El proceso, de cuerpo presente

06-01-07



EL CORREO CATALAN

El proceso, de cuerpo presente


ARCADI ESPADA

Querido J:

Pasé los dos últimos días del año con la nariz pegada al ordenador, acabando un trabajo. Sobre las nueve y media sonaron las campanillas que anunciaban una fuerte explosión en Barajas. A partir de entonces estuve muchas horas atento a todo lo que se contó. El 30 era sábado. Había más gente en los aeropuertos que en las ciudades. Tenía esparcidos sobre la mesa los periódicos de papel del día. En todas las portadas destacaba la frase del presidente Zapatero: «En un año estaremos mejor que hoy». Hoy. ¿Cuál era el hoy? ¡Cómo temblaba un adverbio tan sólido! Los mismos periódicos, en su versión digital, anunciaban que ETA se estaba haciendo cargo de la bomba de Barajas. Porque era una bomba, y había explotado en el aparcamiento. Uno volvía al diario de papel y encontraba diálogos estremecedores: «Es de sentido común afirmar que se está mejor cuando hay un alto el fuego permanente de ETA que cuando había bombas, como en las Navidades de hace un año. Algún parámetro de objetividad tiene que haber en democracia y en este terreno la hay», decía el periódico en boca de Zapatero. «El presidente ha perdido el sentido de la realidad», declaraba el portavoz Acebes.
(.../...)

Las informaciones sobre la bomba de la T-4 eran, a pesar de todo, bastante tranquilizadoras. En alguna de ellas se decía, incluso, que el artefacto había sido explosionado por la Policía. En otras que la Policía había controlado la explosión. ¿Heridos? Algunos, pero todos leves. La destrucción, sin embargo, parecía más importante a medida que pasaba el tiempo, y ya se hablaba de que el aeropuerto había sufrido graves daños. Para la una estaba previsto que el ministro Rubalcaba diera explicaciones. Pero su presencia se retrasó más de 20 minutos. Cuando apareció ante los periodistas habían pasado cinco horas y media desde las dos llamadas que anunciaron la colocación de la bomba y una hora menos desde la explosión. El paisaje informativo estaba dominado por las consecuencias políticas de la acción terrorista, el caos en el tráfico aéreo y los daños en un lugar tan nuevo y tan bello como la T-4. Hasta que el ministro reveló, y no lo hizo al arrancar su discurso, sino casi en passant, que había un desaparecido. No añadió más datos. Repitió que no quería hacer especulaciones. En un momento dado tuvo, sobre las especulaciones, un ataque de humor negrísimo: «Si uno mira la prensa de ayer se dará cuenta hasta qué punto se hacen especulaciones». La prensa de ayer era la de hoy, pero el ministro acertaba. Acertó también al decir: «No me esperaba esto». Esperar es un verbo con polaridad positiva. Se espera lo bueno y se teme lo malo. Por ese rasgo semántico cuando alguien dice «no me esperaba esto de ti», sabemos que la traición, cualquiera que sea, se ha producido. Para que haya traición debe haber confianza. Ahora sabíamos, gracias al patético verbo de Rubalcaba, que el Gobierno confiaba en ETA.

La desaparición era una noticia inesperada. Esto es lo primero que quiero decirte. Se había producido una explosión de cientos de kilos de dinamita en un lugar público ¡y nos parecía una noticia inesperada! Era también tardía: aunque no lo parezca, en un atentado lo principal son los muertos y el rastro verídico de muerte había tardado más de cuatro horas en aparecer. ¿Recuerdas algún atentado en que se tardara tanto en saber lo esencial? No lo recuerdas. Naturalmente todos los atentados son diferentes, y es difícil aplicar protocolos de obligado cumplimiento. Como los que se le exigieron del 11 al 14 de marzo del año 2004 al ministro Acebes, de informar en directo y saberlo todo sin vacilación ni duda, y ante el notario de las urnas, en menos de 72 horas, ante la matanza del sur de Madrid. Me pregunto si Rubalcaba («los españoles se merecen un Gobierno que no les mienta») se habrá mirado estos días de la T-4 al espejo; al fondo del espejo del tiempo, quiero decir.

