Con la espalda pegada a la pared
02-07-06
PREGUERIAS
Con la espalda pegada a la pared
PREGUERIAS
Con la espalda pegada a la pared
Si la idea de que los terroristas han ganado la partida se hace fuerte, habrán ganado de verdad - Es repugnante el principio de que la intoxicación es noble si está al servicio de una causa mayor - Muchos albergamos serios temores pero tampoco estamos en condiciones de augurar la catástrofe
VICTORIA PREGO
Ya ha dicho lo que tenía y quería decir. A partir de ahora, él se va a ocupar casi en solitario del asunto y es muy probable que no volvamos a saber nada relevante hasta el regreso de las vacaciones. Nada, al menos, de su boca o de boca de quienes están encargados de defender al Estado y a todos nosotros frente a las pretensiones de los terroristas. Lo malo es que sí que vamos a saber, y mucho, lo que se opina del otro lado, del que está fuera de la ley.
Ya lo estamos comprobando estos días. Y éste, el de quién va a acabar colocando su verdad ante los ciudadanos, resulta ser un problema de enormes dimensiones no solamente para el presidente del Gobierno y su equipo de negociadores, sino incluso para el buen fin de este nuevo intento de acabar con la amenaza terrorista.
(.../...)
El problema está en que las cosas además de ser deben parecer. Y, después de la intervención del presidente, lo único que de momento parece aquí es que los asesinos y todos quienes les apoyan están lanzando a los cuatro vientos su inmensa satisfacción por lo logrado con su lucha.
Puede que toda esa alegría desaforada forme parte del atrezzo que esta gente necesita para poder, al final, acabar vistiendo de victoria lo que los demócratas exigen imperiosamente: que sea una derrota en toda la línea. Puede. Pero el hecho es que, a día de hoy, el terreno de la interpretación de lo sucedido ha sido ocupado íntegramente por quienes consideran que el presidente Zapatero se ha allanado a sus reclamaciones y, en consecuencia, celebran a risa batiente la ofrenda presidencial del «derecho a decidir», es decir, de salir ganadores en esta batalla en la que unos han puesto las bombas y la sangre y los otros han puesto la palabra y la sangre. La suya. El asunto no es irrelevante. De ninguna manera. Al contrario, es trascendental.
Ni el Gobierno ni el país pueden permitirse que la versión de los hechos que ya apunta acabe dominando en la opinión publica española. Porque, si eso llegara a suceder, si la idea de que los terroristas ganan se hace fuerte, el resultado será que habrán ganado de verdad, sean cuales sean los acuerdos a los que finalmente el Gobierno consiga llegar y las derrotas que inflija a los asesinos. Y entonces habría sucedido que, con fundamento o sin él, el terror habría humillado para siempre a los ciudadanos pacíficos y libres y el señor Zapatero sería el único culpable de la catástrofe ante el pueblo español y, desde luego, ante la Historia.
En este momento, la interpretación de que el presidente ha asumido, aunque sea formalmente, las pretensiones de los etarras -cierto que envuelto todo ello en apelaciones a la Constitución, al cumplimiento de la ley y al respeto al sacrificio personal de tantos españoles- es algo que se puede sostener por la sencilla razón de que resulta verosímil. No hay más que leer la segunda parte de su intervención del jueves para encontrar en sus palabras un puñado de elementos capaces de sustentar cómodamente esa impresión. Pero esa versión no debería seguir siendo verosímil durante mucho más tiempo, un tiempo que los terroristas ya se han aplicado a aprovechar con enorme eficacia y a su favor. Y es responsabilidad del presidente el desmontarla.
Ése fue, supongo, el sentido de la petición de ayuda que el presidente Zapatero hizo el jueves a los medios de comunicación. Y, sin embargo, él no puede pedir a los periodistas que le hagan el trabajo que el Gobierno no haya dejado previamente resuelto y listo para examinar. Los medios no pueden cubrir los agujeros que la gestión de los negociadores o la táctica del presidente dejen sin cubrir.
No es aceptable, por ejemplo, estar dando por buena la idea de que los terroristas hablan como están hablando estos días porque «tienen que tranquilizar a sus bases» y, a continuación, pedir a los ciudadanos decentes que asuman no sólo eso sino también los silencios de su Gobierno, las ambigüedades clamorosas y la ausencia de información. Y que, además, comprendan sin asomo de duda el sentido profundo de las palabras del presidente y reconozcan a la primera ojeada la bondad de sus propósitos y la excelencia de la estrategia elegida por él.
Eso no se le puede pedir a una ciudadanía que sigue aguantando amenazas, muertes, desafíos y dosis de provocación que están alcanzando el terreno de lo humillante. Porque, ya de paso, otra cosa que no se le puede pedir a los españoles es que echen a un lado sus sentimientos y aborden este asunto con la frialdad de un jugador de ajedrez. Ésa será obligación de los políticos y de los analistas. Pero los ciudadanos, que son quienes en última instancia van a bendecir o a condenar el resultado último de todo esto, harán muy bien en juzgar la totalidad del panorama resultante con la totalidad de sus capacidades, la emocional incluida.
