EL FANTASMA DE ERMUA
18-06-06
EL FANTASMA DE ERMUA
EL FANTASMA DE ERMUA
Horas antes del inicio del juicio contra los asesinos de Miguel Angel Blanco, el periodista recorre el pueblo y habla con los vecinos: desde un guardaespaldas de baja hasta la panadera contra la que hubo un boicot. El espíritu de Ermua pervive: los del PP, PSOE y PNV «potean» y la calle aquí no es de la «kale borroka»
ANIBAL MALVAR
Cándido tiene 43 años, es escolta, afiliado al PP desde hace más de una década, está divorciado y ve a su hijo sólo los fines de semana. No le gusta ir al psiquiatra y hace más de un año los borroka llenaron el buzón de su casa con heces para demostrarle que habían dado con su domicilio. A Cándido le retiraron el arma, como es preceptivo, cuando le concedieron la baja por depresión. Y desde entonces sólo le protege su escolta personal, Linda, una yorkshire estridente que cabe en el panecillo de una hamburguesa mediana.
(.../...)
Toda la vida profesional de Cándido ha estado dedicada a la seguridad. Ha sido escolta de numerosos cargos municipales socialistas en varios pueblos de Euskadi. No quiere proteger a sus correligionarios del PP porque no le gusta mezclar el trabajo con la política ni que nadie le diga que es un enchufao. En el curro, siempre ha tenido problemas. En casi todos los sitios. Los borroka les ladran por la calle porque son txakurras, perros. En su último destino, una plaza abertzale de las más duras, acabaron empapelando el pueblo con su nombre y su foto y se tuvo que ir. Cándido no quiere decir dónde ocurrió. No porque los malos descubran que se parapeta tras pseudónimo. Ya lo tienen más que fichado y al primer párrafo -si es que leen este panfleto siervo del terror españolista- alguno ya se habrá sonreído.
El escolta sabe que hizo algo terrible y que si habla con la prensa puede perder su licencia para siempre...
Sólo hay un sitio en Euskadi donde Cándido no tiene que llevar la protección de Linda y puede olvidar sus rutinas de mirar debajo del coche. Trabajó allí durante tres años. Los mejores de su vida profesional. «Ermua es un paraíso», dice en cualquier bar del pueblo de Miguel Angel Blanco sin necesidad de levantar la vista del vaso de hierbas para comprobar quién entra y quién sale. Amigos que lo saludan, lo pillan por la espalda, desprevenido, le sacuden el lomo con cachetazos de afecto feroz, que aquí son de muy cerquita de Bilbao y ya se sabe.
Ermua significa yermo, desierto. Una paradoja. Aquí viven 18.000 personas en una superficie de 3,6 kilómetros cuadrados. La densidad poblacional de Madrid es de 677 por kilómetro, la décima parte. Los edificios se apelotonan apuntando feamente al cielo, entre montañas que empequeñecen el valle. Ermua creció hacia arriba porque la montaña no le daba otras oportunidades. La fealdad del paraíso de Cándido ya no hay quien la arregle.
Aunque parezca incierto, en Ermua no se habla estos días demasiado del juicio que empieza mañana contra Xabier García Gaztelu Txapote e Irantzu Gallastegi por el secuestro y asesinato, entre los días 10 y 13 de julio de 1997, de Miguel Angel Blanco. La única víctima mortal de ETA en la historia de Ermua.
Blanco tenía 29 años y se dirigía a Eibar para cumplir la jornada de tarde en la empresa Eman Consulting. A las 16.40 del día 12 una pareja que paseaba por el valle de Oztaran, en Lasarte (Guipúzcoa) escucharon dos disparos. Diez minutos más tarde encontraron al joven agonizante. Murió el día 13 a las 11 horas.
Durante esos tres días, España se echa a la calle. La plaza de Ermua se llena de velas. Y el movimiento popular no se para cuando el corazón del edil. Hoy resulta casi frívolo recordar el lema con que los ermuarras expresaban sus intenciones tras conocer el desenlace. «A por ellos», gritaban, sin la alegría del oé.