Por último, convenía fijarse en la palabra que usó el ministro y que usamos todos de inmediato: desaparecidos. ¿Te parece correcta, técnicamente hablando? Observa todo lo que hay debajo. El desaparecido del que hablaba el ministro se llamaba Diego Armando Estacio. Acompañado de su novia, Verónica, fue a Barajas a recoger a la semi suegra. Los dos jóvenes venían de una fiesta. Conduciendo su Clio blanco entró en el aparcamiento de la T-4 y mientras la novia iba en busca de su madre él se quedó en el coche para echar un sueño eterno. En cuanto la novia supo lo que había pasado, y fue enseguida, se lo comunicó a la Policía. ¿Desaparecido? Sí, desaparecido. Pero también sepultado o enterrado bajo los escombros. Ninguna de esas dos palabras apareció. Durante muchas horas me pregunté por qué el discurso mediático, siempre tan presto a la emulsión sentimental, no se centraba en la búsqueda bajo los escombros de los desaparecidos. Es simple: la palabra no estaba en circulación y no podía iluminar con su foco ese camino argumental. El lugar de un desaparecido es incierto y abstracto. Un no lugar. Pienso en esa novia, desencajada ante la Policía. Sé que al principio las autoridades dudaron de su relato. Querría saber por qué: no hablaba de oídas: había dejado a su chico en el coche. Pienso en si habrían dudado de un relato mío, yo, con mi peso específico.

No se me oculta que era una ocasión idónea para ser un desaparecido. Un sábado, temprano, finales de año. Un sábado sin los titulares en las radios y con la máquina de los periódicos aplazada hasta la tarde. (¡Si hasta tuvo que dar primero la noticia la CNN norteamericana a fin de que las cadenas españolas se espabilaran!) Un joven ecuatoriano. Y la evidencia de que un desaparecido permitía ganar tiempo. Mientras se buscaba, se buscaba también qué decir sobre la continuidad de la negociación con los terroristas. Los muertos llegarían suavemente, días después, pero aún no estaban en el centro del escenario. Hasta la aparición de Rubalcaba, durante varias horas, ni siquiera se mencionó la posibilidad de su aparición. Es muy sorprendente. Como lo prueban los muertos, el desalojo de cuatro plantas de un aparcamiento, en poco menos de una hora y bajo la presión de un estallido inminente, no es un asunto fácil. Había muchos datos por los que era lógico preguntarse por los muertos. Y alguno menos obvio, pero aún hoy inquietante: el hecho de que algunos vagabundos tuviesen la costumbre de pasar la noche en los sótanos de la terminal, a pocos metros del aparcamiento. Los muertos determinaban en qué tiempo estábamos. Ya no era en el alto al fuego, desde luego. Pero aún podríamos estar en aquella drôle de guerre, que arrancaba del 30 de mayo del 2003 cuando ETA asesinó a dos policías en Sangüesa, el último asesinato. Una bomba sin muertos no liquidaba la negociación. Como máximo la suspendía. Desconfío en que esa palabra fuese elegida por el presidente del Gobierno como correlato de desaparecidos. Cuando oigo hablar al presidente del Gobierno pienso que escoge las palabras como si estuvieran en una bolsa, donde mete la mano sin mirar. El presidente es una mano inocente. Pero, aun desconfiando, no puedo resistirme a que observes el apagado resplandor de esos dos eufemismos, uno al lado del otro. Suspensión, desaparición, el limbo de este día 30. Hasta que los ecuatorianos dieron fe de muerte. Resistiéndose a la volatilización que recomendaban en los periódicos los expertos. «Las altas temperaturas del epicentro», decían concretamente, mimetizados en el caso del World Trade Center como Zapatero, filmado con fondo de escombros, quiso mimetizarse días después en Giulani. Y con parecido éxito.

Muertos Estacio y Palate, pero firmes. Por ahora.

Sigue con salud

A.

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