Los medios de comunicación no están para inventarse versiones tranquilizadores para la opinión pública si los motivos para sustentarlas no resultan más evidentes que discutibles. No se puede pedir a los periodistas que hagan de propagandistas del Gobierno en este proceso de negociaciones con la banda. Se puede pedir, eso sí, que resalten que las conversaciones van en la buena dirección, pero sólo si está suficientemente acreditado que la tal dirección es, efectivamente, la buena.
Pero si la situación evoluciona en el sentido que estamos viendo estos días y el Gobierno no se esfuerza hasta la extenuación por dejar las cosas bien claras para los demócratas desde el principio y durante todo el tiempo que esto dure, no se extrañe el presidente de que sus esfuerzos por lograr el final definitivo de la violencia acaben siendo juzgados como una traición y como tal castigada en las urnas y en el afecto colectivo, que no es una categoría sentimental sino estrictamente política pero de largo alcance en el tiempo.
De eso se trata exactamente, de hacer posible que la versión, ahora mismo dominante, del sometimiento del Estado al eterno chantaje de la banda se desmorone cuanto antes de pura evidencia en contrario. Pero eso es algo que sólo pueden decir los hechos, no la propaganda. A este lado de la ley no debería valer ese viejo principio sacro y repugnante según el cual la intoxicación se convierte en instrumento altamente respetable y hasta noble cuando se pone al servicio de una causa mayor, por excelsa que ésta sea.
Ahora el presidente se ha quedado solo con la tarea entre las manos. Teniendo presentes todas las cosas que ha dicho, las que ha prometido y no ha cumplido, y las que ha hecho sin haberlas dicho, muchos periodistas albergamos serios temores sobre esta andadura y no tenemos ninguna seguridad en cómo pueda acabar. Por eso observamos la acción con la espalda pegada a la pared. Pero no estamos tampoco en condiciones de augurar una catástrofe.
En las palabras del presidente podríamos encontrar muy serias contradicciones. Pero no es seguro que las haya: no lo sabremos hasta que empecemos a atisbar con mayor claridad, desnudos de toda propaganda, dónde están los límites reales del camino que Zapatero nos está haciendo recorrer sin habernos pedido permiso. Apoyo sí pidió, pero a una decisión que ya había tomado solo. Ahora, si fracasa, puede que no se le pase factura. Pero sí se le pasará, y muy alta, si los errores que cometa no tienen marcha atrás.
victoria.prego@elmundo.es
VICTORIA PREGO
Ya ha dicho lo que tenía y quería decir. A partir de ahora, él se va a ocupar casi en solitario del asunto y es muy probable que no volvamos a saber nada relevante hasta el regreso de las vacaciones. Nada, al menos, de su boca o de boca de quienes están encargados de defender al Estado y a todos nosotros frente a las pretensiones de los terroristas. Lo malo es que sí que vamos a saber, y mucho, lo que se opina del otro lado, del que está fuera de la ley.
Ya lo estamos comprobando estos días. Y éste, el de quién va a acabar colocando su verdad ante los ciudadanos, resulta ser un problema de enormes dimensiones no solamente para el presidente del Gobierno y su equipo de negociadores, sino incluso para el buen fin de este nuevo intento de acabar con la amenaza terrorista.
(.../...)
El problema está en que las cosas además de ser deben parecer. Y, después de la intervención del presidente, lo único que de momento parece aquí es que los asesinos y todos quienes les apoyan están lanzando a los cuatro vientos su inmensa satisfacción por lo logrado con su lucha.
Puede que toda esa alegría desaforada forme parte del atrezzo que esta gente necesita para poder, al final, acabar vistiendo de victoria lo que los demócratas exigen imperiosamente: que sea una derrota en toda la línea. Puede. Pero el hecho es que, a día de hoy, el terreno de la interpretación de lo sucedido ha sido ocupado íntegramente por quienes consideran que el presidente Zapatero se ha allanado a sus reclamaciones y, en consecuencia, celebran a risa batiente la ofrenda presidencial del «derecho a decidir», es decir, de salir ganadores en esta batalla en la que unos han puesto las bombas y la sangre y los otros han puesto la palabra y la sangre. La suya. El asunto no es irrelevante. De ninguna manera. Al contrario, es trascendental.
Ni el Gobierno ni el país pueden permitirse que la versión de los hechos que ya apunta acabe dominando en la opinión publica española. Porque, si eso llegara a suceder, si la idea de que los terroristas ganan se hace fuerte, el resultado será que habrán ganado de verdad, sean cuales sean los acuerdos a los que finalmente el Gobierno consiga llegar y las derrotas que inflija a los asesinos. Y entonces habría sucedido que, con fundamento o sin él, el terror habría humillado para siempre a los ciudadanos pacíficos y libres y el señor Zapatero sería el único culpable de la catástrofe ante el pueblo español y, desde luego, ante la Historia.