En una cafetería anexa a la estación de tren, dos amigas de Cándido acceden a hablar del Espíritu de Ermua nueve años después. Ninguna de ellas quiere decir su nombre. Las llamaremos Marta y Ana, de 38 y 27 años. Marta es del PSOE con alguna que otra traición con el PP. Inés es pepera y violentamente antietarra: «Cuando veo por la televisión que alguno se suicida yo me pongo a aplaudir. No me conmueve».
-¿Y tú, Cándido? Cómo te va.
-Ahora estoy de baja -responde el escolta sin querer profundizar en lo que ocurrió hace un año y baja la vista a ver si se cambia de tema.
-¿Qué ha sido del Espíritu de Ermua? -pregunta el periodista.
-Queda tan poco espíritu que ya casi es el fantasma de Ermua.
Marta es sevillana y Ana gallega. «De eso nada, yo soy de Euskadi». «Y yo también». El periodista se refería al ascendiente. Porque Ermua es, con toda seguridad, la población más contaminada (sic) del País Vasco. Allí sólo unas 4.000 personas pueden presumir de RH. Empatan con los gallegos en el censo. Hay centro gallego, de Castilla y Leon, manchego, extremeño, andaluz... «Quizá por eso nos eligieron para hacer aquello», especula el concejal socialista de Cultura Eduardo Marquina.
Cándido coquetea inocentemente con las chicas. Quizá porque recuerda que trabajando en Ermua estuvo a punto de reconstruir su vida. Se había divorciado a mediados de los 90. «Era imposible mantener una relación. Yo me iba a las cinco de la mañana y volvía a las 11 de la noche. A veces siete días a la semana». Después vino Ermua, y apareció una chica. «Le dije que lo dejáramos cuando me trasladaron y me pasó el problema. Ella trabajaba de cara al público. Y yo no quería que conviviera con las amenazas, con mi situación». Tomó la decisión cuando le llenaron el buzón de mierda. El de la casa que compartía con ella.
Pero, por mucho que digan Marta y Ana, en las calles de Ermua suceden cosas que no ocurren en otros municipios. O quizá lo que demuestra la pervivencia del Espíritu de Ermua son las cosas que no suceden. Ermua nunca fue un bastión nacionalista. Los socialistas gobiernan holgadamente desde las primeras elecciones democráticas. Pero antes de la ejecución de Blanco, Ermua era como cualquier pueblo: pintadas en las paredes exaltando a ETA, concentraciones constantes de jóvenes abertzales pidiendo la liberación de los presos, agresiones verbales y físicas a los maketos -en el origen se llamaba así a los inmigrantes pobres, ahora se le dice a los que les cojea el RH-, asistencia masiva de los proetarras a los plenos municipales para reventarlos. «Había que improvisar el lugar de celebración de los plenos. Éramos 17 concejales, pero se metían 30 ó 40 de los suyos y no se podía hacer nada con sus gritos y las pancartas...», recuerda José Luis Clemente, teniente de alcalde y más que posible sucesor de Carlos Totorika al frente del Ayuntamiento.
CAZA DE BRUJAS
Pero mataron a Miguel Angel Blanco y comenzó un «a por ellos» sin oé que todavía está vigente. En Ermua, por ejemplo, no se ven pintadas. Ni grupos de borrokas liando petas a las puertas de la herriko taberna, que está cerrada casi siempre. Ni fotos de presos en las paredes o en las farolas.
«Aquí no tenemos ningún problema con la kale borroka. A partir del 13 de julio de 1997, el objetivo es que la calle es nuestra», se enorgullece el teniente de alcalde.
