoles -«¡qué bien, el siete, mi número de la suerte!»- y son apenas un centenar en todo el mundo.

Eugenio posa en los catálogos que el hospital Sahlgrenska ha impreso en castellano para informar sobre la intervención. Aparece sentado en un sofá con sus dos piernas robóticas -un esqueleto metálico- coquetamente cruzadas y las zapatillas Nike atadas. Es él quien ha conducido a Irene hasta Gotemburgo. Se enteró de que la joven presentaba en San Sebastián su libro Saber que se puede -un manual para ayudar a los que están en horas bajas- y se plantó allí para presumir de piernas. Sigue divulgando las bondades de la oseointegración a través de la asociación de amputados, Adampi.

NEGOCIACION.

Irene regresa del teléfono con las pilas cargadas de buen humor. Enciende el ordenador portátil y sube el volumen para escuchar la versión de la canción de El Koala que le han enviado por e-mail. El tema es muy crítico respecto al diálogo del Gobierno con ETA. «Opá, yo viacé la paz, con Ternerilla y con Arnaldillo. Opá yo viacé la paz, con los chiquillos que usan el gatillo...», suena en la habitación 14.

Ni madre ni hija saben que unas horas antes, a más de 2.000 kilómetros de distancia, Zapatero ha anunciado en el Debate sobre el Estado de la Nación su disposición «al máximo diálogo». «Mejor no enterarse de nada», dicen intuyendo que las nuevas no van a ser de su agrado. Porque Irene y María Jesús se oponen rotundamente al proceso de diálogo abierto. Y serán las grandes ausentes en la concentración convocada por la Asociación de Víctimas del Terrorismo para el próximo sábado. «Queremos saber la verdad» y «Negociación, en mi nombre no», serán los lemas.

«Estoy totalmente en contra de la negociación», dice Irene con un tono de gravedad desconocido hasta ahora. «Por supuesto que quiero que se acabe el terrorismo y si hay algo de que hablar con esa parte de la población vasca nacionalista que no está a gusto con la situación actual, que se hable. Pero con ETA, no. ETA no tiene nada que decir, es una banda de asesinos. El diálogo es maravilloso, imprescindible, pero no después de haber puesto una bomba», se extiende.

María Jesús es aún más explícita: «Me da una rabia que haya gente que quiera perdonarles... "Hay que ser generosos con ellos", me dicen algunos. ¿Y sabes qué les respondo yo? "¿Generosos? Yo les he dado un brazo y una pierna [María Jesús es la víctima silenciosa del atentado de Irene Villa] e Irene tres dedos y dos piernas. ¿Qué les has dado tú?"».

Desde el atentado, Irene le añade a su firma en el DNI el símbolo circular que representa la paz. Su mismo nombre, en griego, significa eso: Paz.

LLEGADA.

Lunes, 18.30. Aterrizaje en el aeropuerto de Gotemburgo. Irene Villa tiene ganas de reencontrarse con Isabel y desaparece por la puerta de salida sin esperar las maletas. La madre se retrasa porque el equipaje ha llegado con un asa rota además de otros rasguños. El personal de tierra la conduce hasta una estancia repleta de maletas: «Elija una». Sale con la suya y con la nueva. «Esto es Suecia».

La negra Isabel Olsson, caboverdiana con apellido sueco tras un matrimonio ya roto, es auxiliar de clínica del Sahlgrenska. Atendió a Irene y a María Jesús en su anterior estancia en el hospital pero ahora la han trasladado, cuenta, a la planta dedicada a los brazos amputados. Las recibe en el aeropuerto en calidad de amiga.

Isabel, 52 años, habla casi tan atropelladamente como gesticula. Vivió en España entre 1978 y 1990. Luego se mudó a Suecia. Ha seguido conectada a nuestro país gracias, en parte, a las revistas ¡Hola! y Más allá. Vio las desgarradoras imágenes del atentado por televisión. «Me impresionó tanto que pensé: "Chica, ¿qué podría hacer yo por estas personas?"», explica con cierto halo misterioso. «"Ya llegará mi oportunidad", me dije, y me puse a esperar». Y llegó. Un buen día, 15 años después, revisando las fichas de los pacientes de Branemark se topó con el nombre -«Irene Villa»- y corrió a su habitación a presentarse. «Sé quién eres, he seguido tu historia, no te preocupes que yo te voy a ayudar...». Isabel, que presume de haber presenciado curaciones sobrenaturales dentro y fuera del hospital, se refiere a la planta donde está ingresada Irene como «la de los milagros».

LLANTO.

La de Cabo Verde entra y sale del cuarto seguida del emotivo Göran, su rubio novio. Göran tiene un nudo en la garganta desde que hace unas horas ha conocido la historia de Irene y María Jesús por boca de Isabel. Y estalla en el llanto poco después, cuando María Jesús se permite un respiro y salen a tomar una cerveza a una terraza. No entiende, le dice a través de Isabel que habla un perfecto castellano, cómo han podido superar eso. «No llores... Pero que tonto... Si somos súper felices», trata de consolarlo María Jesús. Y es cierto.

