CARTA DEL DIRECTOR Los tres cerditos PEDRO J. RAMIREZ

09-07-06



CARTA DEL DIRECTOR

Los tres cerditos


PEDRO J. RAMIREZ

(Aunque enseguida me di cuenta de que columnistas, dibujantes y tertulianos podían tener ahí un buen filón, a mí no me hizo ninguna gracia que el etarra Esparza Luri se refiriera -en sus notas de lo tratado por el Comité Ejecutivo de la banda en febrero de 2004- a los dirigentes del PSOE como «los gorrinos». Por la misma razón que tampoco me ha divertido nada que el recaudador del 'impuesto revolucionario' Joseba Elosua, cuando cree compartir solamente con su cuñado la presunta intimidad de su vehículo, hable una y otra vez de «los txakurras» y «la txakurrada», aludiendo, cómo no, a la policía.

Cuando quienes tenemos convicciones democráticas y sentimos respeto por la dignidad del individuo recurrimos al mundo animal para reflejar algún aspecto de la realidad, lo hacemos buscando la elocuencia de toda parábola zoológica. Cuando ETA llama cerdos y perros a sus enemigos lo hace -como tantos otros totalitarios, fanáticos e integristas a lo largo de la Historia- en sentido literal, despojándoles de su condición humana. Es decir, de sus derechos como personas.


(.../...)
A un «gorrino» se le puede abatir de dos disparos en la nuca, procurando tan sólo no mancharse demasiado con las salpicaduras de su sangre, puesto que su destino natural es la matanza y no hay ninguno al que no le llegue su San Martín. A los «txakurras» -de uno en uno o en pequeñas manadas- se les puede destripar con dinamita, pues algo hay que hacer en las perreras cuando se acumula el trabajo, no sobra el espacio y los ladridos nocturnos se vuelven especialmente desagradables. Por eso lo de pedir perdón, ni siquiera está en la agenda de la hoja de ruta. ¿Quién va a arrepentirse de haber despachado para el otro barrio antes de tiempo a un «gorrino» o a un «txakurra»?

Pese a que la concreta denominación asignada al PSOE en el manuscrito etarra ya haya dado pie a alguna ingeniosa extrapolación de la trama de 'Animal Farm', pues no en vano son los cerdos los que en la fábula de Orwell practican esa acreditada variante del socialismo que consiste en proclamarse «más iguales que los demás», incluso en las actuales circunstancias al terrorismo hay que responderle sin parpadear: tenedlo claro, con negociación o sin ella, «gorrinos» y «txakurras» somos todos.

De ahí que, atendiendo a la demanda de aquellos lectores que me piden argumentos y paralelismos más asequibles para el gran público que algunas de mis excursiones históricas, hoy haya decidido ofrecerles con la colaboración inestimable de nuestro virtuoso evocador de la edad de oro de las 'Looney Tunes' o Melodías Animadas de Walt Disney, el gran dibujante Ricardo Martínez, una versión bipartisana del cuento de Los Tres Cerditos).

Allá por los años 80 el Cerdito Flautista cautivó a la gran mayoría de los ciudadanos con su simpatía y sus aires alegres y renovadores. Diez millones de chanchitos le siguieron a las urnas, moviendo la cola al compás de su música, y él entendió que le daban carta blanca para que hiciera lo que le viniera en gana como gestor de sus asuntos. Incluido el desagradable problema de cómo dar caza, o al menos mantener a raya, al Lobo de las tierras del norte que desde la generación anterior asolaba periódicamente aldeas y ciudades, llevando el luto a muchas familias.