Los ermuarras empezaron a boicotear establecimientos de proetarras. La mayoría tuvieron que cerrar, y sus propietarios se trasladaron a otros pueblos. Cada viernes, una multitud hacía el recorrido de la plaza de Orbe al Palacio Lobiano, justo en sentido contrario pero con el mismo recorrido que la manifestación semanal organizada por los abertzales. En el momento de la confluencia ocurría de todo. Hasta que los independentistas decidieron quedarse en su casa porque ya no metían miedo: los fantasmas no asustan a los espíritus. Alguien, incluso, prendió fuego a la herriko taberna. El alcalde Totorika fue el primero en llegar a apagar el fuego armado con un extintor. En la herriko había bombonas de gas y estaba demasiado cerca del colegio... Los proetarras han limitado prácticamente su presencia callejera a un desfile la víspera de Santiago. Son unos 20, y los ermuarras les hacen el pasillo y se cachondean de ellos. Nunca hay conflicto. Sólo risas de unos y cara de txakurra -para más jodienda- los otros.
La panadería Dastategia es uno de los pocos comercios que sobrevivió al boicot ciudadano. El periodista entra en ella y se pide un café. Hay media docena de periódicos sobre el pequeño mostrador. Entran clientes. El negocio no parece que vaya mal. Es difícil hablar con la propietaria, porque ella no es muy expresiva y a cada rato entra una señora a pedir algo, y no es elegante hablar de política y muerte delante de gente que viene a comprar pan.
-¿Boicot? Eso lo instigasteis los medios. Pero no funcionó. Yo creo que incluso venía más gente.
-¿Por qué os eligieron?
-Nos echaron la culpa porque somos vascos, no por otra cosa. ¿Y a qué viene ahora esto?
-Por el juicio a Txapote, que empieza el lunes.
-¿Y qué tiene que ver Txapote con Ermua? -contesta con cierto deje chulesco.
«¿Te dijo eso? Yo soy vasco y a mí nadie me ha hecho ningún boicot», responde Clemente desde el despacho del alcalde. «A esa señora se le sigue haciendo boicot. Su único despido fue en el 97, y al único empleado que tenía que no era de HB. Dijo que por el boicot no tenía dinero para pagarle, y seguro que era verdad. Pero es que había llegado el momento en que apoyar a ETA tenía que tener un coste social».
Cándido se ha convertido en el cicerone del periodista, pero no le acompaña cuando entra en los establecimientos boicoteados, quedándose un poco incómodo porque la inercia del escolta es otra. Me presenta a A.D., peneuvista de 31 años que vivía en el mismo edificio de Blanco cuando fue secuestrado. «La gente de HB decía que había una caza de brujas. De eso nada. Yo era amigo de mucha gente abertzale. Pero dejé de entrar en sus bares no por boicot. El dueño del bar al que solía ir dijo: "Mira la que se ha montado por un gallego". No volví».
El jetzale (PNV) invita al pepero a tomar algo en el batzoki, pero el escolta ha quedado con un amigo sociata y no puede ir. «Eso es normal aquí. En Ermua hay comidas del PP a las que invitan a socialistas, y los del PNV potean con los del PP. Y todos tenemos amigos de HB, pero intentamos no hablar de política con ellos, que entonces se lía».
El sociata con quien ha quedado Cándido estuvo cinco horas secuestrado por dos etarras una tarde de principios de los 80 que no quiere recordar. «Voy a cumplir 60 años y no me acuerdo del día», miente con toda seguridad.
Estuvo a punto de morir a manos de ETA, pero ya casi nadie lo recuerda. Él se empeñó en construir esa pared de olvido durante 20 años. «No pongas mi nombre, te lo suplico. Hablo contigo porque eres amigo de Cándido», me recuerda. El periodista cambalachea muy a contracorazón el anonimato a cambio de un relato en primera persona de los hechos. «Me escogieron a mí porque era el único de los 16 concejales que había nacido en Ermua. En aquellos tiempos era difícil confeccionar una lista con gente de aquí. Nadie quería. Salí en coche hacia Eibar, y en un semáforo se metieron dentro y me encañonaron».
