LAVANDERA COINCIDE CON TRASHORRAS: ETA ESTABA ALLI
11-09-06
Editorial
LAVANDERA COINCIDE CON TRASHORRAS: ETA ESTABA ALLI
Editorial
LAVANDERA COINCIDE CON TRASHORRAS: ETA ESTABA ALLI
Quienes la semana pasada se apresuraron a descalificar las revelaciones de Suárez Trashorras como una mera iniciativa exculpatoria de un acusado al que dirigentes políticos e incluso miembros del Gobierno dan ya por condenado antes de que le juzguen, tendrán que buscar otra cantinela para hacer frente al testimonio de Francisco Javier Lavandera.
Este hombre, que hoy comparece revelando un secreto que se le obligaba a guardar bajo amenaza de muerte, no es ningún delincuente, ni siquiera está acusado de nada. Todo lo contrario. Es un ciudadano que, tal y como queda constatado en la cinta grabada por el guardia civil Campillo sin su conocimiento, reaccionó ejemplarmente cuando en 2001 se enteró de algo gravísimo. Su primera denuncia ante la Policía fue completa: el traficante Antonio Toro -secundado por su futuro cuñado Trashorras- estaba vendiéndole dinamita a ETA y buscaba a «alguien que supiera montar bombas con móviles». Primero no le creyeron, pero luego dos agentes le advirtieron que le «cortarían el cuello» si repetía su relato a alguien. Por eso Lavandera omitió para quien trabajaba Toro cuando acudió a la Guardia Civil y cuando declaró ante un juez Del Olmo bien poco interesado ni en escucharle ni en protegerle.
Tras el suicido en extrañas circunstancias de su ex mujer, tras el intento de asesinato del que fue víctima hace dos meses y de los salvajes actos de sadismo contra los animales de su granja, Lavandera parece haber entendido que sólo contando lo que sabe podrá sentirse seguro. Por eso ha escrito, junto a Fernando Múgica, A Tumba Abierta.
Entre la versión de Trashorras y la de Lavandera hay significativas diferencias: según el primero, la venta de explosivos no se llegó a consumar y el origen de la trama era el club Horóscopo, en el que Lavandera trabajaba como portero; según éste, el siniestro tráfico se consumó y era Toro quien movía los hilos. Sin embargo, hay dos aspectos esenciales en los que coinciden. El primero, que -según certera expresión del diputado Del Burgo- «ETA también estaba allí»; el segundo, que la operación tenía protección policial. ¿Se trataba de una trampa tendida a la banda terrorista bajo control de las Fuerzas de Seguridad o de un caso de corrupción individual de agentes y mandos policiales? Ese es uno de los extremos a aclarar, teniendo en cuenta que también el abogado Tejeda y su cliente, el huido Nayo, denunciaron lo mismo sin tener relación alguna con Lavandera.
La destitución de la cúpula policial, sospechosa de manipular la investigación del 11-M, así como la denuncia del ex director de la Policía Díaz de Mera de que existe un informe secreto que relaciona a ETA con la matanza, dan más trascendencia a lo que cuenta Lavandera. Con un juez Del Olmo entre la espada del Poder Judicial y la pared de un sumario cerrado en falso, poco cabe esperar ya de su instrucción. Pero, antes o después, el Estado no tendrá más remedio que empeñarse en despejar estas incógnitas con otro argumentario distinto a la doctrina de las casualidades. ¿Lo hará la nueva cúpula policial?
Este hombre, que hoy comparece revelando un secreto que se le obligaba a guardar bajo amenaza de muerte, no es ningún delincuente, ni siquiera está acusado de nada. Todo lo contrario. Es un ciudadano que, tal y como queda constatado en la cinta grabada por el guardia civil Campillo sin su conocimiento, reaccionó ejemplarmente cuando en 2001 se enteró de algo gravísimo. Su primera denuncia ante la Policía fue completa: el traficante Antonio Toro -secundado por su futuro cuñado Trashorras- estaba vendiéndole dinamita a ETA y buscaba a «alguien que supiera montar bombas con móviles». Primero no le creyeron, pero luego dos agentes le advirtieron que le «cortarían el cuello» si repetía su relato a alguien. Por eso Lavandera omitió para quien trabajaba Toro cuando acudió a la Guardia Civil y cuando declaró ante un juez Del Olmo bien poco interesado ni en escucharle ni en protegerle.
Tras el suicido en extrañas circunstancias de su ex mujer, tras el intento de asesinato del que fue víctima hace dos meses y de los salvajes actos de sadismo contra los animales de su granja, Lavandera parece haber entendido que sólo contando lo que sabe podrá sentirse seguro. Por eso ha escrito, junto a Fernando Múgica, A Tumba Abierta.
Entre la versión de Trashorras y la de Lavandera hay significativas diferencias: según el primero, la venta de explosivos no se llegó a consumar y el origen de la trama era el club Horóscopo, en el que Lavandera trabajaba como portero; según éste, el siniestro tráfico se consumó y era Toro quien movía los hilos. Sin embargo, hay dos aspectos esenciales en los que coinciden. El primero, que -según certera expresión del diputado Del Burgo- «ETA también estaba allí»; el segundo, que la operación tenía protección policial. ¿Se trataba de una trampa tendida a la banda terrorista bajo control de las Fuerzas de Seguridad o de un caso de corrupción individual de agentes y mandos policiales? Ese es uno de los extremos a aclarar, teniendo en cuenta que también el abogado Tejeda y su cliente, el huido Nayo, denunciaron lo mismo sin tener relación alguna con Lavandera.
La destitución de la cúpula policial, sospechosa de manipular la investigación del 11-M, así como la denuncia del ex director de la Policía Díaz de Mera de que existe un informe secreto que relaciona a ETA con la matanza, dan más trascendencia a lo que cuenta Lavandera. Con un juez Del Olmo entre la espada del Poder Judicial y la pared de un sumario cerrado en falso, poco cabe esperar ya de su instrucción. Pero, antes o después, el Estado no tendrá más remedio que empeñarse en despejar estas incógnitas con otro argumentario distinto a la doctrina de las casualidades. ¿Lo hará la nueva cúpula policial?
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