Cuando madre e hija -separadas en distintos hospitales- se reencontraron tras el atentado, la primera le dio a la segunda la fórmula que le borraría la mueca de angustia de los primeros meses. «Mira Irene», le espetó, «tenemos dos opciones: o vivimos toda la vida amargadas o nos hacemos a la idea de que hemos nacido así». No hace falta decir que se decantaron por lo segundo.

ODIO.

Quizás por esta higiénica postura no albergan odio. Y si lo sienten, lo ocultan muy bien. Ni siquiera aborrecen a quienes pusieron la bomba en los bajos de su coche, cuyos nombres y caras aún desconocen. Irene cita a Gandhi -«ojo por ojo y el mundo se quedaría ciego»- cuando se le inquiere por el rencor. «¿De qué me sirve odiar?», pregunta ella.

Este mismo mensaje -«¿para qué?»- intenta transmitirlo a los reclusos a los que da conferencias en las propias cárceles. En algunas, como en Soto del Real (Madrid), ha tenido algún roce con el entorno etarra.

-Vamos por aquí, que por allí hay familiares de ETA y pueden verte, le dijo el policía que la guiaba.

-¿Y qué pasa? -respondió ella.

-No, que a lo mejor te dicen algo.

-¿Pero qué me van a decir? ¡Qué narices, que se escondan ellos!

Miércoles, 08.00 horas. El día después de la operación, Rickard Branemark llega puntual a la entrevista que se celebra en el sofá de espera de la planta de operaciones. «Mi despacho es muy pequeño y lo comparto con otras dos personas», se excusa. Fue su padre, el doctor Per-Ingvar Branemark, quien utilizó por primera vez el titanio tras descubrir que el cuerpo humano, lejos de rechazarlo, lo asimilaba como propio. Este material le permitió, en 1965, practicar los primeros implantes dentales.

Quince años después, una finlandesa le escribió una carta rogándole que aplicara la técnica a sus piernas amputadas. Tras cinco años de meditaciones y con la ayuda del hijo, estudiante entonces, realizó la primera oseointegración. Rickard Branemark cogió enseguida el testigo del padre, ya jubilado. Y aunque ahora trata extender la técnica a otros hospitales de todo el mundo, es aún el único referente mundial.

«La intervención ha sido más larga de lo previsto», comienza diciendo el experto. «Hemos tenido que reconstruir la musculatura de la pierna», explica. Irene, que tras la bomba tuvo que aprender a andar con la cadera, tendrá que poner en marcha de nuevo su músculo, atrofiado tras años de desuso y confeccionado, en parte, con injertos.

-Ahora es muy importante - dice el médico dirigiéndose a la madre- que Irene sea constante con los ejercicios para que el músculo se fortalezca.

-Por eso no hay que preocuparse -contesta María Jesús-. Ella es muy responsable.

La intervención, gastos de viaje y estancia aparte, ha costado 78.000 euros. Una suma que Irene Villa ha reunido gracias a la ayuda de la Fundación Víctimas del Terrorismo.

PEKIN.

Hasta dentro de seis meses, continúa Branemark, no podrá volver a apoyar su pierna izquierda. A Irene no le atormenta la idea de tener que estar tanto tiempo sin caminar. Ya buscará algo en que entretenerse. En su anterior convalecencia, descubrió que no necesitaba las extremidades para practicar esgrima en silla de ruedas. Por un solo punto no ganó, en marzo, en Oviedo, una prueba puntuable para el Campeonato de España Paralímpico. No parará hasta lograr clasificarse para los Juegos Paralímpicos de 2008, en Pekín. Practica además ciclismo, piragüismo y buceo, su gran pasión. «En el mar es en el único sitio donde me siento libre. No hay escaleras, no hay barreras... Es como si tuviera piernas», dice.

12.20 del martes. La intervención se hace eterna. La enfermera tuerce el gesto cuando divisa la vela que María Jesús ha encendido en el cuarto por encargo de Irene. Está prohibido en todo el hospital. «Por los tanques de oxígeno», dice, «podría haber una explosión». No importa. Hay cirios encendidos por Irene en los más insospechados rincones del planeta. Carlos, su protésico, ha puesto uno en el camino del Rocío. Otro, de una amiga zaragozana, se derrite ante la Virgen del Pilar. Y hay más en Colombia, India, Inglaterra, Argentina...

Irene tiene amigos en todo el mundo. Tan sólo cuatro días antes de la cirugía, aterrizaba en Madrid procedente de Argentina donde había visitado a una colega nueva. Otra chica amputada a la que ayudó a encontrar la luz en el túnel. Cada vez que Irene sabe de una amputación corre al encuentro de la víctima. Se presentó en el Gómez Ulla, en octubre pasado, cuando un desequilibrado empujó a Miriam al paso del Metro. En el móvil la ha registrado como «Miriam clon», por la similitud de sus circunstancias. Quizás es de ella uno de los mensajes que han llegado tras la operación y que Irene relee en alto para cargarse de energía positiva: «Espero que todo haya salido bien. ¡Ahora sí que no va a haber quien te pare!».

Jueves. 11.30. A Irene le ha bajado la tensión arterial. Está mareada y esconde las molestias bajo un oscuro antifaz. Se despide con dificultad: «Adiós y gracias».

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