SIN NOTICIAS DE FRANCIA
Vagaron por la zona y, a cada rato, los etarras le obligaban a parar el coche en cabinas telefónicas discretas desde donde llamaban. La policía, posteriormente, pensó que estaban comunicando con la cúpula etarra esperando la orden de ejecutarlo. Lo llevaron a una cantera. «Todo el tiempo me decían que no iba a pasarme nada. Pero cuando llegamos a la cantera pensé lo peor». Tuvo suerte. Lo soltaron. Quizá no pudieron hablar con Francia.
Hoy está a favor del diálogo con ETA. «Hay que hacer concesiones, pero no con gente como Txapote. Qué chulería. Que se pase la vida en la cárcel. No respeta nada».
Cándido está a favor y en contra. En plan entrevista, sigue la pauta marcada por el PP. Cuando habla entre amigos, relaja sus posiciones y critica la intransigencia de algunos de los líderes del PP. Quizá le ha influido la cercanía de líderes socialistas: «No eran mis jefes, eran mis amigos». Quizá el hecho de que coincidió con Miguel Angel Blanco en varios actos de partido y la cercanía de la muerte le ablanda la disciplina de partido para que no haya más. La noche se pone tormentosa de copas y humo. «Lo que pasó es que mi jefe se tuvo que parar a visitar a alguien que vivía encima de la herriko. Nosotros nos tuvimos que quedar en la puerta. Salieron a insultarnos. Daba igual, estábamos acostumbrados. A tirarnos cosas y escupir a nuestros pies. Uno se envalentonó y me escupió en la cara. Los dos tuvimos mala suerte. El lapo se me metió en la boca. En vez de vomitar, me volví loco». Cándido entró a la herriko y sacó su arma. El borroka escapó por la ventana del váter mientras los otros gudaris del escupitajo se enfrentaban a él. No disparó, pero se equivocaba. «En Ermua eso no me hubiera pasado. Estallé. Me equivoqué con esos hijos de puta. Lo siento».
MARTIRES Y CONVERSOS
La tumba de Blanco estaba el jueves llena de flores. Como los mártires, sigue recibiendo ofrendas de sus feligreses. Y también ha inspirado a conversos. Jon Cano, entonces concejal de HB en Ermua, pidió a ETA que lo liberaran. Nunca volvió al Ayuntamiento y, poco después, dejó Ermua y se desvinculó de los batasunos. Es funcionario de Correos en un pueblo costero. Eduardo Eguía, compañero de Blanco en la consultoría, también «exigió» la liberación. Pero no rompió con HB. Vive aún en Ermua, con los suyos
ANIBAL MALVAR
Cándido tiene 43 años, es escolta, afiliado al PP desde hace más de una década, está divorciado y ve a su hijo sólo los fines de semana. No le gusta ir al psiquiatra y hace más de un año los borroka llenaron el buzón de su casa con heces para demostrarle que habían dado con su domicilio. A Cándido le retiraron el arma, como es preceptivo, cuando le concedieron la baja por depresión. Y desde entonces sólo le protege su escolta personal, Linda, una yorkshire estridente que cabe en el panecillo de una hamburguesa mediana.
(.../...)
Toda la vida profesional de Cándido ha estado dedicada a la seguridad. Ha sido escolta de numerosos cargos municipales socialistas en varios pueblos de Euskadi. No quiere proteger a sus correligionarios del PP porque no le gusta mezclar el trabajo con la política ni que nadie le diga que es un enchufao. En el curro, siempre ha tenido problemas. En casi todos los sitios. Los borroka les ladran por la calle porque son txakurras, perros. En su último destino, una plaza abertzale de las más duras, acabaron empapelando el pueblo con su nombre y su foto y se tuvo que ir. Cándido no quiere decir dónde ocurrió. No porque los malos descubran que se parapeta tras pseudónimo. Ya lo tienen más que fichado y al primer párrafo -si es que leen este panfleto siervo del terror españolista- alguno ya se habrá sonreído.
