LOS AGUJEROS NEGROS DEL 11-M (XXXI) Lavandera: «El que intentó asesinarme era un profesional»

09-07-06



LOS AGUJEROS NEGROS DEL 11-M (XXXI) / La investigación

Lavandera: «El que intentó asesinarme era un profesional»


FERNANDO MUGICA

Francisco Javier Lavandera, uno de los testigos claves del 11-M, ha sido objeto de un atentado en la tarde del 5 de julio, en los alrededores de Gijón. «Un asesino profesional», según el propio agredido, le disparó cinco tiros cuando se acercaba, en un coche Twingo, a una finca en la que cuida unos cuantos animales.Sólo una serie de circunstancias hicieron que no muriera. Una de las balas golpeó el espejo retrovisor interior, que, al salir despedido, chocó contra su cara. Otra bala se incrustó en el volante en el momento en que, agachado, daba marcha atrás para huir de la agresión. El vehículo recibió cinco impactos de bala sin que ninguna alcanzara a Lavandera. Éste respondió con su pistola de tiro olímpico, momentos después, e hizo huir a los agresores.

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Cortesia de http://kickjor.blogspot.com
GIJON.- «Ahora, estoy convencido de que Dios existe. Y además, sé que está de mi lado». Y es que sólo un conjunto de cinco milagros seguidos lograron que a Francisco Javier Lavandera, uno de los testigos claves del 11-M, no consiguieran matarle.

En la tarde del 5 de julio, «un asesino profesional» -según la versión del propio Lavandera- fue a por él y consiguió agujerear con cinco balas el coche en el que viajaba.
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Los reflejos de Lavandera y algunas circunstancias que vamos a pormenorizar hicieron que el sicario no pudiera lograr su propósito.

Como cada tarde, Lavandera se encaminaba hacia la pequeña finca donde tiene a su cuidado, por afición, un montón de animales. El lugar se llama Deva, un monte boscoso, muy cerca de Gijón. Eran más o menos las 17.40 horas. El día estaba desagradable. El mal tiempo hacía que no hubiera nadie en los bancos del merendero al aire libre desde el que se divisa, en las jornadas claras, una vista de la ciudad con el mar al fondo.

En el último tramo del camino hacia la finca había mucho barro y el desvencijado Twingo color verde oliva de Lavandera, que tiene las ruedas desgastadas, comenzaba a patinar. Lo normal es que hubiese seguido hasta el límite donde se encuentra la primera verja metálica. Pero pensó que luego, para salir, sería un problema y frenó antes de lo acostumbrado.

No había prácticamente detenido el vehículo cuando sintió la primera detonación y un golpe muy fuerte en la sien derecha. El espejo retrovisor interior se había estrellado contra su cara. Su cerebro se quedó en suspenso y, antes de que pudiera analizar lo que estaba sucediendo, los reflejos de muchos años de entrenamiento en las fuerzas especiales y los cursos de escolta le hicieron reaccionar por instinto. Se agachó hacia su derecha y comenzó a girar el volante a su izquierda mientras metía la marcha atrás. El Twingo de Lavandera no tiene embrague al ser automático. Fue cuando sonó el segundo disparo.

El tirador había corregido el tiro y había apuntado al trozo de pecho que, aún con Lavandera agachado, podía ver. Pero la bala -una entre un millón- dio exactamente en el volante. Dejó incrustada allí una esquirla y se desmenuzó en el suelo del coche.

Para el tercer impacto, el asesino lo tenía más difícil. El coche seguía en movimiento y el ángulo de visión de la luna delantera era cada vez más estrecho. El tirador, a pesar de todo, atravesó el cristal con un nuevo disparo, sin alcanzarle.

Con el coche derrapando, y ya posicionado en dirección contraria al que disparaba, Lavandera aceleró todavía agachado. Dos nuevos disparos acertaron en la luna trasera del vehículo.

«La adrenalina hace que tu corazón vaya a diez mil. Estás como fuera de tu cuerpo. Los disparos se producen en unos pocos segundos, pero a ti, entre cada uno de ellos, te parece que pasa mucho tiempo. Sólo el instinto te hace seguir adelante. Lo único que quieres es alejarte de allí».

El Twingo, con las lunas trasera y delantera atravesadas por los cinco balazos, consiguió llegar hasta la pequeña carretera asfaltada que rodea al merendero. De nuevo el instinto le hizo no seguir adelante por el camino más fácil. Giró a la izquierda para adentrarse en un pequeño camino del bosque en el que apenas cabe un vehículo. Fran intentó, a la vez que aceleraba, encontrar su teléfono móvil, pero, con el traqueteo, se había metido por una rendija del asiento. A la vez agitó la cazadora vaquera con la que llevaba envuelta la pistola HK de 9 milímetros para la que tiene una licencia de tiro olímpico. Precisamente la compra de esa pistola -por 600 euros- enfadó al juez Juan del Olmo, quien le quitó su condición de testigo protegido, argumentando que, si tenía dinero para comprarse esa pistola, podía pagarse su propia protección.