El Cerdito Flautista era tan atractivo y seductor como indolente y poco escrupuloso. Era un cerdito carismático y a los cerditos carismáticos que sacrifican su libertad para ocuparse de defender la libertad de los demás miembros de la piara no se les pueden pedir cuentas de sus actos. El resultado fue una chapucera cochinada, una estúpida marranada, una genuina gorrinada consistente en combatir al Lobo con sus propios métodos, dejando -encima- todo tipo de rastros que permitieron descubrir a los culpables. Los llamados Guarros Armados contra el Lobo liquidaron a unos cuantos lobeznos junto a otros tantos animales diversos, seleccionados por error, pero Chanchilandia perdió su superioridad moral al actuar como si el fin justificara los medios. Aquella era una casa tan endeble, con un tejado tan frágil, que al Lobo le era muy sencillo derribarla una vez que tenía los pulmones henchidos del oxígeno del ojo por ojo y colmillo por colmillo.

Después de un largo periodo de desgaste en el que cuanto más desafinaba, más compulsivamente se aferraba el Cerdito Flautista a su instrumento, pudimos al fin sustituirlo por el hacendoso Cerdito Pianista. No tenía unos dedos largos y delicados, e incluso daba la sensación de que en vez de acariciar el teclado, lo aporreaba; pero el Cerdito Pianista llegaba con el mono de albañil puesto y eso lo decía todo. El Lobo se dio cuenta de que el nuevo inquilino no iba a repetir los errores del pasado y recubierto de la piel que le prestaron unos pastores, hijos de unos amigos de sus padres, en un pueblo llamado Lizarra, se colocó en la puerta dentro de una canastilla, presentándose como una pobre ovejita desvalida. Fue la tregua trampa.

Tras una serie de tanteos e indecisiones, el Cerdito Pianista comprobó que el Lobo exigía que le entregara el control de esas tierras del norte en las que tenía su cubil, además de unos prados cercanos durante cuyas fiestas los gurriatos más audaces tenían la costumbre de ponerse a brincar, a estas alturas del año, delante de manadas de toros salvajes, al grito alegre de «¡Viva San Gorrín!». Acceder tan siquiera a abrir una negociación sobre tales bases significaba poner en peligro a cientos de miles de animales indefensos. Además uno de sus principales colaboradores, del acreditado linaje porcino de los Oreja, le demostró que en realidad el Lobo dedicaba a escondidas buena parte de su tiempo a arreglarse las caries y afilarse los dientes y las uñas.

Los hechos le dieron la razón. El Lobo volvió a las andadas con saña y crueldad terribles y el Cerdito Pianista decidió asumir el reto con la disciplina, fuerza de voluntad y rigor que le caracterizaban. No le temblaron los pelos del hocico. Se trataba de fortalecer los cimientos de la casa, de poner luego un ladrillo encima del otro y de unirlo todo mediante la argamasa de la determinación y el patriotismo. El Cerdito Pianista reforzó las unidades tanto de la Policía Chanchinal como de la Guardia Cerdil y les transmitió moral de victoria. Convenció a la vecina República de los Gallos de que le dejara infiltrarse en su territorio y al Aguila norteamericana de que le prestara su poderoso sistema de vigilancia desde las alturas. Firmó con el partido gorrino de la oposición un férreo pacto anti-Lobo y pronto logró que toda la marranería estuviera movilizada en la tarea de combatir a la fiera e incluso aislar política y socialmente a quienes, como los pastores de Lizarra, le prestaran algún tipo de ayuda.

El Lobo lo intentó todo. Trató de volar los muros y de infiltrarse por claraboyas y ventanas. Pero aquella casa era un fortín. Cuanto más desesperado estaba, más precipitadamente actuaba y más riesgos asumía. Terminaba siempre cayendo en la tentación de colarse por la muga de la chimenea y ahí abajo le esperaba, cual previsible control rutinario, la olla hirviente en la que quedaba atrapado. Cada vez que caía un comando el Cerdito Pianista se sentaba ante el teclado y por primera vez en muchos años los firmantes del pacto anti-Lobo, y con ellos Chanchilandia entera, se podían atrever a entonar juntos con prudente alegría aquello de «¿Quién teme al lobo feroz? Lo-bo fe-roz, lo-bo fe-roz».