El escolta sabe que hizo algo terrible y que si habla con la prensa puede perder su licencia para siempre...
Sólo hay un sitio en Euskadi donde Cándido no tiene que llevar la protección de Linda y puede olvidar sus rutinas de mirar debajo del coche. Trabajó allí durante tres años. Los mejores de su vida profesional. «Ermua es un paraíso», dice en cualquier bar del pueblo de Miguel Angel Blanco sin necesidad de levantar la vista del vaso de hierbas para comprobar quién entra y quién sale. Amigos que lo saludan, lo pillan por la espalda, desprevenido, le sacuden el lomo con cachetazos de afecto feroz, que aquí son de muy cerquita de Bilbao y ya se sabe.
Ermua significa yermo, desierto. Una paradoja. Aquí viven 18.000 personas en una superficie de 3,6 kilómetros cuadrados. La densidad poblacional de Madrid es de 677 por kilómetro, la décima parte. Los edificios se apelotonan apuntando feamente al cielo, entre montañas que empequeñecen el valle. Ermua creció hacia arriba porque la montaña no le daba otras oportunidades. La fealdad del paraíso de Cándido ya no hay quien la arregle.
Aunque parezca incierto, en Ermua no se habla estos días demasiado del juicio que empieza mañana contra Xabier García Gaztelu Txapote e Irantzu Gallastegi por el secuestro y asesinato, entre los días 10 y 13 de julio de 1997, de Miguel Angel Blanco. La única víctima mortal de ETA en la historia de Ermua.
Blanco tenía 29 años y se dirigía a Eibar para cumplir la jornada de tarde en la empresa Eman Consulting. A las 16.40 del día 12 una pareja que paseaba por el valle de Oztaran, en Lasarte (Guipúzcoa) escucharon dos disparos. Diez minutos más tarde encontraron al joven agonizante. Murió el día 13 a las 11 horas.
Durante esos tres días, España se echa a la calle. La plaza de Ermua se llena de velas. Y el movimiento popular no se para cuando el corazón del edil. Hoy resulta casi frívolo recordar el lema con que los ermuarras expresaban sus intenciones tras conocer el desenlace. «A por ellos», gritaban, sin la alegría del oé.
En una cafetería anexa a la estación de tren, dos amigas de Cándido acceden a hablar del Espíritu de Ermua nueve años después. Ninguna de ellas quiere decir su nombre. Las llamaremos Marta y Ana, de 38 y 27 años. Marta es del PSOE con alguna que otra traición con el PP. Inés es pepera y violentamente antietarra: «Cuando veo por la televisión que alguno se suicida yo me pongo a aplaudir. No me conmueve».
-¿Y tú, Cándido? Cómo te va.
-Ahora estoy de baja -responde el escolta sin querer profundizar en lo que ocurrió hace un año y baja la vista a ver si se cambia de tema.
-¿Qué ha sido del Espíritu de Ermua? -pregunta el periodista.
-Queda tan poco espíritu que ya casi es el fantasma de Ermua.
Marta es sevillana y Ana gallega. «De eso nada, yo soy de Euskadi». «Y yo también». El periodista se refería al ascendiente. Porque Ermua es, con toda seguridad, la población más contaminada (sic) del País Vasco. Allí sólo unas 4.000 personas pueden presumir de RH. Empatan con los gallegos en el censo. Hay centro gallego, de Castilla y Leon, manchego, extremeño, andaluz... «Quizá por eso nos eligieron para hacer aquello», especula el concejal socialista de Cultura Eduardo Marquina.
Cándido coquetea inocentemente con las chicas. Quizá porque recuerda que trabajando en Ermua estuvo a punto de reconstruir su vida. Se había divorciado a mediados de los 90. «Era imposible mantener una relación. Yo me iba a las cinco de la mañana y volvía a las 11 de la noche. A veces siete días a la semana». Después vino Ermua, y apareció una chica. «Le dije que lo dejáramos cuando me trasladaron y me pasó el problema. Ella trabajaba de cara al público. Y yo no quería que conviviera con las amenazas, con mi situación». Tomó la decisión cuando le llenaron el buzón de mierda. El de la casa que compartía con ella.