Curiosamente, esa pistola terminó salvándole la vida en la tarde del atentado.

Y es que, al entrar en el camino, Lavandera creyó observar por el retrovisor derecho que los asesinos venían siguiéndole en un coche que hasta ese momento no había visto. Detuvo el Twingo, cuya luneta trasera había empezado a desperdigar cristales por el camino bacheado. Salió del coche. Aún no había tenido tiempo de hablar por su móvil. Vio que el coche de los perseguidores se detenía en el cruce.

Parecía como si los ocupantes de ese vehículo dudaran sobre lo que tenían que hacer. El conductor permaneció en el coche mientras el pasajero salió, caminó hacia la parte de atrás y comenzó a andar rápidamente en la dirección del camino donde estaba Lavandera.

Éste no se lo pensó más. Sabía que ya le habían disparado cinco tiros y que no le iban a dejar que se fuera vivo. La distancia entre ambos era aproximadamente de 50 metros. Apuntó su arma y disparó varias veces hacia el coche de los agresores.

No supo si había dado en el blanco -a esa distancia sería prácticamente imposible-, pero vio cómo el individuo que se acercaba hacía un gesto raro y volvía a meterse rápidamente en el vehículo. El conductor pisó el acelerador y el coche continuó por la carretera asfaltada a gran velocidad.

Lavandera estaba salvado, de momento. Dejó el arma. Cogió los casquillos, que aún estaban calientes, montó en el coche y arrancó mientras la luneta trasera seguía regando el camino de cristales. Un poco más adelante -y todavía no sabe explicar por qué- tiró hacia el bosque los casquillos.

Había encontrado el móvil y llamó al 112. No quería que viniera la Policía Nacional. Se fiaba más de la Policía Municipal, donde tiene muchos amigos. Fueron sus primeros escoltas cuando le declararon testigo protegido. Fue en otoño de 2004, después de que se hiciera pública la cinta que le grabó el agente de Información de la Guardia Civil Jesús Campillo, en la que denunciaba a Antonio Toro y Emilio Suárez Trashorras, en 2001, por haberle ofrecido explosivos y por preguntarle si sabía de alguien que supiera fabricar bombas con móviles.

A la central del 112, y mientras seguía camino abajo con su Twingo, les dijo que necesitaba ayuda porque le había mordido un perro. Le pasaron, por fin, con la Policía Municipal, y les dijo que le acababan de disparar. Quedó con ellos a la entrada de Gijón, en el aparcamiento de la Universidad Laboral. Sólo cuando los vio se sintió seguro por primera vez.

Lavandera ha tenido en los últimos años muchas amenazas de muerte, pero en la tarde del 5 de julio ha comprendido que las advertencias que le han hecho amigos y enemigos son reales y que alguien quiere verle muerto. Sólo ha visto a sus agresores de lejos. Diría que iban vestido de oscuro y que tenían una edad parecida a la suya -41 años-. No puede recordar más.

Más tarde se hizo cargo de la investigación la Policía Judicial de la Guardia Civil. Son los que fueron al lugar de los hechos y le hicieron repetir muchas veces su relato.

Los expertos que examinaron esa tarde el coche le comentaron que el tirador había realizado sus disparos con una pistola del 22. Los orificios de entrada de la luneta delantera -pequeños, del grosor de un lápiz y hechos sin apenas dañar el resto del cristal- indicaban que los disparos se habían hecho con balas de pequeño calibre, con gran poder de penetración.

Para un atentado sólo pueden arriesgarse a usarla tiradores muy selectos, aquellos que saben que van a dar en el blanco. Es el arma preferida, por ejemplo, del Mosad israelí. Tiene la ventaja de que hace poco ruido y de que el tiro es muy preciso. Su desventaja evidente es que, si no aciertas en un órgano vital, la víctima puede responder a la agresión a pesar de haber recibido varios impactos. De todas maneras, pasará tiempo hasta que los especialistas de la Unidad de Balística -trasladados desde el jueves desde Madrid a Gijón- den la última palabra sobre el tema.

Lavandera, tras el atentado, está confuso. No puede aportar datos más precisos. Por pura precaución les contó toda la verdad a los agentes, pero omitió que él hubiera respondido al fuego.

Los agentes dudaron de esa versión y le hicieron la prueba de la parafina. Más tarde, en el laboratorio, encontraron restos de pólvora en la mano derecha de Lavandera. Éste esgrimió una excusa tonta. Dijo que había matado unos pollos en la granja, el día anterior, con una escopeta. Pero los agentes, veteranos, ya sabían que había habido un tiroteo y así se lo comunicaron a Madrid.