Pero nada es eterno y una parte de la población empezó a darse cuenta entonces de que hasta el piano era de ladrillo y de que al instrumentista se le estaba poniendo perfil de jabalí. Sus éxitos en la lucha contra el Lobo habían trascendido los confines de la marranería y pronto comenzó a asistir como invitado a importantes cacerías internacionales en las que cosechaba grandes aplausos proclamando que «todas las fieras son iguales». Sin embargo, una de estas cacerías, a la que acudió en apoyo de la gran Aguila y de su primo hermano el León de Downing Street, desembocó en un enorme fiasco porque murieron muchas liebres y ardillas, se causó un enorme destrozo al paisaje y para colmo la terrible Pantera de mandíbulas de destrucción masiva a la que se pretendía abatir resultó ser un achacoso animal de circo, con muy malas mañas, pero mayormente desdentado.

A pesar de las críticas que todo esto le deparó, el Cerdito Pianista hubiera podido salvar los muebles y el teclado, legando el poder a uno de sus ayudantes, un buen chancho de maneras más suaves y barba florida, si en vísperas de las elecciones no se hubiera producido una mortífera explosión en una de las secciones principales de la casa. Para él estaba todo claro desde el primer momento y así se precipitó a decirlo: el Lobo había logrado por una vez, lo que había intentado tantas otras. Eso equivalía a pedir el respaldo de toda la raza porcina para redoblar la lucha implacable que tan eficaz se había mostrado hasta ese día. Pero de repente comenzaron a oírse una serie de sonidos guturales que no eran el aullido del Lobo, sino lo que parecía el ulular de las hienas islámicas que desde montañas remotas y desiertos lejanos habrían venido a ajustar las cuentas al temerario aventurero.

La nueva música que, en todo caso, ya despuntaba en el horizonte se convirtió de repente en una estruendosa sinfonía y bajo el eslogan de «Chanchilandia necesita cochinos que no mientan» el partido del Cerdito Violinista, digno y jovial sucesor del Cerdito Flautista, ganó las elecciones y se hizo con el mando y las llaves de la casa de ladrillo. Con su vestido de marinerito, su sonrisa de oreja a oreja y su música suave, pero a la vez sencilla y pegadiza, el Cerdito Violinista se metió enseguida a la pocilga entera en el bolsillo. Nunca había habido un gorrín con mejores modales y talante. Además prometía la misma prosperidad de la última etapa, pero con mayor libertad y menor sacrificio. Más pienso para todos, con el mínimo esfuerzo. Era la exaltación del optimismo, tal y como lo expresaba la canción de moda: «Opá, yo voy a hacer un corrá, pa echar guarrillas y pa echar guarrillos».

Lo cierto es que jamás las guarrillas y los guarrillos se habían sentido tan en su salsa. Era una juventud sin compromisos ni problemas. En la ciudad alegre y confiada se bailaba hasta el amanecer, el dinero circulaba a raudales y las nuevas leyes lo permitían todo. Frente a los antipáticos aires marciales que en sus últimos tiempos le había dado por atacar al Cerdito Pianista, el Cerdito Violinista mecía la porqueriza con el son adormecedor de los mejores valses. Para resolver los conflictos internacionales propuso una Alianza de Especies Animales y para afrontar los más domésticos, el ejercicio de lo que él llamaba «democracia gruñitiva», teóricamente basada en el diálogo con todos los grupos marranos y en la práctica destinada a marginar al conservador Partido Porcino.

El Lobo se frotaba entre tanto las pezuñas. Había salido tan escaldado del periodo anterior que apenas si le quedaban fuerzas para intentar otra vez derribar ninguna puerta o trepar por los tejados de la fortaleza constitucional de Chanchilandia. Sin embargo el triunfo del que él y sus amigotes denominaban Partido Gorrinista Cerdero Cochinol no podía haberles venido mejor. Había llegado de nuevo la hora del engaño y de la astucia, pues no en vano dice el refranero que «el lobo pierde los dientes, pero no las mientes».