Pero, por mucho que digan Marta y Ana, en las calles de Ermua suceden cosas que no ocurren en otros municipios. O quizá lo que demuestra la pervivencia del Espíritu de Ermua son las cosas que no suceden. Ermua nunca fue un bastión nacionalista. Los socialistas gobiernan holgadamente desde las primeras elecciones democráticas. Pero antes de la ejecución de Blanco, Ermua era como cualquier pueblo: pintadas en las paredes exaltando a ETA, concentraciones constantes de jóvenes abertzales pidiendo la liberación de los presos, agresiones verbales y físicas a los maketos -en el origen se llamaba así a los inmigrantes pobres, ahora se le dice a los que les cojea el RH-, asistencia masiva de los proetarras a los plenos municipales para reventarlos. «Había que improvisar el lugar de celebración de los plenos. Éramos 17 concejales, pero se metían 30 ó 40 de los suyos y no se podía hacer nada con sus gritos y las pancartas...», recuerda José Luis Clemente, teniente de alcalde y más que posible sucesor de Carlos Totorika al frente del Ayuntamiento.
CAZA DE BRUJAS
Pero mataron a Miguel Angel Blanco y comenzó un «a por ellos» sin oé que todavía está vigente. En Ermua, por ejemplo, no se ven pintadas. Ni grupos de borrokas liando petas a las puertas de la herriko taberna, que está cerrada casi siempre. Ni fotos de presos en las paredes o en las farolas.
«Aquí no tenemos ningún problema con la kale borroka. A partir del 13 de julio de 1997, el objetivo es que la calle es nuestra», se enorgullece el teniente de alcalde.
Los ermuarras empezaron a boicotear establecimientos de proetarras. La mayoría tuvieron que cerrar, y sus propietarios se trasladaron a otros pueblos. Cada viernes, una multitud hacía el recorrido de la plaza de Orbe al Palacio Lobiano, justo en sentido contrario pero con el mismo recorrido que la manifestación semanal organizada por los abertzales. En el momento de la confluencia ocurría de todo. Hasta que los independentistas decidieron quedarse en su casa porque ya no metían miedo: los fantasmas no asustan a los espíritus. Alguien, incluso, prendió fuego a la herriko taberna. El alcalde Totorika fue el primero en llegar a apagar el fuego armado con un extintor. En la herriko había bombonas de gas y estaba demasiado cerca del colegio... Los proetarras han limitado prácticamente su presencia callejera a un desfile la víspera de Santiago. Son unos 20, y los ermuarras les hacen el pasillo y se cachondean de ellos. Nunca hay conflicto. Sólo risas de unos y cara de txakurra -para más jodienda- los otros.
La panadería Dastategia es uno de los pocos comercios que sobrevivió al boicot ciudadano. El periodista entra en ella y se pide un café. Hay media docena de periódicos sobre el pequeño mostrador. Entran clientes. El negocio no parece que vaya mal. Es difícil hablar con la propietaria, porque ella no es muy expresiva y a cada rato entra una señora a pedir algo, y no es elegante hablar de política y muerte delante de gente que viene a comprar pan.
-¿Boicot? Eso lo instigasteis los medios. Pero no funcionó. Yo creo que incluso venía más gente.
-¿Por qué os eligieron?
-Nos echaron la culpa porque somos vascos, no por otra cosa. ¿Y a qué viene ahora esto?
-Por el juicio a Txapote, que empieza el lunes.
-¿Y qué tiene que ver Txapote con Ermua? -contesta con cierto deje chulesco.
«¿Te dijo eso? Yo soy vasco y a mí nadie me ha hecho ningún boicot», responde Clemente desde el despacho del alcalde. «A esa señora se le sigue haciendo boicot. Su único despido fue en el 97, y al único empleado que tenía que no era de HB. Dijo que por el boicot no tenía dinero para pagarle, y seguro que era verdad. Pero es que había llegado el momento en que apoyar a ETA tenía que tener un coste social».