A pesar de todo, y al ver el estado del coche, también sabían que, si había disparado, había sido en legítima defensa y que gracias a eso había salvado su vida. Le trataron con absoluta corrección y ni siquiera le pidieron el arma. No consiguieron encontrar los casquillos de los agresores. La verdad es que se trata de una zona boscosa en la que no es fácil hallarlos. Por otra parte, pudieron haber disparado con un revolver del 22 y, en este caso, los casquillos se habrían quedado en el arma. La Comandancia hizo un informe sobre las armas en poder de Fran, pero ninguna era del 22. Descartaron así que hubiese podido él mismo inventarse la historia.

Nadie le reprocha por haberse defendido. Es más, un policía amigo le dijo más tarde: «Para la próxima, llévate la escopeta con cartuchos de postas. Te quitaron la escolta y no te la van a reponer. Así que, tú mismo».

De hecho, al menos hasta ayer a última hora, nadie se había puesto en contacto con Lavandera para ofrecerle protección, a pesar de ser un testigo clave en el 11-M, a pesar de todas las amenazas de muerte recibidas y a pesar de que Rafá Zouhier declaró -y así consta en el sumario del 11-M- que Trashorras y Carmen Toro le dijeron, en un bar de Las Rozas (Madrid), que buscaban a alguien para que matara al que los había delatado.

«¡Cómo voy a saber quién ha sido! Lo que sí sé, por su forma de disparar, es que era un profesional. Un periódico de Asturias ha publicado que yo descarto que tenga relación con el 11-M. ¿Pero cómo voy a descartar eso, si a mí me han amenazado de muerte por ese tema? Lo que dije es que yo he logrado con mi testimonio ante el juez que muchos hampones se sienten en el banquillo. Cualquier miembro de una banda rumana o de una banda gitana puede tener la tentación de vengarse».

«No sé quiénes eran, pero la certeza de que alguien quiere tu muerte, aunque les haya salido mal, te deja destrozado».

«Pienso cada vez más en mi hijo Fran, que ahora va a cumplir cuatro años. Se quedó sin madre porque los policías no hicieron nada para salvarla cuando se ahogó en la playa de Gijón. Ahora no he podido evitar que oyera en televisión lo de los disparos y me ha dicho: 'Papá, ¿por qué te quieren matar?' Se abraza a mí todo el rato y no quiere que vaya solo a la calle. Si vienen a por mí de nuevo, ya no me darán oportunidad de defenderme».

Se arrepiente de no haberles dicho toda la verdad a los guardia civiles. «Cuando ahora me llamen, les daré la versión completa. No tengo nada que ocultar. Me defendí como pude de una agresión mortal y nadie puede reprochármelo».

En casa de Fran, en un humilde piso alquilado del centro de Gijón, Azucena, la madre de 75 años, levanta los hombros con resignación. La vida para ella no ha sido fácil. Ha tenido que luchar mucho para sacar a sus dos hijos adelante, cuando su marido estaba en la cárcel por motivos políticos. Era un comunista convencido, un minero recio que se ocupó de sus compañeros más que de si mismo.

Lavandera no entiende por qué se ha complicado tanto su vida desde que en verano de 2001 denunció a la Policía y a la Guardia Civil, sin éxito, que alguien vendía explosivos y buscaba bombas con móviles. Nadie le hizo ni caso. Y sucedió el 11-M. Y ahora quieren matarlo. Sólo varios milagros juntos lo han evitado. Señor juez, ¿y la próxima vez?

Campillo cree que ahora irán por él

El guardia civil Jesús Campillo ha adelgazado muchos kilos desde el 11-M. Ahora se encuentra más asustado que nunca. Está convencido de que el atentado que ha sufrido Francisco Javier Lavandera tiene relación con el 11-M. Considera que han intentado matar a Lavandera por lo que puede declarar ante el juez y que él puede ser el siguiente en sufrir un atentado.

Se siente indefenso, ya que todo el mundo sabe dónde vive y en qué bares de Gijón alterna y no tiene ninguna protección. Ni siquiera le queda el consuelo de su propia arma reglamentaria, ya que se la han retirado desde que un médico le dio la baja por depresión tras desmentir la versión de sus superiores. No tiene dinero para marcharse fuera y no sabe cómo salir de una situación límite.

Ha considerado llamar a la Audiencia Nacional y pedir ayuda al juez Del Olmo. Campillo está involucrado en el 11-M ya que fue el agente de Información de la Guardia Civil que grabó, en el verano de 2001, una cinta en la que Lavandera denunciaba a Antonio Toro y a Emilio Suárez Trashorras por haberle ofrecido una gran cantidad de explosivos y por preguntarle por alguien que supiera montar bombas con móviles.

Entre Campillo y Lavandera hay ahora una gran amistad. Ambos se consideran injustamente perjudicados.

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
La Providencia de Dios tiene sus milagros en la Tierra

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