Escopetas nacionales

01-10-06



11-M LA INVESTIGACION / El análisis / PREGUERIAS

Escopetas nacionales


El presidente de la Sala de lo Penal de la Audiencia es uno de los primeros 'blancos' del poder Los peritos que descubrieron la falsificación del informe pericial son los siguientes objetivos

VICTORIA PREGO

Probablemente esto de los desmanes en torno a las investigaciones sobre el 11-M acabe convirtiéndose en un referente paradigmático de hasta dónde es capaz de llegar el poder en el uso de su poder para defenderse a sí mismo y a sus satélites de los ataques o investigaciones -que al poder le suelen parecer conceptos idénticos- que son los que suelen servir de base para denunciar abusos o ilegalidades.

Lo que estamos viendo en estos últimos meses, y sobre todo en los últimos días, es la traducción política del deporte del tiro al pichón en el que las escopetas están en manos del Gobierno y de sus ojeadores y en el que los pichones son todos los que se lanzan a la arriesgada tarea de meter la nariz donde el Gobierno considera que no deberían nunca haberla metido, y que pretenden contar lo que han visto y, mucho peor, lo que intuyen que pueda haber tras de lo que a primera vista han captado.
(.../...)

El primer pichón, por orden cronológico, fue el actual presidente de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional. Gómez Bermúdez fue nombrado en julio de 2004. Un recurso contra él dio pie a que la sala Tercera del Tribunal Supremo introdujera la innovadora tesis de que todos los nombramientos debían ser motivados. Lo que no dijo la Sala, pero sí dijeron magistrados de esa Sala afines al PSOE, fue que este juez, Gómez Bermúdez, no era el presidente de la Sala de lo Penal de la Audiencia más «indicado» para el proceso de paz. Y así, literalmente, lo publicó EL MUNDO en su día.

Y, como éste es uno de los puestos más delicados del organigrama judicial, al recaer en él buena parte del peso de la política antiterrorista, y como no les parece el «más indicado» para que por sus manos pasen cosas como los recursos de los terroristas presos o el señalamiento de los juicios a los miembros de la banda, al juez Gómez Bermúdez lo quieran sacar como sea de la Presidencia de la Sala de lo Penal. De manera que ahora, nombrado por segunda vez, hay en estos momentos nada menos que cuatro recursos contra su nombramiento. No tendría la cosa mayor importancia si no fuera porque, por un curioso juego de carambolas y fechas de jubilaciones en el CGPJ, resulta que si el Supremo volviera a estimar uno de estos recursos, los enemigos del juez «no indicado para el proceso de paz» habrán ganado su apuesta. Y ya estaría el primer pichón fuera de juego, que ni mucho menos lo está de momento.

Hay que añadir que este primer pichón, al que el poder político y judicial tiene en su punto de mira, es el que probablemente presidirá el juicio oral sobre el 11-M si no han conseguido antes echarle a patadas de su puesto. Y que es, además, uno de los tres magistrados que ha firmado el auto en el que se le advierte al juez Garzón de que no es competente para investigar el presunto delito de falsedad documental cometido por algunos mandos de la Policía que denunció EL MUNDO. Un auto en el que se ordena al juez estrella que dé traslado del asunto a los juzgados de Instrucción de la plaza de Castilla.

Y aquí entramos en los pichones números dos, tres y cuatro, que no son sino los peritos de la Policía Científica que un día descubrieron que sus superiores habían falsificado un informe pericial realizado por ellos y que, encima, habían enviado al juez el informe falso como auténtico. Y no sólo lo descubrieron, sino que EL MUNDO, el pichón número cinco, lo supo y se atrevió a contarlo.

Y así es como, de pronto, lo que aparece nítidamente como un presunto delito de falsificación en toda regla perpetrado por mandos policiales pasa por las manos de un juez que no es competente para instruirlo; que ha recibido la orden de abandonar esas diligencias; que hace caso omiso de esa orden de sus superiores; que, con la abnegada ayuda del fiscal jefe de la Audiencia, sigue adelante con el asunto, al que impone el secreto sin motivo alguno; que hace declarar a los peritos-pichones de madrugada, sin abogado y sin que se sepa todavía qué ocurrió en el transcurso de esas horas y hasta qué punto fueron coaccionados o amedrentados; y que le da la vuelta al caso y a la verdad de tal manera que los tres peritos que se atrevieron a denunciar la falsedad cometida por sus mandos salen de la Audiencia imputados como falsarios, mientras los presuntos verdaeros cuplables quedan impunes.

Todo esto ha sido perpetrado en cuestión de horas por un juez que actúa sin competencias, por la noche y en secreto, con evidente mala fe, y habrá que comprobar si también con afán coactivo y de manera ilícita. Y resulta que, como en los peores tiempos de las peores dictaduras, ese hecho escandaloso es aireado por los acólitos del Gobierno con tantos aplausos y tal grado de grosería intelectual que se ha ganado a pulso la calificación de propaganda: lo que tenemos delante es el despliegue de poder de la propaganda del poder. Una propaganda que actúa saltándose toda regla que se oponga a su fuerza, oscureciendo la realidad, tapando los focos de luz, retorciendo la legalidad y haciéndose acompañar de gran aparato de fuegos y petardeo. Para asustar.

Una propaganda que trae aromas de aquella otra de corte estalinista que buscaba como primera medida asesinar la imagen y el prestigio del elemento incómodo, del «enemigo». Y que, una vez asesinada su imagen, buscaba la destrucción moral de la víctima hasta conseguir su desmoronamiento. Y que, una vez desmoronada, buscaba inhabilitarla de por vida. Y que, una vez inhabilitada, buscaba que se ahorcara con su propio cinturón de la lámpara de su casa. Y entonces los corifeos, con su dirección al frente, se aprestaban a explicar aquella muerte aireando la consigna de que no había podido «resistir el peso de su culpa».

Afortunadamente, en democracia los grandes golpes de efecto de la propaganda oficial, aunque cuenten con el respaldo de acreditados elementos bien situados en los estamentos de la sociedad, no duran eternamente. Es verdad que los resultados inmediatos de esa propaganda resultan muy aparentes, pero no es menos cierto que el paso del tiempo y la paciencia de los pichones que no han resultado irremisiblemente abatidos suelen descorrer los visillos de la realidad y volver a encender los focos que el poder del poder había apagado.

victoria.prego@elmundo.es

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