Cándido se ha convertido en el cicerone del periodista, pero no le acompaña cuando entra en los establecimientos boicoteados, quedándose un poco incómodo porque la inercia del escolta es otra. Me presenta a A.D., peneuvista de 31 años que vivía en el mismo edificio de Blanco cuando fue secuestrado. «La gente de HB decía que había una caza de brujas. De eso nada. Yo era amigo de mucha gente abertzale. Pero dejé de entrar en sus bares no por boicot. El dueño del bar al que solía ir dijo: "Mira la que se ha montado por un gallego". No volví».
El jetzale (PNV) invita al pepero a tomar algo en el batzoki, pero el escolta ha quedado con un amigo sociata y no puede ir. «Eso es normal aquí. En Ermua hay comidas del PP a las que invitan a socialistas, y los del PNV potean con los del PP. Y todos tenemos amigos de HB, pero intentamos no hablar de política con ellos, que entonces se lía».
El sociata con quien ha quedado Cándido estuvo cinco horas secuestrado por dos etarras una tarde de principios de los 80 que no quiere recordar. «Voy a cumplir 60 años y no me acuerdo del día», miente con toda seguridad.
Estuvo a punto de morir a manos de ETA, pero ya casi nadie lo recuerda. Él se empeñó en construir esa pared de olvido durante 20 años. «No pongas mi nombre, te lo suplico. Hablo contigo porque eres amigo de Cándido», me recuerda. El periodista cambalachea muy a contracorazón el anonimato a cambio de un relato en primera persona de los hechos. «Me escogieron a mí porque era el único de los 16 concejales que había nacido en Ermua. En aquellos tiempos era difícil confeccionar una lista con gente de aquí. Nadie quería. Salí en coche hacia Eibar, y en un semáforo se metieron dentro y me encañonaron».
SIN NOTICIAS DE FRANCIA
Vagaron por la zona y, a cada rato, los etarras le obligaban a parar el coche en cabinas telefónicas discretas desde donde llamaban. La policía, posteriormente, pensó que estaban comunicando con la cúpula etarra esperando la orden de ejecutarlo. Lo llevaron a una cantera. «Todo el tiempo me decían que no iba a pasarme nada. Pero cuando llegamos a la cantera pensé lo peor». Tuvo suerte. Lo soltaron. Quizá no pudieron hablar con Francia.
Hoy está a favor del diálogo con ETA. «Hay que hacer concesiones, pero no con gente como Txapote. Qué chulería. Que se pase la vida en la cárcel. No respeta nada».
Cándido está a favor y en contra. En plan entrevista, sigue la pauta marcada por el PP. Cuando habla entre amigos, relaja sus posiciones y critica la intransigencia de algunos de los líderes del PP. Quizá le ha influido la cercanía de líderes socialistas: «No eran mis jefes, eran mis amigos». Quizá el hecho de que coincidió con Miguel Angel Blanco en varios actos de partido y la cercanía de la muerte le ablanda la disciplina de partido para que no haya más. La noche se pone tormentosa de copas y humo. «Lo que pasó es que mi jefe se tuvo que parar a visitar a alguien que vivía encima de la herriko. Nosotros nos tuvimos que quedar en la puerta. Salieron a insultarnos. Daba igual, estábamos acostumbrados. A tirarnos cosas y escupir a nuestros pies. Uno se envalentonó y me escupió en la cara. Los dos tuvimos mala suerte. El lapo se me metió en la boca. En vez de vomitar, me volví loco». Cándido entró a la herriko y sacó su arma. El borroka escapó por la ventana del váter mientras los otros gudaris del escupitajo se enfrentaban a él. No disparó, pero se equivocaba. «En Ermua eso no me hubiera pasado. Estallé. Me equivoqué con esos hijos de puta. Lo siento».
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