Pese a la vigencia del Pacto anti-Lobo, el Cerdito Violinista había autorizado a uno de sus colaboradores llamado Cerdiguren a que mantuviera contactos secretos, primero con la asociación ilegal Herri Lobatuna, y luego con la propia alimaña, disfrazada esta vez de apaciguadora ternerita. En esos conciliábulos se acordó que el Lobo anunciaría una dieta «permanente» durante la que se abstendría de comer cerditos, que controlaría a sus lobeznos y que dejaría de robar parte de su miel a las emprendedoras caperucitas que osaran transitar por el bosque. A cambio de eso la Policía Chanchinal y la Guardia Cerdil dejarían de perseguirle, el Fiscal Cochinal sólo le acusaría de los desmanes más flagrantes y la Audiencia Marranal sería condescendiente en atención a las «nuevas circunstancias».

Pero eso era sólo el aperitivo. Aunque el Cerdito Violinista declaró al director del diario El Prado del Siglo XXI que «primero» vendría «la paz» y «luego la política», lo cierto es que eran tales sus ansias de poder proclamar que gracias a su tesón e ingenio el Lobo se había vuelto para siempre vegetariano, que aceptó mezclar ambos planos. De hecho anunció al mismo tiempo que abriría negociaciones con el Lobo para garantizar su metamorfosis y que el futuro de los cerdos de raza vasca -coaccionados y amedrentados durante décadas por la fiera- dependería de su «libre decisión». No dijo nada de los vecinos seguidores de San Gorrín, pero muchos entendieron que también irían en el lote.

Por supuesto Lobatuna volvería a ser legal en cuanto cumpliera con el papeleo correspondiente. Y para que toda Chanchilandia fuera acostumbrándose, el Cerdito Violinista -que había aplaudido ya los contactos públicos de la osada licántropa Gema Marraneta con la mismísima Lupa Lobicelaia- autorizó al Secretario General del Partido Gorrinista de Euskadi, Cotxi López, a celebrar una reunión formal con Aullando Otegi y otros altos dirigentes lobatones.

Las víctimas del Lobo, incluida una pobre madre a la que le habían devorado el hijo, se manifestaron en la puerta y el Partido Porcino advirtió que, al comportarse así, el Cerdito Violinista dejaba de representar al conjunto del Estado chancho. Era obvio que para el Cerdito Pianista y para su sucesor eso significaba que el Cerdito Violinista estaba nada menos que abriendo la puerta de la casa común al Lobo, sin tan siquiera haberle obligado antes a cambiarse de dentadura. El Cerdito Flautista se echaba entre tanto las manos a la cabeza pero callaba, alegando con nostalgia y mal jamón que en política anti-Lobo hay que apoyar a quien preside la mesa del Consejo de Chanchistros «incluso cuando se equivoque».

La alegría había cambiado en todo caso de bando, pues donde se bailaba y cantaba era ahora en las más sórdidas loberas: «¿Quién teme al cerdo feroz? Cer-do fe-roz, cer-do fe-roz».

Y ni colorín, ni colorado porque este cuento no ha acabado.

pedroj.ramirez@el-mundo.es

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Magistral dibujo, magistral editorial
Anónimo ha dicho que…
Este señor Rámirez no es cerdo de mi devoción, pero si la semana pasada estuvo extraordinario con "El duque de Orleáns", con "Los 3 cerditos" ha llegado al nivel de Esopo. Simplemente excelente (a pesar de decir que lo de Irak es un fiasco.... eso sólo lo dirá la historia)
Anónimo ha dicho que…
Ninguno de los tres cerditos de la historia se dedicó a construir la casa de piedra, ni a tapar sus grietas: ley electoral, independencia de los funcionarios, leyes anticorrupción. ¿Llegará el cuarto cerdito algún día?. Esperemos que se deje de melodías e interprete alguna música concreta.

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