Así suena la conciencia ciudadana

12-06-06


ALTO EL FUEGO / La búsqueda del consenso

Así suena la conciencia ciudadana


ISABEL SAN SEBASTIAN

Cuando intentaba salir el sábado de una plaza de Colón todavía abarrotada de gente, bajo el sol de justicia que soportamos durante horas, se me acercó un hombre mayor, de pelo cano y bigote gris, que podría haber sido mi padre. Llegó hasta mi entre la multitud, me tendió la mano y únicamente acertó a decir: «Mi hijo cayó un 10 de julio». Luego se le quebró la voz y, al calor del abrazo en el que nos fundimos, me susurró al oído: «Gracias». Si alguien se pregunta por qué merece la pena manifestarse en una tórrida tarde de junio, desafiar al Gobierno y a sus muchos terminales mediáticos, ser acusada de boicotear la paz por subir a una tribuna junto a las víctimas para dar orgullosamente la cara, ahí tiene la respuesta.
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Las víctimas del terrorismo siempre han sido una molestia para los gobiernos socialistas, ávidos de sentarse a negociar con la banda. Desde Felipe González a José Luis Rodríguez Zapatero y desde José Barrionuevo a Alfredo Pérez Rubalcaba, no ha habido un dirigente nacional del PSOE que creyera seriamente en la posibilidad de derrotar a ETA. Ni uno solo. Todos ellos han dado por hecho desde el principio que algo habría que entregar a los asesinos a cambio de sus armas; que tendríamos que pagarles un precio, comprar nuestro derecho a la vida, agradecer de algún modo elocuente su disposición a aceptar las reglas de juego democrático que los demás no hemos quebrantado nunca. Bien es verdad que nadie llegó tan lejos como ZP, dispuesto a dialogar con el comando político de la mafia sobre el futuro del País Vasco y Navarra, pero ya para sus predecesores las víctimas constituían un recordatorio inoportuno. A ojos de ZP son un martirio. Un concierto de voces chillonas que recuerdan a la sociedad la obligación de tener conciencia. Un espejo de decencia en el que no puede mirarse sin morirse de vergüenza.

Durante muchos años, ¡demasiados!, el miedo, el abandono, la indigencia económica y la soledad lograron amordazarlas individual y colectivamente. A la primera rueda de prensa de la AVT (una asociación nacida del heroísmo de Ana María Vidal Abarca y Sonsoles Alvarez de Toledo, que hoy sostiene con valentía Francisco José Alcaraz) acudió un periodista, uno, representante de una revista militar. Las viudas, los padres de los caídos entonces -como ése que se me acercó en la concentración sin poder contener el llanto- recibían una indemnización miserable y clandestina, para mayor humillación, a cambio de mantener la boca cerrada. Los muertos salían camino del cementerio por la puerta trasera de las iglesias vascas, mientras sus verdugos recibían homenajes públicos patrocinados por el Ayuntamiento en sus localidades natales. Así fue hasta bien entrados los años 90, y así pretenden los defensores de este proceso de pacotilla que se construya la paz. «¡¿Pero qué paz?!», se escandaliza con tres huérfanas por razones la hermana de Alberto y Soledad Jiménez Becerril.

Dice Zapatero que «la gran mayoría de los españoles están empeñados en ver el fin de la violencia, en ver la paz en Euskadi». La afirmación es verdad sólo a medias. Claro que queremos ver el fin de la violencia en el País Vasco y en toda España. Lo deseamos y ya luchábamos por ello cuando él era un oscuro diputado sin más méritos que la capacidad de pasar desapercibido. Pero no podemos anhelar la paz, porque jamás hemos entablado una guerra contra los terroristas, si exceptuamos la que libraron desde las cloacas del Estado ciertos compañeros de siglas del líder socialista; los mismos que con una mano negociaban en Argel y con la otra dirigían el GAL. Queremos el fin de la violencia para ver y vivir la libertad y el imperio de la Ley. Para que ninguna víctima tenga que añadir a su dolor la sensación de inutilidad. Para que ni uno solo de los asesinatos perpetrados por los terroristas haya tenido sentido. Para que la democracia reparta con arreglo a sus principios los premios y los castigos. Para que esa paz de la que tanto se habla alcance también a los muertos.

Las víctimas ya no están solas, ni abandonadas, ni atenazadas por el miedo, ni amordazadas. Por mucho empeño que ponga este Gobierno en dividirlas, las une la exigencia común de verdad, memoria, dignidad y justicia. Por muchos esfuerzos que se hagan desde La Moncloa por silenciarlas, un millón de voces claman en la calle junto a ellas. Así suena la conciencia ciudadana que Zapatero desoye para escuchar a ETA.

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