En este momento, la interpretación de que el presidente ha asumido, aunque sea formalmente, las pretensiones de los etarras -cierto que envuelto todo ello en apelaciones a la Constitución, al cumplimiento de la ley y al respeto al sacrificio personal de tantos españoles- es algo que se puede sostener por la sencilla razón de que resulta verosímil. No hay más que leer la segunda parte de su intervención del jueves para encontrar en sus palabras un puñado de elementos capaces de sustentar cómodamente esa impresión. Pero esa versión no debería seguir siendo verosímil durante mucho más tiempo, un tiempo que los terroristas ya se han aplicado a aprovechar con enorme eficacia y a su favor. Y es responsabilidad del presidente el desmontarla.
Ése fue, supongo, el sentido de la petición de ayuda que el presidente Zapatero hizo el jueves a los medios de comunicación. Y, sin embargo, él no puede pedir a los periodistas que le hagan el trabajo que el Gobierno no haya dejado previamente resuelto y listo para examinar. Los medios no pueden cubrir los agujeros que la gestión de los negociadores o la táctica del presidente dejen sin cubrir.
No es aceptable, por ejemplo, estar dando por buena la idea de que los terroristas hablan como están hablando estos días porque «tienen que tranquilizar a sus bases» y, a continuación, pedir a los ciudadanos decentes que asuman no sólo eso sino también los silencios de su Gobierno, las ambigüedades clamorosas y la ausencia de información. Y que, además, comprendan sin asomo de duda el sentido profundo de las palabras del presidente y reconozcan a la primera ojeada la bondad de sus propósitos y la excelencia de la estrategia elegida por él.
Eso no se le puede pedir a una ciudadanía que sigue aguantando amenazas, muertes, desafíos y dosis de provocación que están alcanzando el terreno de lo humillante. Porque, ya de paso, otra cosa que no se le puede pedir a los españoles es que echen a un lado sus sentimientos y aborden este asunto con la frialdad de un jugador de ajedrez. Ésa será obligación de los políticos y de los analistas. Pero los ciudadanos, que son quienes en última instancia van a bendecir o a condenar el resultado último de todo esto, harán muy bien en juzgar la totalidad del panorama resultante con la totalidad de sus capacidades, la emocional incluida.
Los medios de comunicación no están para inventarse versiones tranquilizadores para la opinión pública si los motivos para sustentarlas no resultan más evidentes que discutibles. No se puede pedir a los periodistas que hagan de propagandistas del Gobierno en este proceso de negociaciones con la banda. Se puede pedir, eso sí, que resalten que las conversaciones van en la buena dirección, pero sólo si está suficientemente acreditado que la tal dirección es, efectivamente, la buena.
Pero si la situación evoluciona en el sentido que estamos viendo estos días y el Gobierno no se esfuerza hasta la extenuación por dejar las cosas bien claras para los demócratas desde el principio y durante todo el tiempo que esto dure, no se extrañe el presidente de que sus esfuerzos por lograr el final definitivo de la violencia acaben siendo juzgados como una traición y como tal castigada en las urnas y en el afecto colectivo, que no es una categoría sentimental sino estrictamente política pero de largo alcance en el tiempo.
De eso se trata exactamente, de hacer posible que la versión, ahora mismo dominante, del sometimiento del Estado al eterno chantaje de la banda se desmorone cuanto antes de pura evidencia en contrario. Pero eso es algo que sólo pueden decir los hechos, no la propaganda. A este lado de la ley no debería valer ese viejo principio sacro y repugnante según el cual la intoxicación se convierte en instrumento altamente respetable y hasta noble cuando se pone al servicio de una causa mayor, por excelsa que ésta sea.
Ahora el presidente se ha quedado solo con la tarea entre las manos. Teniendo presentes todas las cosas que ha dicho, las que ha prometido y no ha cumplido, y las que ha hecho sin haberlas dicho, muchos periodistas albergamos serios temores sobre esta andadura y no tenemos ninguna seguridad en cómo pueda acabar. Por eso observamos la acción con la espalda pegada a la pared. Pero no estamos tampoco en condiciones de augurar una catástrofe.
En las palabras del presidente podríamos encontrar muy serias contradicciones. Pero no es seguro que las haya: no lo sabremos hasta que empecemos a atisbar con mayor claridad, desnudos de toda propaganda, dónde están los límites reales del camino que Zapatero nos está haciendo recorrer sin habernos pedido permiso. Apoyo sí pidió, pero a una decisión que ya había tomado solo. Ahora, si fracasa, puede que no se le pase factura. Pero sí se le pasará, y muy alta, si los errores que cometa no tienen marcha atrás.
victoria.prego@elmundo.es
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